China: sin palabras
Como demuestra esta crónica de una joven en tránsito por el continente asiático, se puede visitar un país e interactuar con su gente sin entender nada del idioma local
Aterricé en Chengdú, capital de la provincia de Sichuan, de noche, sola y sin saber una palabra de mandarín. Me subí a un taxi a la salida del aeropuerto, apoyé mi celular contra la reja que separaba el asiento trasero del delantero y le señalé la pantalla al conductor. Tenía escrito, en caracteres chinos, la dirección de la casa de Susie, la china con la que me había contactado por medio de Couchsurfing (una Web de hospitalidad global) y que había aceptado alojarme en su casa durante cuatro días. Durante el trayecto observé China por primera vez. Era la una de la mañana y las calles de Chengdú estaban oscuras y desiertas; los códigos de esa ciudad de 11 millones de habitantes me eran desconocidos. ¿Podría comunicarme con la gente sin saber su idioma?
Media hora después, el conductor estacionó y me hizo señas de que habíamos llegado. Susie me había pedido que la llamara por teléfono cuando llegara a la puerta del campus universitario donde vivía con su familia, ya que no se podía ingresar en auto y me iba a ser imposible reconocer cuál de los cincuenta edificios era el suyo. Intenté llamarla con mi número de Malasia –país del que venía– y una operadora me informó, en mandarín e inglés, que no tenía crédito. ¿Cómo explicarle al conductor que necesitaba comprar un chip chino o ir al teléfono público más cercano? Señalé su celular y le dije, en inglés, que necesitaba llamar a mi amiga (aunque si se lo hubiese dicho en español daba lo mismo). En la desesperación se me ocurrió poner mi celular en altavoz y le hice escuchar la grabación que informaba que no tenía crédito. Enseguida me ofreció su celular. Cinco minutos después, estaba en casa de Susie, quien a la mañana siguiente me presentó a su mamá y a su papá. Ninguno de los dos hablaba inglés, pero me recibieron con sonrisas y un desayuno típico de la región: pan relleno con carne, un huevo duro y leche. Susie me escribió expresiones básicas en caracteres chinos para que pudiera mostrarle a la gente si necesitaba ayuda, y su papá me dibujó un mapa en el que marcó los lugares para visitar y el número de colectivo que me llevaba a cada punto. Salimos todos juntos, cada cual se fue por su lado y yo quedé sola en una de las cinco ciudades más grandes de China. En Chengdú cada cuadra se extiende por más de 300 metros, las calles son anchas como Avenida del Libertador y las veredas parecen pequeños parques de cemento. Allí es donde las mujeres se juntan a comer y cocinar, los hombres se reúnen a fumar y jugar a las cartas, los monjes budistas se sientan a descansar y los vendedores circulan en sus bicicletas. La ciudad es tan gris que los enormes bloques de cemento, los templos y las estatuas de Mao se pierden entre la niebla y el sol se ve como una luna roja tapada por las nubes.
Mis primeros días en China fueron muy difíciles: al no poder hablar con nadie, me sentía ajena a todo lo que pasaba a mi alrededor. Me perdí muchísimas veces y tuve que pedir indicaciones señalando el mapa, no podía ir a un restaurante porque los menús estaban en caracteres y no tenían fotos, no encontré a nadie que hablara inglés –excepto Susie– y no me quedaba otra que ser una espectadora silenciosa. Sentí que había caído en un universo paralelo.
Un té con la familia minoritaria
Parada con mi mochila en la estación,miré con frustración el cartel con el horario de los colectivos: todo estaba escrito en caracteres chinos. Había viajado ocho horas por tierra a Kangding, a 210 kilómetros de Chengdú, con el plan de quedarme una noche ahí y tomar un colectivo hacia el Sur la mañana siguiente. Tenía que acercarme a Lijiang, ciudad donde me encontraría con Tippi, una amiga china que había conocido en Malasia. Me acerqué al mostrador y le pasé un papelito a través del vidrio a la mujer que vendía los pasajes; cuando leyó el nombre de la ciudad me respondió: "No bus, no bus", y me hizo señas de que dejara pasar al siguiente. Un poco abrumada, decidí resolver lo del pasaje más tarde y me fui a caminar en busca de un hostal que había visto en Internet.
Lo primero que escuché al salir de la estación fue el ruido del río Zhepuo que fluye por el medio de la ciudad y la divide en dos franjas de tierra rodeadas de montañas. Vi unos dibujos tibetanos en la ladera de las montañas más cercanas. La ciudad está a 2560 metros y perteneció a la antigua Kham, una región tibetana que quedó dividida entre la provincia de Sichuan y el Tíbet. Hoy es la capital de la Prefectura Autónoma Tibetana de Ganzi y casi el 80 por ciento de sus 100.000 habitantes son tibetanos.
La ciudad es abarcable a pie y fácil de recorrer sin mapa, pero yo me perdí. Una mujer mayor que caminaba con bastón se paró enfrente mío y me habló –tal vez en tibetano, nunca sabré– mientras me sonreía con calidez. Cuando vio mi cara de cansancio y tristeza, apoyó su mano en mi hombro y me consoló en silencio; me dijo, con señas, que comiera y me fuera a dormir, y se fue. Me acerqué a un grupo de hombres que estaba conversando en la calle y les mostré el nombre del hostal: tras consultar el GPS de su celular, uno me guió y me dejó en la puerta. Estaba a tres cuadras.
La mañana siguiente volví a la estación. Mientras hacía la fila, una china de mi edad (26 años) se acercó y me preguntó en inglés si necesitaba ayuda. Le expliqué adónde quería ir y ella —que se presentó como Eva— averiguó los horarios y me compró el pasaje. Le agradecí y salí de la estación. Caminé pocos metros y escuché que alguien me llamaba: Eva y su mamá estaban corriendo detrás de mí para invitarme a desayunar con ellas.
Nos sentamos en un local a comer sopa de fideos y pan relleno. Eva tradujo las preguntas de su mamá: ¿De dónde sos? ¿Cuántos años tenés? ¿Viajás sola? ¡Qué peligro! Caminamos un rato por la ciudad y quedamos en encontrarnos en la plaza central –una zona cuadrada de cemento en medio de la ciudad– a las 18. A eso de las 16 salí a caminar y llegué, de casualidad, a la plaza. Entre los vendedores de comida, los chicos que jugaban y las mujeres que caminaban con sus vestimentas y peinados típicos, vi que dos mujeres me hacían señas mientras gritaban Ni hao! (hola). Eran la madre de Eva y una amiga. Me senté al lado de ellas y sonreí mientras las dos me hablaban emocionadísimas en su idioma. Me hacían preguntas, se reían a carcajadas, escribían cosas en mi cuaderno y me las leían mientras yo repetía la única expresión que había logrado aprender: wo?obù míngbái (no entiendo). Al rato apareció Eva y me dijo que la amiga de su mamá quería invitarme a cenar a su casa, así que allá fuimos las cuatro.
Entramos a una casa antigua, de madera, y nos sentamos en círculo en el living, alrededor de una mesita con una hornalla. Ellas pusieron el agua para el té. Al lado mío se sentó una mujer de más de 90 años que, de tanto en tanto, me agarraba la mano y me hablaba: era la abuela de Eva. Eva, la única de las mujeres que sabía algo de inglés, me contó que todas pertenecían a la etnia YíZú, uno de los 55 grupos minoritarios de China. Los YíZú viven en áreas rurales y zonas montañosas del sur de China, Vietnam y Tailandia; hablan su propio dialecto, un idioma tibetano-birmano, y son, en su mayoría, pastores o cazadores nómades.
No podía creerlo: estaba tomando el té con un grupo de mujeres de una minoría étnica que me habían encontrado en la estación de Kangding. En China, el té se consume, como medicina y como bebida hace más de 4000 años; se utiliza para demostrar respeto a los mayores, para pedir perdón, para dar gracias, para compartir con familia y amigos, y para acompañar cada comida.
Charlamos durante horas: las mujeres me hablaban alegremente en su idioma, una encima de la otra, mientras Eva traducía lo que podía. Pedí permiso para sacar fotos y aceptaron encantadas. Apenas saqué la cámara la abuela salió corriendo; pensé que la había ofendido y que no iba a volver, pero no: fue a su cuarto a ponerse linda. Posó para mí con su vestimenta tradicional.
Cuando se hizo de noche me despedí. Madre, amiga y abuela me saludaron desde la puerta con las dos manos. Eva y yo nos fuimos a caminar y escuchamos una música instrumental que venía de la plaza central. Seguimos el sonido y nos encontramos con unas cien personas que bailaban lentamente, en perfecta coordinación, como si estuviesen ensayando una coreografía. Eva me explicó que los habitantes de Kangding se reúnen en el cuadrado central todas las noches e improvisan un baile: una persona guía espontáneamente y el resto sigue sus pasos al ritmo de la música, sin necesidad de decir ni una palabra.
Las mujeres del lago
Mientras el colectivo avanzaba hacia el sur de Sichuan, atravesando pueblitos, terrazas de arroz y paisajes imponentes, una mujer me regaló dos manzanas y me llenó las manos de maní. Desde el inicio de mi viaje por China sentí una conexión muy especial con las mujeres: fueran adultas, niñas o ancianas me sonreían con calidez, algunas me daban comida, otras me miraban con curiosidad y todas intentaban ayudarme y protegerme. Ese fue, tal vez, el premio de viajar sola: que pude lograr un vínculo inmediato con otras mujeres por el solo hecho de también serlo. Ocho horas de viaje después llegué a Luguhu, un conjunto de más de veinte aldeas alrededor de un lago y habitadas por la etnia Mosuo, una de las pocas comunidades matrilineales del mundo. Las mujeres son la cabeza de la familia y de la sociedad: el prestigio social, los bienes, las propiedades y el apellido se heredan por vía materna. El matrimonio no existe como institución, sino que se concibe como una unión libre que puede ser finalizada en cualquier momento, sin división de bienes ni juicios de por medio. Hombres y mujeres se enamoran y tienen hijos, pero jamás abandonan la casa materna para convivir juntos: los hijos son criados por las madres y el rol de padre y marido es inexistente.
Pasé tres días en Luguhu con mis nuevas amigas chinas: tres chicas que también estaban viajando y que, al verme sola, me adoptaron como compañera de viaje. Nos sacamos fotos, compartimos platos de comida, nos disfrazamos con las vestimentas de los mosuo y no hablamos ni una palabra. Mejor dicho, ellas me hablaban en mandarín, yo les respondía en español y todas quedábamos contentas. Para las situaciones de incomunicación total usábamos un diccionario mandarín-inglés que había instalado en mi celular unos días antes. Una mañana, una de las chicas y yo nos fuimos a caminar por la aldea. Llegamos a una casa donde había una mujer separando los pescados de la red para secarlos al sol y venderlos. Nos invitó a sentarnos con ella, nos ofreció galletas de cereal, y un licor elaborado por las mujeres del pueblo y nos mostró su casa por dentro. Las viviendas mosuo tienen una estructura fija: la planta baja funciona de cocina, comedor, área de visita y área de descanso de los animales. En el piso de arriba está el depósito de comida y los dormitorios: los hombres duermen en espacios comunales y las matriarcas son las únicas que pueden tener una habitación privada. Antes de irnos, la mujer me dio una bolsita con más galletas; miré a mi amiga china como preguntándole si tenía que pagarle, ella agarró mi celular y me mostró una palabra: regalo.
El día que llegamos a Lijiang, las chicas siguieron por su lado y yo me reencontré por fin con Tippi. Unos días después asistimos a un casamiento naxi (otro grupo étnico minoritario) en una aldea en las afueras. La celebración empezó 9en la casa de los padres de la novia y terminó de noche en la casa de los padres del novio. La actividad única y principal del evento era comer, y mientras todos estaban ocupados degustando platos, Tippi y yo quedamos hipnotizadas frente a otro tipo de mesa: la de los juegos. En una, las mujeres jugaban a las cartas con un mazo chino, y en otra, los hombres apostaban sus yuanes al mahjong (el dominó chino). Y si bien nadie me había explicado las reglas de antemano, después de observar varios partidos me di cuenta de que los juegos, al igual que China, eran desafíos que podía comprender sin necesidad de depender de un idioma de palabras.
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