Érase una vez un cartero que caminaba 33 kilómetros por día, siguiendo senderos perdidos de Hauterives, al pie de los Alpes, en la región francesa de la Drôme. A mitad de camino entre Provenza y Saboya, la ciudad más pujante de la región es Romans-sur-Isère, que fuera hace un siglo uno de los mayores centros de producción de zapatos de Europa. Ese empleado de correos cumplía un largo itinerario, tanto en verano como en invierno, para llevar cartas y postales hasta los caseríos y granjas más aisladas de la comarca. En aquel tiempo, pese a los limitados medios, el servicio de correos era como un sacerdocio y nada ni nadie podía quebrantar su excelencia y puntualidad. Por eso mismo el cartero llevaba un uniforme de inspiración militar, con gorra e insignias.
Admirado por Picasso
Aquel cartero se llamaba Ferdinand Cheval y vivió entre 1836 y 1924. Sus retratos en blanco y negro lo muestran a una edad avanzada, con la cara arrugada, la contextura muy delgada, la piel apergaminada y los espesos bigotes que estuvieron de moda durante el Segundo Imperio francés y hasta fines del siglo XIX. Su trabajo diario podría parecer hoy día un sacrificio enorme: pero cuando consiguió ese empleo, en 1867, nuestro cartero no lo veía de la misma manera. Hasta lo consideró un privilegio: a diferencia de los demás vecinos de Hauterives tenía un trabajo y un sueldo asegurado, por muy ajustado que fuera. Aunque Cheval había nacido en el seno de una familia pobre, dominaba rudimentos de lectura y escritura, algo llamativo en aquellos tiempos. La instrucción laica, gratuita y obligatoria fue una realidad para los franceses recién en torno a 1880.
Pero lo que el cartero Cheval apreciaba más que nada era que sus largas caminatas diarias le daban espacio para soñar, para inventarse historias en torno a las imágenes de las postales e ilustraciones que llevaba en su mochila. Así tomaba revancha, a su modo, frente a una vida que no había sido muy clemente con él. Su madre falleció cuando tenía 11 años y perdió su padre un tiempo después; su primer hijo murió siendo un bebé y su primera esposa también falleció. Su segundo hijo creció lejos de él, confiado a su padrino. Cheval era taciturno y no tenía amigos. Hasta asustaba a los niños del pueblo. Sus compañeros y confidentes eran los bosques y los soberbios paisajes que recorría a diario.
Es insólito conocer tantos detalles íntimos de la vida de un modesto empleado de correos que vivió hace más de un siglo. Pero no es casualidad: fue gracias a la obra de su vida, un palacio de ensueño construido a lo largo de tres décadas, sin más ayuda que la de una carretilla. Fue así que Ferdinand Cheval fascinó a varias generaciones: los últimos fueron el cineasta Nils Tavernier, hijo del también realizador Bertrand Tavernier, y el actor Jacques Gamblin. El primero acaba de escribir y filmar la más reciente y completa biografía jamás realizada sobre el cartero, interpretado -con un llamativo parecido- por el segundo.
Antes de ellos, el cartero soñador había fascinado al surrealista André Breton, al poeta Paul Éluard, al pintor Pablo Picasso y al cronista Alexandre Vialatte. Pero su admirador más incondicional fue probablemente el ministro de Cultura del General de Gaulle, André Malraux.
Como muchas otras personas, todos ellos quedaron subyugados por la obra que legó Cheval en lo que fuera el jardín de su casa. Lo llamaba su Palacio Ideal. Y es, más que un simple edificio, la posibilidad única de ver realizado el universo entero de un hombre: sus ideas, sus aspiraciones, sus inspiraciones, sus sueños, sus principios. Pero sobre todo fue su revancha sobre la vida, el escape donde volcaba cada noche sus ensoñaciones del día.
Una piedra en el camino
La vida en el pueblo de Hauterives torno a 1860 no era ni mejor ni peor que en otras partes de Francia. París y la corte de Napoleón II estaban tan lejos como los exóticos paisajes que llegaban en postal a la oficina de correos. Francia en aquellos tiempos forjaba su segundo imperio colonial, que sería el mayor del mundo luego del británico. Intrépidos aventureros mandaban noticias a sus familiares desde Indochina, la cuenca del Congo, los mercados de Argelia, la exótica fauna de Madagascar y las espléndidas islas del Pacífico Sur.
El mundo empezaba a interconectarse lentamente, pero en la Drôme el universo diario de cada uno no sobrepasaba aún los límites de las colinas que rodeaban cada pueblo. A los 22 años Cheval se casó con Rosalie, una joven de 17. Para pagar la olla se fue a Valence, la gran ciudad local, donde se convirtió en aprendiz de panadero. Durante varios años se le perdió el rastro, un dato que subraya Tavernier en su libro. Su esposa, que había quedado en el pueblo, tampoco sabía su paradero. Pero volvió y ambos tuvieron un primer hijo, que falleció, y un segundo que sobrevivió. Fue entonces cuando prestó juramento para ingresar en el servicio de correo.
En aquellos tiempos, los carteros eran soldados de la puntualidad y el deber cumplido. Ferdinand Cheval no hubiera fallado por nada en el mundo, ni siquiera cuando empezó a encariñarse con Philomène Richaud, una granjera que vivía en un lugar aislado por donde pasaba en su recorrido diario. Cheval ya era viudo desde hace unos años, y ahogaba su dolor en esta agotadora gira diaria que disuadiría a muchos runners modernos, aunque no tuvieran que llevar la pesada cartera que le colgaba siempre del hombro.
Nils Tavernier imaginó que el cartero se animó a contarle parcamente a su nueva novia los sueños que lo acompañaban a lo largo de sus caminatas. Ella supo entenderlo y se casaron en 1878. Ninguno de los dos lo sabía, pero estaba por empezar la verdadera vida de Ferdinand Cheval, la más genuina, aquella que pasó a la posteridad y que nos sigue deslumbrando un siglo y medio más tarde.
En 1879 nació Alice, la única hija de la pareja. Pero el verdadero nacimiento de esta historia se debe a una piedra, una modesta piedra en el camino. Hizo tropezar un buen día al cartero sobre su camino, le llamó la atención y decidió llevarla dentro de su bolso.
Precursor de Dalí y de Gaudí
Todos los que se interesaron alguna vez en la vida y la obra del cartero cuentan que al ver esta piedra dijo que "ya que la naturaleza y Dios habían querido ser artistas, él sería su ejecutor". A partir de ese día tuvo un doble propósito a lo largo de sus recorridos: entregar cartas y separar piedras. Tenía 43 años e iba a dedicar los siguientes 33 a la construcción del palacio y del universo que tenía desde hacía tanto tiempo en la cabeza.
Construir una obra de esa envergadura, sin ayuda y con los escasos medios que una magra paga de cartero rural podía permitirle, fue más que una hazaña. Es la ilustración de una de las frases que Cheval grabó en el cemento de su palacio: "À coeur vaillant, rien d’impossible" (nada es imposible para un corazón valiente). El palacio está lleno de máximas de este tipo. Cheval no solo le puso formas a sus sueños, sino que dejó grabados sus principios e ideas en los recovecos del palacio.
Hay que imaginarlo a fines del siglo XIX, bajo la tenue luz de la luna, de unas velas o de un farol, poniendo todas sus energías en ajustar piedras con un poco de cemento, atando palos de madera a modo de andamios contras las torres nacientes; con Alice jugando alrededor de él y Philomène mirándolo desde la casa con una mezcla de admiración, tristeza y preocupación. El taciturno cartero fue durante mucho tiempo objeto de risas en su pueblo. El reconocimiento le vino más tarde. Mucho más tarde.
Pero no fue cualquier reconocimiento. La espera fue larga y la consagración le debió de haber parecido bien dulce. En su libro y en la película, Tavernier muestra un Cheval preocupado por hacer trascender su obra y darla a conocer más allá de los límites del pago chico. Él mismo empezó a organizar visitas cuando el grueso de las obras estaba terminado. Hubo incluso varios intentos de imprimir postales, la consagración definitiva para quien soñó tantos años mirando aquellas que mandaban los otros. La primera nota sobre el Palacio Ideal fue publicada en 1905 en La Vie Illustrée, una precursora de publicaciones como Paris Match o Life, con gran despliegue de fotos.
Por primera vez, se pudo conocer más allá de Hauterives aquella construcción ecléctica que era a la vez un templo khmer de Angkor, una mezquita oriental, una catedral gótica o una gruta con arte tribal. En ese momento, como hoy, impactaba a primera vista. Nunca se había visto algo igual, en ninguna parte del mundo, aunque las formas o detalles recordaran estilos, géneros, culturas o épocas más o menos familiares. El antiguo aprendiz de panadero hizo de la geografía y de la historia una pasta con la cual modeló sus sueños… En otra parte del palacio se puede leer "Le songe est devenu réalité" (el sueño se hizo realidad). El cartero se adelantó a grandes maestros del siglo XX: su obra nos hace pensar ahora en Gaudi o en Dalí. ¿Con qué podían compararla los lectores de La Vie Illustrée hace 115 años?
La obra maestra del Arte Bruto
Fue el pintor Jean Dubuffet quien terminó de establecer al cartero autodidacta entre los más grandes artistas de su generación. Para explicar lo inexplicable acuñó la expresión de Art Brut, Arte Bruto, un género que abarca creaciones insólitas y siempre únicas en su género, realizadas por personas -muchas de ellos marginales o marginados- que no tenían formación artística y casi ninguna formación académica. Sus creaciones no fueron manías ni pasatiempos, sino verdaderas aventuras interiores que terminaron en maravillosas concreciones: un palacio ideal, una casa cubierta por fragmentos de vajilla (Picassiette), oníricas esculturas y fabulosos juguetes (Auguste Forrestier) o cuadernos enteros llenos de sugestivos dibujos y curiosas partituras (Adolf Wölfli), por mencionar solo algunas. El Arte Bruto se hizo muy escaso a partir de los años 50, con la transformación de las sociedades, la generalización de la televisión y la circulación masiva de las imágenes, pero se ganó un lugar en varios museos europeos, en particular el de Lausana (Suiza).
Cheval fue el Miguel Ángel o el Leonardo de todo un contingente de personas que dejaron obras asombrosas sin tener la menor formación artística y sin seguir tampoco procesos artísticos; sin embargo eran artistas natos, cuyas creaciones superan a las de muchos otros consagrados. Fue de algún modo "el Rafael de la Carretilla"…Esta herramienta es hoy día indisociable de la imagen que se fue forjando del cartero Cheval. Una de las fotos más difundidas que se conservan de él lo muestra empujándola; fue la compañera incondicional de su obra. Con ella hacía su segunda ronda diaria para traer las piedras a su obraje, cambiando su uniforme de cartero por un grueso delantal de cuero que protegía sus harapos de albañil.
La consagración final de la obra de Cheval llegó finalmente en 1969, cuando su Palacio fue inscrito entre los Monumentos Históricos de Francia gracias a uno de sus mayores admiradores, André Malraux. Fue el final de una batalla que duró años y que enfrentó al autor de "La Condición Humana" con séquitos de funcionarios hostiles al proyecto. Algunos catalogaron directamente al palacio como un espanto o una construcción aberrante u horrenda. Qué revancha para el ministro, para Cheval y para sus defensores, saber que actualmente el palacio es visitado por casi 200.000 personas cada año. A solo una hora de Lyon, pero lejos de los grandes ejes turísticos, la gran mayoría de los que van lo hacen especialmente para verlo y no como un complemento de otros paseos. Su libro de visitas es asombrosamente cosmopolita y el cartero no podría descifrar todos los idiomas de los escritos que dejan los admiradores de su obra. Van desde toda Francia, pero también desde Japón, Estados Unidos, Escandinavia, España, Australia y muchos países que no existían todavía cuando el Palacio Ideal brotaba desde el suelo del pequeño lote del matrimonio Cheval.
La película de Nils Tavernier reforzó aún más la fascinación por Cheval y su obra, y el año pasado se registraron más visitas que nunca. La pandemia lo paralizó todo, pero la obra vio pasar episodios mucho más terribles, incluyendo guerras y otras pandemias. Luego de terminarla, Cheval se dedicó a embellecer su propia casa y, tras la muerte de Philomène, realizó una tumba monumental en el cementerio local, donde descansa con toda su familia: su amada hija, su primer hijo y la mujer que supo entenderlo. Fue un hombre distinto a todos pero capaz de crear solo con sus manos el palacio de sus sueños.
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