Chau malvones, bienvenido limonero
Bicho de departamento, mi mayor contacto cotidiano con el verde era a través de los malvones que mi abuela Chicha nos traía periódicamente para adornar los sucesivos balcones de mi niñez. Balcones donde crecían plantas ornamentales; algunas con flores, otras no. Yo las regaba de vez en cuando, a eso se limitaba mi relación con ellas. Se secaban. Se las reemplazaba. Punto. Un adorno más de la casa. Como cortinas, como empapelados.
Pasados mis treinta y largos, nos mudamos con mi mujer y nuestras hijas a una casa con un pequeño patio, donde la anterior propietaria observaba una relación no muy diferente con la naturaleza: había plantas ornamentales, algunas con flores, otras no. Al poco tiempo de llegar, decidimos empezar a reemplazar algunas de ellas por frutales: primero plantamos un pequeño limonero cuatro estaciones; luego –contentos con lo bien que crecía– sumamos un arbolito de mandarinas criollas y otro de quinotos. Mi mujer, cocinera con una infancia rica en recuerdos de abuelas con quintas, huertas y gallineros, alentaba con la idea de contar con materia prima para dulces, mermeladas y otras delicias caseras al alcance de la mano.
De a poco, alimentar el potencial de nuestro patio se volvió parte incluso de nuestros viajes familiares. De unas vacaciones de invierno en Mendoza volvimos con un par de sarmientos de Cabernet Sauvignon: uno de ellos hoy es un parral que da sombra en verano y el otro funciona como extensión en altura de una de las medianeras. De unas vacaciones de verano en Uruguay trajimos semillas de tomates raros (negros, amarillos), fruto de una visita a una huerta orgánica en José Ignacio, y de nuestro último paso por Bariloche llegaron dos plantines de frambuesas que florecieron este noviembre.
Pero antes de eso llegó la cuarentena. Para entonces el jardín nos proveía ya de una pequeña variedad de frutas y aromáticas –limones, mandarinas, quinotos, uvas, frutillas, tomates, albahaca, menta, romero–, que no solo no había que salir a comprar: ¡no había que someter al insoportable proceso de sanitización! Con todo el tiempo del mundo encerrados en casa –home office mediante–, invertimos parte de ese tiempo en ampliar la huerta. Convertimos pallets y unos descartes de madera en maceteros e hicimos del techo del lavadero una terraza verde donde hoy crecen zapallos, rúcula, lechugas, sandías, pepinos y morrones.
No hay dudas de que mi relación con las plantas cambió. La rutina del cuidado de la huerta es parte de mi día y una tarea tan desestresante como el running. Me devuelve, además, la alegría de ver a mis hijas snackeando quinotos o frambuesas directo "de fábrica", viviendo una relación más natural con la comida. El otro día una de ellas tiró sobre la mesa familiar la pregunta: "¿No podemos armar un gallinero en el fondo?". "De ninguna manera", sentenciamos los adultos de la casa, aunque coincidimos en una mirada cómplice.
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