Chacarita a ciegas: descubrir el barrio a través de los sentidos
En una ciudad, la vista y el oído son órganos de tacto mucho más que la mano. El oído calcula la distancia del peligro que acecha. La ciudad se devora las voces individuales y nos vomita un ruido estentóreo que es el cadáver del sonido. La vista es espuela, rienda y freno. Anticipa impactos, repele objetos, busca atajos", dice el comienzo de un texto de Ezequiel Martínez Estrada que alcanzo a escuchar cuando, a pocas cuadras de su punto de inicio, estoy completamente sumergida en esta experiencia artística de la que vine a formar parte. Confieso que me da cierta vergüenza escaparme, pero no puedo negar que lo he considerado. ¿Dónde estoy exactamente y qué es esto de lo que estoy participando? ¿Es un recorrido turístico para quienes no nos consideramos turistas en esta ciudad? ¿Es una performance? ¿Una intervención que nos tomó, casi por sorpresa, de rehenes voluntarios? Puede que haya algo de todo eso, o quizá otra cosa que surge en los márgenes de estas definiciones sin ser ninguna de ellas por completo. Lo que es más fácil de constatar que su género es la atracción que despierta la propuesta: "Conocer Chacarita con los sentidos que por lo general no usamos para transitar un barrio", dice la invitación de la galería (experiencia) Hiedra para esta fecha especial de Relato situado, performance que la Compañía de funciones patrióticas, en sus diez años de trayectoria como grupo, ya ha echado a andar en otros puntos de Buenos Aires. Todavía no sé muy bien qué es lo que haremos, pero accedo y me dejo llevar por la curiosidad.
El punto de encuentro es la propia galería, situada en la horqueta que conforman las avenidas Álvarez Thomas y Forest, en la zona más pujante y cultural de Chacarita, a juzgar por la cantidad de espacios que se sitúan a pocas cuadras de Hiedra: el Galpón de Guevara, Santos 4040, la galería Ruby y, un poco más allá, Roseti, entre tantos otros. Lo primero que haremos cuando hayamos llegado todos los que formaremos parte de la recorrida será dividirnos en grupos. Somos unas veinte, veinticinco personas, y nuestros guías nos eligen como los capitanes de un equipo de fútbol cinco seleccionan a los jugadores de su equipo. Uno dice: "Vení vos". Y el otro llama: "Vos, el de buzo azul". La tercera finalmente me señala y me invita: "Vos".
Al principio me parece que la selección es azarosa, finalmente deduzco el algoritmo que nos agrupará: nuestra estatura. Con mi metro sesenta, formaré parte del equipo de los pequeños, me queda claro. Dentro de pocos minutos entenderé el sentido que tenía esta división. María Paula, la guía que me ha tocado en suerte (incluso un poco más pequeña que yo) entregará a cada uno de sus guiados un pañuelo con el que, por las próximas dos horas, habrá de taparse los ojos. El recorrido por Chacarita será, vaya sorpresa, a ciegas. Es importante que armemos una fila y apoyemos la mano en el hombro de nuestro compañero de adelante para no errar el camino. María Paula, la única del subgrupo de los petisos que no se tapará los ojos durante el trayecto, buscará las baldosas menos irregulares para forjarnos un camino seguro y nos avisará a cada uno de sus guiados con un timing admirable de subidas y bajadas a las que habremos de prestar atención. En una ciudad, la vista y el oído son órganos de tacto mucho más que la mano, decía Martínez Estrada. Esta vez serán la mano, la escucha y la confianza en el otro las que nos guiarán por Buenos Aires.
Caminamos unas pocas cuadras –las distancias se vuelven más difíciles de calcular con la vista apagada, pero estimo que no son demasiadas porque ese instante de atención extra que hay que poner para bajar de la vereda a la calle y volver a subir a la vereda unos metros más tarde no se repite sino unas cuatro, cinco veces– y llegamos a la primera parada. Nuestro esfuerzo es recompensado: María Paula nos invita a quitarnos, por un ratito, los antifaces. Sin que nos diéramos cuenta, la guía nos hizo entrar a un santuario del Gauchito Gil por el que había pasado muchas veces pero al que nunca se me había ocurrido explorar por dentro. Sorprendentemente, nuestro grupo entra completo en la casita roja que alguien le erigió al santo popular. Todos juntos prendemos una vela para pedirle al gaucho un buen viaje por el barrio. Todavía no lo sabemos, pero él va a concedérnoslo.
No me causa mucha gracia volver a calzarme el antifaz, ponerme en fila para partir y levantar mi brazo para tomar el hombro de mi compañera de adelante, pero ya entendí que es parte necesaria del juego. El instinto de entender dónde estoy (calcular por los ruidos a cuántas cuadras de una avenida me encuentro, adivinar si es Forest o es Álvarez Thomas, rastrear hacia qué lugar de la ciudad me dirijo) con el tiempo se disipa para dejar lugar a la absoluta entrega. Supongo que tiene que ver con que empiezo a tenerle confianza a María Paula y, en cierta medida, también al grupo.
Me descubro pisando tierra y pasto, supongo que estamos atravesando una plaza. Cuando finalmente nos detenemos y podemos volver a sacarnos los antifaces, entiendo que lo que pasamos era el Parque Los Andes. María Paula lee: "¡Esta es la entrada al paraíso! Una manzana entera. 12 edificios. Parques y jardines internos. Techos de tejas coloniales, a dos aguas. Escaleras de mármol. Puertas de roble. Pisos de pinotea. Baldosas y herrajes franceses. Biblioteca propia. Un teatro con 150 butacas. Se inauguró en 1928. Es obra del arquitecto Fermín Hilario Bereterbide, un militante socialista preocupado por mejorar la calidad de vida de los más necesitados. Este barrio-parque originalmente estuvo destinado a paliar el hacinamiento de los conventillos porteños. Llevaba por nombre Gamma porque iba a ser el tercero de otros dos proyectos pensados con la misma finalidad para Flores y Palermo. Pero Alfa y Beta nunca se hicieron". Estamos en la entrada del barrio Los Andes. Me gustaría entrar a conocerlo. A María Paula y su compañía también les hubiera gustado que pudiéramos. Pero días antes de emprender esta experiencia artística hubo un robo en una de las casas y el argumento de la excursión a oscuras por el barrio no terminó de convencer a los administradores de darnos permiso para que pasemos. A lo largo de la noche vamos a seguir caminando, no sin esfuerzo, unas cuantas decenas de cuadras a oscuras. Nos quitaremos los antifaces cuando lleguemos a algunos de los murales inspirados en las películas más representativas de cine nacional que hay para descubrir por la zona, o para conocer la historia del club Atlanta, o para espiar por una ventana el interior de una casa en la que habrá canciones de regalo para nosotros, o escuchar la historia de las baldosas en homenaje a los vecinos desaparecidos de Chacarita, un tema al que siempre vuelve la Compañía en sus relatos situados. Cada texto que acompañará cada parada aportará datos pero, sobre todo, un contexto, una emoción, una mirada.
El regreso al punto de encuentro y despedida también será a oscuras, pero con una suerte sexto sentido desarrollado por las dos horas de entrenamiento en la escucha con los oídos más afilados que nunca y en la gestión de cada paso con una atención especial a las superficies que pisamos: una exaltación de los sentidos. Cuando partamos a casa, ya recuperada nuestra vista – "espuela, rienda y freno" para andar por la ciudad– no solo habremos conocido rincones secretos de Chacarita. También algunos propios.
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