César Aira, Roald Dahl y las formas de huir de este mundo
En su ensayo "Evasión", César Aira glorifica la literatura capaz de transportarnos a otra realidad. El punto de partida del análisis es The Black Arrow, novela de 1888 de Robert Louis Stevenson, y a modo de ejemplo refiere la escena de la boda entre Joanna Sedley y lord Shoreby, cuando los hombres de la Flecha Negra irrumpen en la iglesia desde lo alto. "La música cesó –escribe Stevenson– y aunque allá arriba las campanas siguieron haciendo vibrar el aire unos segundos más, un viento de desastre pareció abrirse camino al fin, incluso hasta la cámara donde los campaneros estaban colgados de las cuerdas, y ellos también desistieron de su alegre trabajo. En el centro de la nave el novio yacía muerto, atravesado por dos flechas negras".
Es una escena crucial, pero la maestría de su confección pasa de largo si uno no examina el trabajo de artesano que hay detrás. En palabras de Aira, "el modo en que la escritura se hace tridimensional". Todas las tareas que se disgregan en el colectivo de una producción cinematográfica (sonidista, iluminador, vestuarista, director, montajista), alguna vez fueron condensadas en el teatro de operaciones de la mente del escritor. Pero hoy, se lamenta Aira, los novelistas "encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo". Retrocedió la aventura, y "se perdió el volumen de la representación: sólo queda el hilo del discurso, que no puede medirse sino con tiempo".
Aira no identifica a los sujetos de su fastidio. Libra una batalla abierta contra la novela autorreferencial, pero no importa tanto esa guerra abstracta como la fascinación contagiosa que impregna el ensayo, que nos sirve para abrazar una vez más la literatura como experiencia sensorial, y también para valorar el trabajo del escritor en términos casi ingenieriles. Aira cita a Capote: "La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra...".
Leyendo "Evasión" recordé una charla que tuve en 2009 con Annie Proulx, la autora de "Brokeback Mountain", en la terraza de un café de Buenos Aires. Proulx, que publicó su primer libro a los 58, escribió como pocos sobre los paisajes del Medio Oeste norteamericano en sus extraordinarios relatos de Wyoming, estado en el que vivió muchos años. Amante de la pintura, se sentaba frente a un desfiladero o una estación de servicio y hacía bocetos en acuarela; ahí brotaba la materialidad espacial de su escritura, llena de imágenes potentes.
Esa cualidad se palpa en los buenos cuentos infantiles, y en los sueños y las pesadillas que inspiran. Este año leímos con mis hijas varios libros de Roald Dahl: Danny, el campeón del mundo, James y el durazno gigante, Las brujas... Era cantado que Netflix lanzaría una producción sobre el universo Dahl, no solo por las adaptaciones exitosas de varios de sus libros (de Matilda a Charlie y la fábrica de chocolate), sino por la carga visual que contiene. El viejo Dahl dominaba el arte de la representación y sabía cómo transportar sensorialmente al lector. "Ante mí –dice el narrador de Las brujas, un niño convertido en ratón– había una fila tras otra de cráneos femeninos calvos, un mar de cabezas desnudas, todas enrojecidas e irritadas por el roce del forro de las pelucas". Esos cráneos se pueden tocar y oler, como se pueden navegar los ríos de chocolate que discurren por la fábrica de Wonka o como se desliza por la lengua la pulpa de un durazno gigante que sobrevuela los campos de Inglaterra.
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