Cervantes: el recluso
Don Miguel de Cervantes Saavedra, el inmortal, el autor del Quijote, el padre de la novela moderna, fue también, según documentos de su época, un hombre habituado a vivir en los márgenes
El inventor de la novela moderna estuvo preso varias veces y hasta la gloria que tuvo en la batalla de Lepanto, aquella en la que perdió la mano izquierda, fue gracias a que escapó de España tras haber herido a un hombre. Si no se hubiera ido, lo habrían castigado cortándole la mano derecha, la que escribiría el Quijote.
Cervantes no era un pendenciero ni un pícaro de esos que abundaban en la España que fue imperio, la del siglo XVI. Le gustaba el sabor de lo marginal, le gustaban las cartas y anduvo en negocios misteriosos, pero no era un violento. Aquel desliz de herir a alguien -hecho común en esa época- lo puso rumbo a Italia y a su destino de soldado corajudo, vencedor ufano de los invencibles turcos. Después, luego de pasar por las cárceles, fue el autodidacto escritor del Quijote y luego murió pobre y exitoso y, debido a una enfermedad hepática, con muchísima y constante sed.
Salvo en sus últimos diez años -murió en 1616-, su vida fue dura y azarosa. Quizás heredó de su padre la pulsión a recorrer el país en procura de maravedíes. El pequeño Cervantes y sus hermanos habrían de seguirlo por Sevilla, Valladolid, Córdoba y Madrid en su búsqueda de clientes para su poca prestigiosa especialidad, cirujano romancista, que significaba enmendar huesos, hacer cataplasmas y efectuar curas básicas.
No se sabe casi nada de la vida de Cervantes hasta los 20 años, ni siquiera su fecha de nacimiento; sólo se halló el acta del bautismo, realizado el 9 de octubre de 1547 en Alcalá de Henares. Se supone que estudió en Madrid con el humanista López de Hoyos, que incluyó cuatro poemas suyos en un homenaje que hizo imprimir por la muerte de la reina Isabel de Valois. Ese año es cuando Cervantes huye hacia la Italia humanista, donde trabaja como camarero -sirviente- de monseñor Acquaviva. Luego elige una de las pocas salidas posibles para eludir la miseria: las armas.
La batalla de Lepanto es más conocida hoy por haber dejado manco a Cervantes, pero entonces fue gran gloria. Décadas después, Cervantes seguiría enorgulleciéndose de haber perdido la mano en esa lucha. "Herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa -escribió Cervantes, en tercera persona, en el prólogo de sus Novelas ejemplares-, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros."El triunfo en Lepanto fue cantado por los poetas de Occidente, festejado por el poder y comentado con algarabía en las tabernas y en los mentideros, en los que la gente se reunía para intercambiar chismes y novedades. Los turcos habían perdido en el mar, donde eran patrones. La batalla comenzó un mediodía de octubre de 1571, cerca de las costas turcas, y terminó cuatro horas más tarde. La flota cristiana, compuesta por unos 300 barcos y 80 mil hombres, contribuyó a iniciar la decadencia del imperio otomano. El soldado Cervantes, de larga barba rubia, peleó casi las cuatro horas, a pesar de que sus compañeros y el capitán de su nave, la Marquesa, se lo habían prohibido, pues ardía de fiebre. Incluso, Cervantes eligió el esquife, el sitio más expuesto. La Marquesa terminó con 40 muertos y 120 heridos. Cervantes le sumó a la fiebre tres tiros de arcabuz, dos en el pecho y uno en la mano izquierda, y se perdió el jubiloso pillaje de las naves enemigas, que duró hasta la medianoche.
Hay varios testimonios del coraje de Cervantes; su coraje no es una exageración de la historia. Ya tenía qué contar a los nietos, aunque finalmente no los tuvo, o no se sabe si los tuvo, pues se desconoce si su hija fue su hija o fue hija de su hermana. Pero falta bastante para las hipotéticas dulzuras del matrimonio; Cervantes, ya como soldado aventajado, de elite, se cura, participa en expediciones menores y vuelve a España. Cerca de Barcelona, el barco donde va Cervantes es capturado por corsarios de Argel, dominio turco. Cervantes llevaba dos cartas de recomendación, una de Juan de Austria y otra del duque de Sessa, con las que pretendía ser nombrado capitán en España. Pero antes debía vérselas con el tan sanguinario como tierno turco Hasán Bajá.
Empalaba y cortaba orejas y descoyunturaba prisioneros casi con regocijo, el tal Bajá. Cervantes mismo narró barbaridades acerca del jefe de Argel. El héroe de Lepanto pasó cinco años y medio en las cárceles argelinas, los baños, y lideró cuatro intentos grupales de escape, que siempre fueron abortados por delaciones. Su hermano Rodrigo, compañero en Lepanto, estaba con él, y fue liberado rápido pues pagaron su rescate. Pero el precio de Cervantes era más alto, 500 escudos de oro, y a su familia le costaba reunirlos. Cada vez que fueron atrapados luego de un intento de fuga, Cervantes se declaro único responsable. Curiosamente, nunca lo trataron mal; ni siquiera le alzaron la voz, según escribió el autor del Quijote; luego de la última fuga lo condenaron a recibir dos mil palos, lo cual significaba una virtual pena de muerte. Nunca los recibió.
Hasán Bajá era "uno de los más regalados garzones", según Ruy Pérez, un personaje del Quijote. Traducido: el turco ese era un lujurioso degustador de hombres. El supuesto ex dominico Juan Blanco de Paz, por cuya delación se había tronchado la cuarta huida, acusó a Cervantes de haber hecho "cosas viciosas y sucias" y de haber tenido "trato y familiaridad" con los turcos. Los biógrafos no descartan que tan buen trato recibido por Cervantes pueda haberse relacionado con cierta reconocida y lúbrica preferencia de Bajá por los hombres. Otra explicación está en las cartas que llevaba el escritor, pues podían hacer creer que se trataba de un personaje importante que valdría un caro rescate.
El folletín que fue la vida de Cervantes dice que un día de 1580 él estaba atado en la galera que partiría en un rato hacia Constantinopla, de donde no había retorno. A esas horas, en el puerto amarraba un navío en el que viajaba el trinitario fray Juan Gil con el dinero para varios rescates, entre ellos el de Cervantes. Los religiosos pagaron, y a casa.
Cervantes, por fin, podía ser capitán. Pero no le otorgaron el cargo y sí lo enviaron a una misión desagradable, se supone que como espía. También solicita, empecinado, un puesto en las Indias, y no se lo dan. Hay quienes afirman que la negativa se relacionó con la supuesta impureza de sangre de Cervantes; la Inquisición era un hecho desde 1547, cuando se publicó el primer índex prohibiendo libros, y sólo admitía que fueran a las Indias los cristianos viejos y no los de sangre manchada con moro o con judío, es decir, la mitad de España.
Por aquella época ingrata, Cervantes escribía La Galatea, una novela pastoril que apareció en 1584 sin mucho eco y por la que le pagaron 120 ducados en dos cuotas. Cervantes, ya que no sería militar, sería escritor. Mientras, el Madrid que por entonces habitaba se iba imponiendo a ciudades como Sevilla y Valencia. Y se multiplicaban los corrales, los teatros, en los que brillaría Lope de Vega, que habría de mofarse de Cervantes poniéndolo en el agrio pedestal del "poeta más malo" y difundiendo su desprecio por el Quijote.
En aquel Madrid tumultuoso, lleno de pícaros, curas e hidalgos, se representaron entre veinte y treinta obras de Cervantes, según él informa en un prólogo. "Todas ellas se recitaron -agrega- sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza." Sólo se conocen, por copias manuscritas defectuosas, dos obras de toda esa producción, que Cervantes consideró innovadora.
Hace rato que Cervantes pasó los 30 y su vida sentimental ha sido nula. Pero conoce a Ana de Villafranca y tienen una hija, aunque se piensa que en realidad era hija de una hermana de Cervantes, Magdalena, que, como todas las mujeres de su familia, era un tiro al aire. Apenas nacida su presunta hija, Cervantes se casa, pero no con Villafranca sino con Catalina de Palacios; el tiene 37 años y ella 19. El repentino amor puede haber surgido por los olivares, las viñas y las tres casas que poseía la familia de la muchacha; desgraciadamente, las deudas de los Villafranca superaban el valor de ese patrimonio hipotecado.
Parece que Cervantes no se casó por necesidad de compañía, pues aquellos años que fueron desde La Galatea hasta el Quijote, aparecido en 1605, se desarrollaron entre viajes constantes. El movedizo recién casado no era capitán, no estaba en las Indias y, a cambio, le daban ahora la misión de recolectar trigo y aceite para la Armada Invencible, la flota de 130 navíos y nombre arrogante que tiempo después marchó a pelear contra los ingleses y volvió derrotada, con 60 barcos llenos de hambrientos y de enfermos.
La misión que tenía para equipar tanto futuro fracaso flotante era la de conseguir trigo y aceite bajo promesa de indemnización. Cuando el propietario de tales alimentos se negaba, lo que ocurría con indeseable frecuencia, Cervantes debía proveerse sin más. Esta labor infeliz y con muy bajo sueldo lo llevó a peleas, negociaciones, pujas; Cervantes aún tenía una ideología imperialista -luego su pensamiento acompañó la decadencia del imperio y se tornó desencantado e irónico-, y estaba dispuesto a cumplir con su rey. Además, por una disputa con gente de linaje fue excomulgado por la Iglesia, un castigo habitual en esa época.
Como si las contrariedades no hubiesen sido suficientes, lo premiaron con la hermosa misión de cobrar impuestos oficiales impagos. Tras una compleja historia, que incluyó la bancarrota del financista que guardaba el dinero recaudado, Cervantes fue recluido por varios meses en la cárcel de Sevilla, en la que bullían dos mil presos; era la más poblada del país. Es probable que allí comenzara la escritura del Quijote. Durante aquellos años, este Cervantes huidizo, cuya historia se ha reconstruido con textos de contratos, cartas de pago, fianzas y peticiones, pero con mínimos testimonios directos, andaba en negocios bizarros. En 1598, según se descubrió, compró once bastones para golpear sábanas y quitarles el polvo, y también comerció galletitas. Hay certeza de que en 1604 se instala con su familia en Valladolid, en donde Luis de Góngora y Francisco de Quevedo polemizan con odio (Quevedo, incluso, compra la casa que habita Góngora para luego echarlo). Cervantes vive con su esposa, con su hermana Andrea y la hija bastarda de ella, con su hermana Magdalena y con su presunta hija, Isabel.
La vergüenza pública que era esa casa se hizo evidente durante un juicio iniciado por un hecho confuso: en la calle alguien hirió a una persona y los Cervantes la hicieron pasar para que se recuperara. Cervantes, por un manejo turbio del juez, fue implicado junto a otras diez personas y llevado a prisión, a la misma en la que habían estado su padre y su abuelo. Los vecinos aprovecharon las audiencias para contar la infecta moral que había en ese hogar; todas las mujeres, salvo su esposa, habían tenido amores sin estar casadas.
A todo esto, el Quijote había sido publicado. Fue un éxito, pero no significaba holgura económica; Cervantes recibió no más de 1500 reales por su obra, que se vendía a 290,5 maravedíes. Enseguida aparecen ediciones en Valencia y Portugal, se lo exporta al Perú y también hay mascaradas carnavaleras con los personajes del libro. En 1607 se publica en Bruselas, y en 1612 aparece la versión inglesa; un año después, en el carnaval de la alemana Heildeberg se realizan mascaradas de Don Quijote.
Aunque ya es viejo, son tiempos más dulces para Cervantes, que ahora, seguro de sí, dedica mucho tiempo a la escritura y también frecuenta el mundo literario de Madrid; uno de sus lugares preferidos es la librería de los Robles, no sólo por el clima cultural, sino también porque allí funciona un garito. Y se afilia a una congregación religiosa. Y sigue polemizando con Lope de Vega, que era su opuesto, un ganador: rey máximo del teatro, famoso, erudito y de vida sentimental copiosa. Sus dos hermanas, que ya no están para revolcones, visten los hábitos.
Entre 1612 y 1616, cuando muere, publica en tropel varias obras: las Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso, las Comedias y entremeses y la segunda parte del Quijote. Incluso se publica de manera póstuma un libro que había terminado con las últimas fuerzas, Persiles y Segismunda. Se lo reconocía como autor de una obra popular ingeniosa y muy divertida, aunque no culta. Pero él, con mucha intuición, había trabajado y reformulado todos los modos narrativos de la época y había iniciado la novela moderna. Calladamente, Lope de Vega admiraba algunas de sus obras, y Francisco de Quevedo, ya no calladamente, también. Cervantes fue a la tumba con el sayal franciscano de la Venerable Orden Tercera, en la que profesaba desde hacía un mes. En el prólogo de Persiles y Segismunda, vencido por la hidropesía, había tenido la delicadeza de saludar: "Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida".