Cercanos, pero distantes
La vida de barrio es un nutriente extraño. las huellas de sus imágenes y los retratos de sus personajes que cada tanto evocamos son parte de nosotros mismos
Al silencio matutino de los domingos en mi barrio, lo contrasta una voz ronca y gastada que se acompaña con el ruido metálico de un ex carro de supermercado. Allí, al son de ¡Nación, Clarín, diarios! arrastra su pilón impreso nuestro canillita. Un par de veces conversamos. Parece aliviarse cada vez que se anima a decirme que es la psicología –a la cual yo represento– la causante de todos los males de la humanidad. Cita a Dostoievsky, a Van Gogh y a Mozart como exponentes de desórdenes emocionales, pero que aun así y sin haber sido tratados fueron grandes maestros. Hasta ahí nuestro intercambio. Ajeno y cercano, el buen señor hace a la fisonomía barrial. Inconfundible su modo de presentarse, de venir a la casa de todos sin entrar en ninguna.
Por las mañanas temprano, desde la ventana de mi consultorio –de cara a la vereda– se anuncia con pasos de ritmo rengo la llegada de los kiosqueros de la esquina, dispuestos a abrir antes del horario escolar. El local del flaco, ya en decadencia, no está hoy abastecido con útiles para escolares que corren contra el reloj, pero el horario sobrevivió inamovible a su anémico stock.
Presencias casi anónimas que perfilan nuestro entorno. Personajes de nuestro escenario cotidiano que nos desafían con las preguntas: ¿Qué clase de vecindad propiciamos? ¿Cómo habitamos la experiencia de la vida barrial? Todos tenemos en el muestrario de vecinos algún exponente de cordialidad, otro al que escuchamos gritar furioso, alguna loca que inspira temor, un par de agradables, algún obsesivo que saca lustre a sus mañas. Cada lector completará su inventario. En ningún caso falta aquel vecino, que aun sin saber nosotros nada de él, conoce con lujo de detalles todo nuestro prontuario.
Recuerdo haber escuchado a Hugo Midón contar en una charla que la bolsita de basura de su familia, aquella que cada noche esperaba en la vereda al recolector de residuos, era la más pequeñita de la cuadra. Y no hacía falta más evidencia que ésa para saber que eran aun más pobres que sus vecinos. Un relato poético de un recuerdo penoso.
Ciertamente, como lo afirma mi amigo Santiago Kovadloff, la memoria es barrial. Allí anidan y se alojan vivencias muy antiguas fotos que sobreviven ajadas y anécdotas que, más allá de las distorsiones del tiempo, provocan el deseo de recordar. Fuente de inspiración de cuentos a la hora de dormir niños –hijos o nietos– la vida de barrio es un nutriente extraño. Las huellas de sus imágenes y los retratos de sus personajes que cada tanto evocamos son parte de nosotros mismos.
Curiosamente y pese a la frescura vital del escenario barrial y su fuerte protagonismo en el patrimonio histórico de cada uno, no solemos ser muy próximos en la projimidad con nuestros vecinos, circulen estos por la vereda o en los viajes en ascensor.
A veces ni siquiera somos buenos vecinos de nosotros mismos. Mi consultorio, por ejemplo, emplazado en la planta baja de mi casa fue siempre poco tolerante en la convivencia con los de arriba, mis hijos, mi marido y yo misma. Consignas y pautas muy estrictas de trabajo, marcaron mucha distancia y respeto entre mi lugar de trabajo y mi propio hábitat.
Nuestros vecinos no habitan la virtualidad con la que tantos resquemores tenemos. A ellos los vemos, los cruzamos, los saludamos, los padecemos en sus gestos indiferentes, molestos y hasta desconsiderados. A menos que algún sobresalto excepcional, robo, inundación o corte de luz nos reúna, la condición de vecino no suele ser una instancia convocante. El ámbito barrial, que ofrecía una pertenencia confiable, al modo de un colectivo fraterno, hoy ya no parece cumplir esa función.
Quizás, la inminencia de una mudanza o algún cambio de perspectiva puedan activar la fuerza del arraigo al barrio que nos aloja con un poco más de afecto y menor distancia.