Cerca pero lejos
Más allá de la falta de cortesía que supone el demostrar el escaso interés por la presencia real del otro, nos hemos ido transformando en avaros de la atención que le prestamos
Nos hemos habituado a estar junto a personas que, con disimulo o sin él, escapan de la conversación que mantienen con nosotros sin necesidad de alejarse, les basta con fijar su atención en algún dispositivo móvil. Con exaltada avidez buscan los últimos mensajes o repasan noticias a cada instante como si de ellas dependiera su vida. Más allá de la falta de cortesía que supone el demostrar de modo rotundo el escaso interés por la presencia real del otro, nos hemos ido transformando en avaros de la atención que le prestamos, ya que, como lo señala Simone Weil, "la atención es la más escasa y pura forma de generosidad." Esa dispersión de la atención, que nos lleva a ignorar al otro, es un rasgo que caracteriza a nuestra sociedad. Hablando hace poco a los graduados del Middlebury College en Vermont, el escritor estadounidense Jonathan Safran Foer comentó que la tecnología actual exalta la conectividad pero, paradojalmente, estimula el aislamiento, ya que tendemos a olvidar al prójimo próximo.
El ejemplo al que recurre Foer es convincente: al no poder vernos unos a otros cara a cara, el teléfono permitió mantenernos en contacto aun estando a distancia. Los contestadores hicieron posible esa interacción prescindiendo de la presencia de la persona junto al teléfono. La comunicación móvil y en línea sucedió a la telefónica. Los mensajes de texto facilitaron luego un contacto más rápido con la ventaja de la movilidad. Aunque el objetivo de estos inventos no fue el de mejorar la comunicación cara a cara, terminaron por convertirse en sustitutos del contacto personal, prótesis más pobres pero aceptables.
Como demandan un menor esfuerzo, pasamos a preferir esos sustitutos tecnológicos empobrecidos. Efectivamente, es más fácil hacer un llamado telefónico que ver a alguien en persona. Dejar un mensaje en el contestador es más sencillo que mantener una conversación telefónica, ya que se puede decir lo que se quiere sin exponerse a la réplica. Por eso, comenzamos a dejar mensajes cuando sabemos que no habrá nadie para responder nuestro llamado. Los mensajes de correo electrónico son todavía más convenientes porque ocultamos las inflexiones de la voz que trasuntan emoción y, además, evitamos encontrarnos accidentalmente con el destinatario. El breve mensaje de texto es aún más fácil porque ni siquiera requiere prolijidad en la redacción. Cada una de estas tecnologías ha hecho posible eludir el trabajo emocional que supone la presencia: es mucho más fácil transmitir información que cultivar humanidad.
De este análisis esbozado en grandes trazos, Foer concluye que al aceptar e incluso preferir estos sustitutos disminuidos, también nosotros nos vamos convirtiendo en pobres sustitutos de las personas que somos. Máquinas entre máquinas, al acostumbrarnos a decir poco, nos habituamos a sentir poco. Es que si bien crece la comunicación, en realidad lo hace con contactos o seguidores, entidades virtuales a las que, por resignada y nostálgica extensión, llamamos amigos. Resulta curioso que una cultura que ha desarrollado la comunicación hasta extremos impensables, se resigne a dejar en el camino muchos de los rasgos esenciales de nuestra humanidad que son los que contribuyeron a crear esa cultura.
El mundo está hoy al alcance de la mano, pero se aleja de nuestros corazones. De estos cambios culturales profundos no es factible ni deseable regresar ya que han expandido nuestro horizonte de posibilidades. Pero dado que esta tendencia a la proximidad distante aumentará en el futuro, no sólo hay que celebrar lo que indudablemente hemos ganado, sino también reflexionar sobre lo que hemos ido perdiendo al acceder a vidas más veloces, más ubicuas que parecen ser, sin embargo, más dispersas y superficiales. El desafío que enfrentamos es el de encontrar un balance, un punto de equilibrio en el que asentarnos para elegir lo que mejor nos permita meditar sobre el sentido de esas, nuestras vidas.