Cazados y sacrificados: cómo fue el trágico descubrimiento del Río de la Plata
El 25 de septiembre de 1513, el capitán Vasco Núñez de Balboa avistó las aguas de una gran extensión de agua que primero se llamó Mar del Sur y luego, ya advertidos de que se trataba de un océano, recibió el nombre de Pacífico. La novedad era de gran interés porque, en aquel tiempo en que el poderío comercial se ejercía con la flota, se planteaba un nuevo gran misterio: si había alguna forma de unir el Atlántico con el nuevo mar.
Los reinos de Portugal y España se lanzaron a buscar el supuesto corredor al Pacífico. En el caso de los españoles, la tarea fue encomendada a Juan Díaz de Solís. Tenía instrucciones específicas debido a que varios navegantes que lo antecedieron -Cristóbal de Haro, Nuño Manuel y también Américo Vespucio (por quien América se llama como se llama)- habían divisado un inmenso río que se internaba en el continente, que en los mapas fue señalado con el nombre Jordán.
Solís debía remontar el Jordán con el fin de establecer si lograba navegar hasta el mar descubierto por Balboa. La expedición llegó a la desembocadura del Plata (o del Jordán) en septiembre de 1516 y el capitán desembarcó con un grupo de marineros en la costa uruguaya, entre Nueva Palmira y Carmelo (Departamento de Colonia), sin advertir que era observado por un importante número de nativos.
Unos cuantos flechazos a distancia impactaron en las presas y ese mismo día, a la vista de los que estaban en los barcos -entre ellos el hermano de don Juan Díaz-, los cocinaron y se los comieron. Durante años, los textos de historia acusaron a los charrúas del homicidio. Pero no tiene sentido: los aborígenes establecidos en la banda oriental del río no eran antropófagos.
Muerte y casamiento
¿Quiénes fueron, entonces, los que le provocaron ese final tan infeliz al explorador? Sin duda, fueron los guaraníes. Pero allí cabe preguntarse cómo es posible que veinte años después los hombres de la expedición de Pedro de Mendoza se asentaran en Asunción y convivieran con ese grupo nativo. La respuesta es que se trataba de la misma familia, pero los que atacaron a Solís fueron los tupinambás, los más feroces de Sudamérica, asentados principalmente en el sur de Brasil. De hecho, los guaraníes de Asunción son una rama que se desprendió de este grupo y dejó de ser nómade.
Debe tenerse en cuenta que era un pueblo guerrero y solía enfrentarse con grupos vecinos de su misma etnia. El carácter belicoso se moldeaba desde la niñez.
En 1788, un periódico español publicó un texto escrito en Buenos Aires que trataba sobre la valoración del casamiento para la población tupinambá. Es probable que hoy, a siglos de distancia, algunos fragmentos del texto nos parezcan absurdos. Pero siempre debemos tener en cuenta que cuando se trata de temas del pasado, para poder comprenderlos en su dimensión, debemos analizarlos con la mirada de aquel tiempo, no del nuestro.
Según el texto, “los varones no pueden casarse, sin que antes hayan muerto en campal batalla a algún enemigo de su actual nación. Las hembras únicamente aguardan los primeros signos núbiles de su pubertad. Las mujeres hasta este tiempo y los hombres hasta aquel triunfo, no pueden hacer uso de las bebidas de licores fuertes”. Por otra parte, el hombre “que ha logrado la victoria de un enemigo nacional, puede tomar las mujeres que pueda mantener, según sus posibilidades. Y con la misma facilidad que las toma, las repudia cuando se cansa de ellas”. En cuanto al adulterio, “es un delito abominable entre estos salvajes, y le castigan sin excepción [al adúltero], con pena de muerte”.
Continúa el texto diciendo que “un marido no debe ni puede conocer más mujeres que las que toma con este título, y ellas deben guardarles fidelidad íntegra y perpetua una vez que se le declararon por esposas. Con todo eso, las doncellas o mujeres jóvenes, mientras se mantienen solteras, pueden prostituirse sin la menor vergüenza a los solteros que más les gustan. Y aún los padres se las ofrecen de buena gana con el fin de que las quieran admitir como mujeres propias porque sólo así se reprime su prostitución”.
“Es rarísimo -prosigue- la mujer que llega doncella al matrimonio, pero luego que la une este contrato está muy seguro el marido de que tiene una esposa honrada. No porque una mujer se halle encinta queda eximida del trabajo. Antes bien, se la imagina más obligada a las faenas domésticas porque dicen que con el ejercicio se habilita más para el parto”.
Guerreros desde la cuna
Un francés conocedor de las costumbres este grupo nativo tuvo la posibilidad de presenciar un nacimiento. Quien oficiaba de partero era el marido. “Lo primero que hizo fue hacer un nudo muy apretado al cordón umbilical cortando con los dientes el resto anterior. Después apretó con el dedo pulgar la nariz de la criatura cuya ceremonia es muy frecuente entre aquellos salvajes. Le pintó todo el cuerpo con colores negros encarnados. Le recostó sin envolverle en ninguna cosa sobre un lecho de algodón a manera de cuna y este lecho de algodón lo suspendió en el aire desde el techo [como una hamaca]. Luego labró una pequeña espadita de madera fina, un pequeño arco y unas pequeñas flechas correspondientes, todo lo cual poniéndolo sobre el lado derecho le dijo, en su lengua, abrazándole y besándole con gran ternura: ‘Mi querido hijo, aquí te pongo estas armas para cuando seas grande y las sepas manejar te infundan espíritu, ánimo y valor a fin de que velando siempre en la defensa siempre de la declaración de la tapuya te vengues de tus enemigos’”.
Eran cultores de la carne asada con cuero, que se preparaba en un pozo en la tierra, y los guisos, que se cocinaban en vasijas confeccionadas por las mujeres. El fuego se lograba empleando la usanza milenaria frotando palos.
Respecto de la ropa, todos solían andar desnudos, pero las mujeres casadas usaban una corta falda. Ellos adornaban sus cabezas con plumas y portaban arco y flecha.
Tal era el grupo nativo, o un desprendimiento de éste, que se abalanzó sobre los exploradores y se dieron un banquete ante el horror de los testigos en las embarcaciones.
Perplejos y abrumados, los marineros que se habían salvado de la matanza por no haber desembarcado, iniciaron el regreso a España, pero aún los aguardaba una nueva fatalidad que daría un giro en el curso de la historia: uno de los tres navíos encalló en las costras brasileñas y allí quedó la tripulación varios meses esperando ser rescatada. Durante ese largo tiempo, se encontraron con marinos de otras expediciones que vagaban por el continente. Porque América estaba plagada de españoles y portugueses errantes. Ellos le transmitieron la noticia, recogida en sus intercambios con nativos más pacíficos y con gustos culinarios más civilizados que los que recibieron a Solís, que remontando aquel río que había sido la perdición del explorador se llegaba a una tierra en donde abundaban los metales, sobre todo, la plata.
Las aguas del Jordán, que Solís, impresionado y confundido por su extensión, apenas tuvo tiempo de bautizar Mar Dulce, pasaron a ser designadas con el quimérico y codicioso nombre de Río de la Plata.
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