Cazadores de estrellas
Noches y días fascinantes en dos centros astronómicos sanjuaninos que abren sus puertas a científicos del mundo
SAN JUAN
A Olga Pintado la desvelan las estrellas. De cara a la noche, pierde su vista en los astros que brillan en el cielo oscuro de San Juan y en un parpadeo pasa de Alfa Centauris a Sirio, de Canopus a Rigel y de allí a alguna constelación muy lejana cuyo nombre sólo ella sabe pronunciar. Hace casi treinta años que se dedica a la astronomía y muchos más que la apasionan sus secretos, desde aquella Navidad en la que Papá Noel le regalara un libro que hablaba de la Luna, de Marte, de Venus, de Júpiter y del Sol. "El universo es un maravilloso misterio", dice Olga mientras ajusta el lente de uno de los telescopios del Complejo Astronómico El Leoncito, un observatorio ubicado en una zona de pampas y cerros del sur de San Juan en la que los cielos nocturnos ofrecen una perfecta combinación de oscuridad y altos contrastes que resulta ideal para la visualización de los astros. De ojos muy grandes y cabello muy largo, ella es una incondicional enamorada de estos cielos sanjuaninos que por su excepcional calidad han sido preservados como parte de una Reserva Astronómica de setenta mil hectáreas. No sólo se encuentra aquí el Complejo El Leoncito, sino también la Estación Astronómica Carlos Cesco, bautizada originalmente como Observatorio Félix Aguilar, pero que desde 1990 lleva el nombre de Cesco en recuerdo a uno de los astrónomos más sobresalientes que trabajaran aquí desde su creación en la primera mitad de los años sesenta.
Cálido, por momentos sofocante, el viento sopla fuerte sobre la Sierra del Tontal, en cuya cima se encuentra el El Leoncito al que usualmente se lo conoce como Casleo, por sus iniciales. A merced de ese viento que la ha despeinado irremediablemente y tras una corta cena sin postre, Olga ha caminado unos cientos de metros hasta llegar al edificio principal del complejo en el que se encuentra el mayor telescopio de la Argentina, un descomunal aparato ubicado bajo un techo abovedado que tiene un espejo principal de dos metros, cuyo peso supera largamente las cuarenta toneladas. Rodeado de tubos de aire acondicionado que lo mantienen a una temperatura constante que evita las deformaciones, el superespejo puede complementarse con los instrumentos que cada astrónomo en particular crea convenientes para su observación.
Con la ayuda de personal técnico, Olga ha preparado ya el telescopio y hecho los ajustes necesarios para poder visualizar y estudiar estrellas que presentan ciertas anormalidades en su composición química. "En este tipo de estrellas hay un mecanismo que hace que algunos de los elementos químicos que la componen se vayan a la superficie y otros queden en el fondo de la atmósfera. Lo que nosotros vemos cuando observamos una estrella es su atmósfera y no su núcleo, por lo que uno trata de conocer cómo es esa atmósfera para saber cómo es la estrella en su interior", ilustra Pintado, que realiza observaciones desde hace dos décadas en el Casleo, un complejo creado en 1986 con el objetivo de brindar un servicio a toda la comunidad científica internacional, por lo que no cuenta con una dotación fija de astrónomos, sino que abre sus puertas a observadores de todo el mundo para que realicen allí los estudios astrales que deseen. Como es de suponer, la lista de interesados en mirar las estrellas es muy larga y los requisitos para conseguir un lugar frente al enorme espejo del Casleo son también muchos, por lo que no resulta sencillo ser uno de los astrónomos elegidos. Tras haber pedido su turno con casi un año de anticipación, Pintado ha logrado contar con cuatro noches para su observación de estrellas anómalas.
A las 21, cuando el cielo ya se ha oscurecido por completo, Olga ajusta su reloj y hace las primeras anotaciones de lo que será una jornada nocturna de ocho horas de observación. "El invierno es mejor para los astrónomos, porque el tiempo de oscuridad nocturna es mucho mayor. Acá en San Juan, en el final de junio podemos llegar a tener casi doce horas de observación. Pero esta vez me tocó ver las estrellas en pleno verano", se queja la astrónoma, que nació en Tucumán y es investigadora del Conicet. A su lado, una voz empalagosa canta un tema aún más empalagoso desde una radio amarilla. La música de esa radio será su compañía durante su estudio de las estrellas esta noche.
Cuatrocientas noches
Olga lleva aquí más de cuatrocientas noches de observación, desde su primera vez en El Leoncito, en octubre de 1993, cuando orientó el telescopio hacia una serie de estrellas magnéticas ubicadas fuera de la Vía Láctea, en dos galaxias enanas a las que llaman las Nubes de Magallanes. Aquellas observaciones de hace más de veinte años, que llevara a cabo con un grupo de astrónomos austríacos, le permitieron publicar en 2001 un trabajo científico que tuvo una enorme repercusión a nivel mundial. Recordando esos viejos y buenos tiempos, Pintado sonríe levemente sin dejar de mirar a ese cosmos lejano al que ha apuntado el lente del telescopio. La precisión de la observación debe ser perfecta y, para ello, el aparato se mueve de manera lenta e imperceptible para contrarrestar la rotación terrestre, ya que si el lente quedara fijo los astros que pretenden visualizarse quedarían rápidamente fuera de la zona enfocada por efecto de dicha rotación. En telescopios de la magnitud del que posee el Casleo, estos movimientos graduales del lente están controlados por sistemas de computación que van compensando esa rotación terrestre de forma gradual y con exactitud matemática.
Es medianoche y la astrónoma toma su tercera taza de café. El cielo sigue inmaculadamente negro, sin nubes que entorpezcan la visión de las estrellas distantes. En el sur de San Juan hay anualmente 280 noches perfectas para la observación de astros. "Hace unos cincuenta años, cuando comenzó la actividad astronómica en la zona, había 316 noches perfectas. Pero los efectos del calentamiento global se han hecho sentir mucho en nuestra actividad", cuenta Pintado y se frota con ambas manos sus ojos ya cansados de tanto mirar. En la radio han dejado de sonar los temas empalagosas y ahora se escuchan cosas más enérgicas, algo de los Redonditos de Ricota, algo de Credence y también los Rolling Stones. Martillando los dedos sobre una mesa, Olga acompaña los ritmos de algunas canciones que parece conocer muy bien. A eso de las 3 de la madrugada, se levanta de la silla para buscar un abrigo que se tira sobre los hombros, como para cubrirse un poco. "A veces se pasa un poco de frío, pero hoy tenemos comodidades que antes no existían. Los astrónomos de otras épocas tenían que estar horas y horas de pie frente a los telescopios, con el viento entrando por las cúpulas de los observatorios, a veces con temperaturas heladas. Eso no se da más y la lucha principal de las observaciones de la actualidad es contra la soledad", dice la mujer cuando va por el quinto café de la noche; aún tomará dos más antes de terminar con su trabajo, luego de que las primeras luces del alba empiecen a clarear el cielo oscuro.
El infierno a distancia
A las 7 el calor del verano sanjuanino se siente en el cuerpo. La temperatura ronda los 25°C y promete llegar a los 30°C en la tarde, según el pronóstico. Olga acaba de acostarse a dormir en la cama de una casa que tiene el complejo, con cuatro habitaciones, cuando a un par de kilómetros de distancia, el ingeniero Carlos Francile se dispone a salir de la residencia ubicada en la parte baja de la colina donde se ubica el Observatorio Cesco, para comenzar sus estudios solares.
En esta residencia duerme todo el equipo del complejo, salvo algunos operadores que trabajan en el Círculo Meridiano, un telescopio que se utiliza especialmente para medir posiciones estelares. Como este telescopio puede fallar, quienes operan con él deben estar en el mismo sitio donde se encuentra y por eso duermen en lo alto de la colina.
Hace casi veinte años que Francile se dedica a observar la corona y el disco del Sol con dos telescopios que se instalaron aquí, a partir de un acuerdo entre el Instituto Max Planck de Alemania y el Instituto de Astronomía y Física de la Argentina. "Empiezo con la salida del sol y sigo hasta el ocaso, por lo que en verano tengo unas trece horas de observaciones y en invierno tan sólo ocho o nueve", detalla Francile, ojos oscuros, y una calva orillada a derecha e izquierda por dos mechones de cabello largo que dejan al descubierto las orejas. Acaba de ajustar algunos detalles en ambos telescopios y se sienta frente a una computadora en cuya pantalla ve la ardiente superficie solar. Es como ver en vivo y en directo las llamas de un infierno lejano. O no tan lejano, en realidad.
Los orígenes del Observatorio Cesco se remontan a los primeros años de la década del 60. En ese entonces la Universidad de Yale había decidido comenzar la investigación de la Vía Láctea en el hemisferio sur con el objetivo de determinar posiciones y movimientos de determinadas estrellas. Tras evaluar una decena de sitios potenciales, construyeron un observatorio sobre una colina del sur sanjuanino que mira a la cordillera andina, a poco más de 2400 metros sobre el nivel del mar. El observatorio fue operado en sus inicios conjuntamente por científicos de la Universidad de Yale y la Universidad Nacional de Cuyo, quienes comenzaron en 1965 con los primeros estudios de la bóveda celeste austral cuyos resultados finales se obtendrían recién nueve años después, en 1974. En las décadas siguientes, el Cesco se convirtió en uno de los principales observatorios del mundo a partir del descubrimiento de un centenar de nuevos asteroides y de algunas galaxias sumamente lejanas que se usan hoy para calcular el movimiento de las estrellas de nuestra Vía Láctea. Fue justamente en esa época de gloriosos hallazgos cuando Francile comenzó a trabajar en el Cesco, años en los que aún se usaban placas en los telescopios para bajar las imágenes y en los que los tiempos de exposición para obtener dichas imágenes podían ser de hasta 120 minutos, casi una eternidad a la que había luego que agregarle el revelado para saber si la observación había sido o no satisfactoria. "Eso ahora ha cambiado definitivamente", dice Francile, quien hace quince años se encargó de automatizar todo el sistema de observaciones para adaptar los telescopios a sistemas computarizados que hoy no sólo prescinden de las placas y los revelados sino que, además, permiten mejores resultados en menores tiempos, tanto que con los equipos de la actualidad una exposición de apenas 90 segundos logra los mismos o aun mejores resultados que una de aquellas de 120 minutos. Maravillas de la tecnología.
Hace rato que pasó el mediodía cuando Francile interrumpe su trabajo para ir al almorzar. Lo viene a buscar Julio Eduardo Torres, otro observador de estrellas que lleva más de treinta años en el Cesco. Hoy está retirado y se encarga de recibir a quienes llegan hasta el complejo para visitar las instalaciones. Para las observaciones de estos visitantes, muchos de ellos turistas extranjeros, Torres utiliza un telescopio híbrido de 10 pulgadas que permite ver con claridad no sólo la Luna y varios de los planetas cercanos, sino también nebulosas y estrellas muy distantes, como Sirio y Alfa Centauri. "A veces se juntan más de cincuenta personas en una misma noche", dice Torres sin intentar ocultar su orgullo.
Después de un almuerzo de pastas y ensaladas en el comedor del complejo, Francile vuelve a espiar el Sol. Sobre la pantalla se ven fulguraciones, llamas que se levantan desde la superficie astral y que uno supone colosales. "Hay fenómenos solares que pueden afectar a nuestro planeta y por eso resulta importante su observación. El más conocido es el de las tormentas solares, pero existen también otros fenómenos cuya predicción puede ayudar a moderar los efectos sobre la Tierra", explica con tono académico, sin despegar la vista del monitor de su computadora. Afuera, el sol va poniéndose de a poco y la temperatura es cada vez más agradable. No han hecho los 35 grados que se pronosticaban, pero el calor ha sido agobiante en gran parte del día. Poco después de las 20, cuando la tarde llega a su fin, Francile le da un último vistazo a la computadora en la que el Sol ya ha desaparecido hasta el día siguiente. "Hora de cenar", le grita desde la puerta Julio Eduardo Torres, que otra vez ha venido a buscarlo para comer. Esta noche habrá milanesas, le anticipa mientras ambos caminan hacia el comedor. El cielo se va poniendo negro y empiezan a verse las primeras estrellas. No lejos de allí, en el Casleo, Olga debe ya estar comenzando a observarlas con atención.
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