Caviar uruguayo, el plato más caro de la Argentina
Lo ofrece La Bourgogne y cuesta $ 2250; sólo se sirven unos 15 por año
Estaba allí, en uno de los más venerados templos gourmets de la ciudad, legitimado por el sello Relais & Château, para saborear el plato más caro y exclusivo que hoy se sirve en la Argentina. Y La Bourgogne, fanfarria del sibaritismo local, lo cobijaba. Claramente, ningún sacrificio suponía mi misión.
Los bronces de Magda Frank expuestos sobre muebles de caoba, las sillas de cuero rojo con olor a nuevo, los manteles inmaculados y tiesos por el almidón, y las azucenas, con sus tallos esbeltos, aquí y allá, traslucían un auténtico savoir faire .
Pero lo verdaderamente sobrio y chic , esa noche, lo aportaban sus comensales. Entre ellos, un grupo de veinte personas -de negro, ellas; traje sin corbata, para ellos- que festejaban el cumpleaños, tal vez número 50 o 55, de una rubia simpática con casa en Punta del Este. Seguro que amiga o conocedora de la cocina de Jean Paul Bondeaux -pensé-, el volcánico factótum del lugar. No me equivoqué.
Sin que mermara el ánimo festivo, el grupo debatía las últimas novedades del caso Ciccone y los mensajes presidenciales por cadena nacional. Pero más que sus afinidades políticas, me intrigaba detectar si alguien del grupo se agasajaría esa noche con los mismos sabores que yo.
El semblanteo dentro del restaurante del Alvear venía a cuento del precio del plato sobre el cual debía escribir después. Lo digo despacio, advierto, para evitar sobresaltos. Y, de paso, ahorrarle al lector la "incomodidad" que sentí yo al estudiar el menú: el plato más caro del país son 50 gramos de caviar Ossetra, de origen uruguayo, servido con cinco ostras frescas y gajos de limón; blinis, tostadas de pan de miga, crema ácida de limón, más acompañamiento clásico de yemas y claras picadas, echalotes, alcaparras y pepino. Cuesta $ 2250. Y no, no hay error de tipeo.
Aposté a que una ampulosa hilera de chefs y ayudantes de cocina, enfundados en blanco impoluto y presididos por Bondeaux, me acercarían a la mesa el plato, en una estudiada coreografía gourmet. Algo así como quien le acerca una joya real a un monarca. Pero al caviar, que en realidad es una entrada, me lo sirvió Pascale, la mano derecha de Bondeaux. Lo hizo según el rito tradicional, con algo de boato: sobre hielo estrellado, dentro del envase original del caviar, con cuchara de nácar para no contaminar con metales su sabor. Una amplia bandeja de plata contenía las ostras frescas junto con los cinco elementos con los que untaría luego los blinis y las tostadas.
Antes de comenzar, volví a escrutar las mesas a mi alrededor para ver quiénes más sucumbían ante ese placer real. Tal vez la rubia simpática o su marido. Pero no: yo era la única en plan de ostentación gourmet. Barrí con la culpa, consciente de mi misión ulterior: describirle esa experiencia al lector.
El maridaje
Dispuesta a explorar, antes del primer bocado tuve ganas de cambiar las burbujas del champagne -ok, espumante es el nombre correcto- por un vodka seco. Cierta audacia me alentaba a emular a los rusos. Después de todo, sobre las huevas del esturión y cómo comerlas, algo saben. Pero ya era tarde. La copa mostraba el color ámbar de un Boher, Pinot Noir, de Luján de Cuyo. Una etiqueta que yo, neófita al fin, desconocía.
Por ser La Bourgogne tan exponente de lo francés, sentí que la experiencia tenía un sesgo bastante local. Claro, antes de Moreno el caviar era ruso y el champagne, francés.
Desde los persas en el medievo, al reinado de los zares y hasta que los hermanos Petrossian lo comenzaron a vender en Francia, en los años 20, el caviar ha sido el epítome del lujo gastronómico. Charles Ritz amplió luego su fama incluyéndolo en las cartas de sus hoteles. Pero hoy el estatus del caviar se eleva cada vez más al ritmo de su escasez.
La captura de esturiones salvajes en los mares Caspio y Negro está prohibida. El riesgo de extinción de ese pez prehistórico, cuyas huevas saladas con bórax producen ese "oro negro", impuso férreas trabas a su comercio. Al punto que la variedad Beluga, el caviar más caro, con huevas de mayor tamaño y sabor más suave, en el mundo directamente no se consigue.
Gran parte de la producción de caviar Ossetra y Sevruga, cuyas huevas son de menor diámetro y difieren en color, proviene hoy de criaderos en estanques de piscicultura en Rusia, Irán, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, China e Israel. Desde 1994, también de Uruguay, que con asesoramiento ruso importó huevas de esturión siberiano. Las mismas que dan origen al caviar Ossetra y que hoy produce la marca charrúa Black River. La misma que tenía en mi plato.
En las adyacencias de la represa de Baygorria, 80 kilómetros al norte de Montevideo, la familia Alcalde produce y exporta 15 toneladas de caviar por año. El kilo en la Argentina se comercializa a US$ 3000. Pero el precio del caviar servido en restaurantes internacionales nunca baja de US$ 300. Para reponer la importación del producto, en La Bourgogne calculan el dólar a $ 7. De ahí su alto valor.
Sin otros preámbulos que mis propios cabildeos por el precio y quiénes lo pagan, comencé la degustación untando los primeros blinis con la salsa ácida. Agregué yema picada, echalotes y las coroné con una cucharadita de ese suntuoso manjar. Probé luego con alcaparras y más caviar. Su perfume es oceánico. Su sabor, cremoso; ligeramente salado, con esencia de mar y de nuez. Y su textura, primero gelatinosa, y luego explosiva en el paladar.
Al dejarlo unos instantes más en la boca y ganar en temperatura, su esencia marina se intensifica y su sabor se potencia en contraste con el toque agrio de los echalotes. De todas, la combinación que más me gustó. Definitivamente, preferí el crocante de la tostada a la morbidez de los blinis, más anodinos. Las ostras con limón las comí solas, como pausas rituales antes de un nuevo bocado de caviar. Descubrí luego que con clara o yema el gusto de esas perlas negras se suavizaba. No tuve dudas: era exquisito.
Lo invité a Jean Paul a probarlo conmigo y enseguida deslizó la ostra sobre la tostada triangular y, en el otro el extremo, puso crema ácida, yema y caviar. Así, todo junto, en su mano parecía un canapé extra large .
-¿Ostras y pan? -remarqué, con sutileza.
-Sí, a mí me gusta así?
Aproveché para preguntarle sobre los destinatarios de ese plato, que imaginé para huéspedes del hotel.
"Hoy no lo piden mucho. Lo serviré, tal vez, 15 veces al año a clientes locales y extranjeros", comentó. Y me confió que antes, cuando el caviar era del Mar Negro, y la economía estaba mejor, se vendía mucho más. No porque el del Mar Negro fuera de superior calidad. El caviar uruguayo goza de reputación internacional. Pero su consumo está íntimamente ligado al humor y a la sensación de bienestar, me explicó.
Insistí en un paneo a mi alrededor. Seguía siendo la única con un plato de caviar en la mesa.
Fuera de libreto, me contó que entre los locales hay súper fanáticos del caviar. Como un "osado" empresario textil que suele traer consigo a La Bourgogne un frasco de medio kilo de caviar ruso para degustar él solo.
En la "casa" de Jean Paul existen esas complicidades, que luego pueden culminar con una botella de Merlot de Burdeos. Incluso, un Château Pétrus.
No es mi caso, pensé. Y luego de marcharme tras mi experiencia, me sinceré: si alguien, alguna vez, me invita a La Bourgogne, mi elección, aunque me gustó, no será caviar Ossetra, sino Curry d'agneau. Su valor, definitivamente, me incomoda.
Una lata que esconde el sabor del lujo más exquisito
Tradicionalmente, el caviar se sirve en su envase original, sobre un plato con hielo estrellado, y se sirve con una cuchara de nácar para no contaminar su sabor. La versión Ossetra que se sirve en La Bourgogne, uno de los restaurantes del Alvear Palace Hotel, es de la marca uruguaya Black River. En la Argentina se comercializa a cerca de US$ 3000 el kilo.
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