Cristian Gorbea no le teme a los 20 grados bajo cero; viajó para correr 17 horas sin parar en una aventura extrema en el fin del mundo
Detrás de él, Cristian Gorbea escucha algo. Pasos. Piensa: quizás sea el corredor chino, un ciego que va acompañado de una mujer. Quizás sea el norteamericano. Pero al fijarse, solo ve blanco. Con 20 grados Celsius bajo cero sigue corriendo. Ya lleva 13 horas en la carrera más austral del mundo, en plena Antártida, a solo mil kilómetros del Polo Sur.
Gorbea es psicólogo, tiene 56 años y trabaja como asociado en una empresa de simulación de negocios. Pasamontañas, cuello, remera y una primera capa de lana merino, un polar, una campera negra de goretex, dos pares de guantes. Calza térmica y cubrepantalón impermeable, dos pares de medias y zapatillas de trail. Ya corrió más de 70 kilómetros en este lugar increíble: delante, un desierto húmedo y blanco.
Está solo, pero vuelve a escuchar algo. Siente que detrás de él hay alguien. Escucha un eco, unas pisadas. Se vuelve, pero lo único que encuentra es esa cordillera antártica. Quizás, sin darse cuenta, acelera el paso.
Otra vez. Y gira, pero no hay nada: ni el chino ni el americano, nadie. Su respiración, los pasos. Como si estuviera solo en este desierto de cristal. De cualquier modo, empieza a ir un poco más rápido. Se aleja de eso que parece estar ahí.
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Gorbea sabe que después de 40 horas sin dormir uno empieza a alucinar. Que cuando el cuerpo solo resiste y la cabeza no da más, los juegos ayudan a distraerse. Alucinaciones visuales, alucinaciones auditivas, alucinaciones táctiles. El cuerpo quiere que todo se detenga y si no se detiene, al menos, que parezca que no va a seguir. Consciente, se engaña sabiendo que no tiene alternativa.
Gorbea sabe porque le pasó al costado del embalse Cabra Corral, en Salta, cuando vio gente que lo saludaba. Le pasó en San Martín de los Andes, después de 35 horas sin dormir, corriendo de noche por un sendero, alumbrado con la luz de la linterna, al ver cinco o seis gatitos, cachorros, de apenas semanas de vida, que se le cruzaban en el camino. Fue más despacio, trató de no pisarlos hasta que se dio cuenta, a pesar de lo real que parecían, de que solo eran las sombras de unas plantas. El cansancio y la falta de comida habían hecho que imaginara cosas. Pero, y sobre todo, le pasó en 2010 en una carrera que cambió su vida, aunque podría haberlo hecho de manera mucho más abrupta.
El 13 de septiembre de 2010, Cristian Gorbea corría los 80 kilómetros de una carrera en el cerro cordobés El Champaquí. Iban unas 11 horas cuando se dio cuenta de que había perdido el camino. Siguió trotando. Empezó a bajar, pastizales, pendiente, pero su objetivo era estar entre los 30 primeros. No quería perder posiciones.
La linterna que llevaba sobre la cabeza alumbraba lo suficiente como para saber que por ahí no podría retomar el sendero. Pero vio delante de él, más abajo, las luces de otros corredores y pensó en agarrar un atajo. Siguió bajando, trotaba despacio. No veía nada. Pensó: “Dios, cambio el podio por salir vivo de este lugar”. Y el piso desapareció bajo sus pies. Cayó hasta detenerse contra lo que, sabría después, era un arbusto. Todo estaba oscuro, no había lunas ni ganas de teorizar. Pensaba: “Quedate quieto, esto es peligroso. Esperá que amanezca, que se vea el camino. No te muevas. Dejá que la noche pase, que la evapore el sol”.
Cuando amaneció descubrió dónde había caído: una cornisa de roca, entre matorrales, de medio metro de ancho por dos de largo. Se asomó al vacío. Ciento cincuenta metros de precipicio. Miró el reloj, eran las seis de la mañana: a las 12 terminaba la carrera. A las cuatro darían los premios. A las cinco sabrían que no había llegado. Con suerte, en 12 horas decidirían ir a buscarlo. Habría anochecido. Irían, si iban, al día siguiente a la mañana. La noche de ese día que recién había empezado, de nuevo, la pasaría solo. Encerrado al aire libre, a metros del piso. De a poco, recobró la lucidez y empezó a luchar contra sí mismo. Hacía unos 15 grados. La pared, de unos tres metros, era prácticamente lisa. Trató de trepar; demasiado empinada. Imposible subir por ahí.
Volvió a intentarlo. Pensó: “Tengo que tranquilizarme y esperar”.
El tiempo en esa cornisa mínima en medio de las sierras, con los pájaros como única compañía, tenía otra intensidad. Decidió armar una rutina para no volverse loco. Para tratar de calmar esa ansiedad que lo ahogaba. Cada 10 minutos, tocaba el silbato de emergencia y gritaba: “¡Auxilio!”. Cada 15, se incorporaba y con la espalda sobre la roca, caminaba lento hasta el hilo de agua. Gota tras gota, la cantimplora tardaba 20 minutos en llenarse. Gota tras gota, los pensamientos lo cubrían todo. A lo lejos, había un pastizal. Con el viento, los pastos se movían. Allí, Gorbea vio cuatro caballos. Vio un rancho con una ventana enorme. Vio a un Cristo en la cruz. Vio a cinco personas que parecían buscarlo. Y vio, después, cómo el pasto se movía de un lado al otro y todas esas alucinaciones desaparecían de golpe.
Unas 40 horas después, un baqueano que había salido a buscarlo escuchó un grito. Cuarenta y cinco minutos más tarde, un bombero agarraba el brazo de Gorbea. En las entrevistas que dio después de esa tarde, Gorbea dijo que estaba viviendo tiempo gratis. Pensó mucho en lo que le pasó en ese cerro. ¿La conclusión? Pedirse a sí mismo, pedirle a Dios, no olvidar lo que pasó. Sin embargo, sabe, vivimos negando la muerte.
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Seis años después de esa noche, el 11 de septiembre de 2016, durante su cumpleaños número 56, en el comedor de su casa, Gorbea hablaba con su hijo Santiago que le preguntaba si subiría al Everest.
–Me encantaría. Pero es mucho tiempo y cuesta muy caro.
–¿Y adónde irías?
–A la Antártida, tal vez.
–¿Y por qué no vas? –dijo Santiago.
Y Gorbea entró a la página web de la Antarctic Ice Marathon, una carrera organizada por el economista irlandés Richard Donovan y una compañía norteamericana de turismo extremo, y envió el formulario. Solamente la inscripción a la carrera costaba US$ 13.000. El punto de encuentro de los corredores sería Punta Arenas, en el sur de Chile. La respuesta, casi automática, decía que ya no había más lugar. Si le interesaba, recién podría competir en 2020.
Un mes más tarde, Gorbea volvía a Córdoba para correr, una vez más, la carrera de la cornisa. Al terminarla, le sonó el celular. Al atender, en inglés, un hombre le preguntaba si se había anotado para la Antarctic Ice Marathon. Le decían que una persona había cancelado su inscripción y que, si quería y pagaba, a principios del año siguiente podría estar viajando a la Antártida. Gorbea no lo dudó.
Dos meses después, un miércoles, ya en Chile, escuchaba la charla técnica: se viajaría cuando la naturaleza lo permitiera, quizás el viernes. Ese día, probablemente, hubiera “una ventana climática”, un espacio imaginario en el cielo, sin vientos de huracán ni tormentas furiosas. Un espacio tan conceptual como físico: un agujero entre las nubes, una nada descubierta de niebla. El jueves se fue al shopping: ya tenía zapatillas, pero vio unas nuevas y se compró otras, por las dudas. Y una calza térmica. Siguiendo un consejo obligatorio para los corredores, alquiló una campera que resiste menos de 30 grados bajo cero, un pantalón grueso y unas botas. El viernes a las seis de la mañana salió el avión. Durante cuatro horas y media, Gorbea viajó hacia el sur en un enorme Ilyushin ruso, sin ventanas, viendo por una enorme pantalla lo mismo que, desde la cabina, veían los pilotos. En la mitad del vuelo, uno de los organizadores les avisó que apenas llegaran habría una ventana climática. Deberían aprovecharla. Correrían los cien kilómetros, unas horas después de aterrizar. Cerca del paralelo 80, en la pantalla vieron una montaña, la sombra del avión y, delante, la pista de hielo azul en la que el Ilyushin se apoyó delicado.
Al pisar la nieve, Gorbea sintió cómo los 20 grados bajo cero se le clavaban en la cara. Sintió cómo lo lastimaba el viento. Enseguida, subió a una de las camionetas que lo llevaría al campamento Union Glacier. A las 14 del viernes desarmaba el bolso en el domo que compartía con el corredor español Fernando González: piso de madera, dos cuchetas, una mesa de luz, almohada y doble bolsa de dormir.
–Tengan cuidado con los lóbulos de las orejas, cúbranse con el gorro, y si ven a un compañero que los lleva blancos, avísenle porque se le lastiman y se le pueden quebrar –les dijo en una charla el médico.
–Tengan cuidado con no salirse del circuito marcado con banderitas azules y otras más altas. Por fuera, puede haber grietas de varios metros de profundidad –les dijo el jefe de los rescatistas.
–Tengan cuidado con la nariz –les dijo el médico.
Y contó la anécdota, en la carrera anterior, del brasileño que se sacó los dos pares de guantes para filmar y se le congelaron tres dedos. Casi tuvieron que amputárselos.
–Los glaciares –dijo el jefe de seguridad– hay que pensarlos como un río congelado que se mueve a 25 metros por año. Se mueve lento pero continuo, y ese movimiento, imperceptible para nosotros, produce fracturas que se transforman en grietas tan profundas como peligrosas.
A las siete de la tarde, estaban cambiándose.
A las nueve y media de la noche, los 10 competidores se preparaban para largar. Sobre ellos, el sol alumbraba estéril.
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Gorbea ya está solo. No hay aves ni animales, solo viento que no choca contra nada, sigue de largo. Escucha sus pisadas. Ve las nubes. Las montañas, piedras negras veteadas de blanco.
El circuito, de 10 kilómetros, es una especie de triángulo con dos puestos. Uno a la largada, donde hay comida caliente, agua tibia, sopa y café, y otro a los cinco kilómetros, una carpa de supervivencia con una bolsa de dormir y una radio. El tramo más largo termina en un paisaje sin montañas: el horizonte se acaba donde termina el Mundo. El hielo parece arena mojada. Gorbea se hunde un poco, pero enseguida siente el golpe duro contra el hielo. Tiene que dar 10 vueltas: más allá de los 20 grados bajo cero, del calor cuando el viento pega de frente y debe abrirse la campera para evaporar la transpiración, más allá del frío cuando el viento llega de atrás y debe cerrar los cierres, más allá de lo físico es una carrera mental. Hay que achicar las distancias, reducir los objetivos. De la largada hasta “el arbolito de Navidad”, hasta el puesto de supervivencia, hasta la curva, hasta la pendiente, hasta el aeropuerto, hasta la llegada.
Los geles se congelan, se transforman en caramelos duros. Hay que ponérselos entre la piel y el primer par de guantes para ablandarlos. Las botellas de agua, en los bolsillos, para evitar que se transformen en hielo.
Sabe que va a tener hambre, una ampolla, dolor, pero si no le pasa eso se equivocó de carrera. No piensa caminar: la energía que se gasta en trotar suave y caminar fuerte es casi la misma, pero, cree, psicológicamente hay una diferencia enorme. Los amigos, su familia, todos los que hicieron posible que esté acá.
De a ratos, mira el paisaje, la cordillera, la montaña, el cielo. Se siente un intruso: no hay fronteras, no hay nativos. Ajeno a este lugar prístino, dueño del viento que no ofrece resistencia: la brisa perversa solo baja la temperatura.
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En la noche luminosa, Gorbea siente las piernas pesadas y el cuerpo vacío. Piensa mal: la imaginación se dispara hacia su cabeza. Sabe, el pensamiento negativo es un indicador de que algo anda mal. O la comida, o la bebida. Hay algo que debe atender. Está débil hasta que se da cuenta de que el agua que viene tomando desde hace más de 40 kilómetros es agua derretida de deshielo. Como la nieve no tiene sales, toma agua destilada. Saca el polvo con sales, se lo echa al agua y enseguida por sugestión, fisiología o las dos cosas, siente cómo los músculos empiezan a adquirir fuerza, cómo el paso se acelera, la respiración se aquieta. Retoma el ritmo, aunque un poco más lento que el de las primeras vueltas. Diez vueltas de 10 kilómetros. El cuerpo se aburre, la cabeza se cansa, la mirada se agota. Si bien parece otro planeta, el paisaje es monótono. Piensa Gorbea, si esto fuera una maratón ya habría terminado. Sabe, pasar la quinta vuelta es clave: está subiendo la montaña. En cuanto termine la próxima, empezará a bajarla. Sigue. En cada respiración, con el aliento se evaporan las excusas.
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Ya corrió más de 55 kilómetros y las molestias en la pierna izquierda, en el cuádriceps y en el tobillo aparecen y desaparecen como el viento. El dolor va y viene: sigue siendo tolerable. Siente, en el pie, el nacimiento de una ampolla que, parece, metro a metro se hace más grande: se inflama a punto de estallar. Late. Gorbea piensa en parar a curarse. Pero ¿si se enfría? Y sigue.
Se concentra en el dolor. Diez: no puede caminar. Uno, no siente nada. ¿Cuántos puntos el del cuádriceps de la pierna izquierda? Cuatro. Cinco en algún momento. Sigue. Corre y mira el cielo, aquella nube que parece detenida sobre el celeste, como si en realidad fuera el reflejo de una porción pequeña de tanto suelo blanco, un fragmento que se desprendió del piso y de modo imperceptible al ojo humano fue subiendo, quedó allí arriba, quieto, como clavado en la nada. El sol sigue arriba: a lo largo de la carrera, irá girando sobre su cabeza, como si hiciera círculos, como si en esta latitud tuviera prohibido esconderse. Gorbea pisa su sombra, juega con ella. Ve su forma, oscura y precisa, y allí en el fin del mundo le habla. Sin que nadie lo escuche, la alienta. No corre solo, corre con su sombra. Silenciosa, ella lo acompaña, lo sigue, lo copia, lo imita, se adelanta. ¿Cuántos puntos el dolor del cuádriceps? Cinco, pero baja a cuatro. No es uno: duele, pero tampoco le inmoviliza la pierna: sigue.
Entonces, ¿cuántos puntos el del cuádriceps de la pierna derecha? Uno. No siente nada. Se concentra en esa pierna. La sana. El dolor de la otra no debe absorberle toda la atención, porque la pierna derecha está impecable. Esa no duele. ¿Por qué nos acordamos del cuerpo solo cuando nos duele? Un envase invisible que, de pronto, se revela sufriente. Una pierna duele, la otra no. Cincuenta por ciento de piernas dolorosas: sigue.
Y, en el ojo izquierdo, Gorbea empieza a sentir una molestia. No un grano de arena, ¿un punto? Algo más grueso, más áspero, más inquietante. Corre con antiparras de sky, de fondo naranja. Gorbea piensa: “Lo que me duele es el sol”. Y, al llegar a una parada, se cambia las antiparras por anteojos, bien oscuros. A los 500 metros, el punto se borra, desaparece como si no hubiera existido.
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Sabe que tienen suerte: vaya uno a saber por qué la naturaleza está tranquila. La Antártida los acepta. Deja que jueguen en este terreno áspero, salvaje y hostil. Gorbea hace pis y el color es oscuro y, decide, va a tomar mucha más agua. Se está deshidratando.
La mayor parte del entrenamiento es físico, Gorbea trata de sacar la cabeza de este lugar frío, llevarla a otro lugar. Se imagina una playa, la arena es tan blanca como la nieve, pero en vez de 20 grados bajo cero hace 35 y transpira.
En el puesto de control, come unos fideos con manteca. Unos simples fideos con manteca que le parecen uno de los manjares más deliciosos que probó en los últimos años. Toma agua tibia. Se queda quieto unos pocos minutos, pero hace 20 grados bajo cero y el viento sopla inclemente. La ropa mojada se enfría, tiembla. Decide seguir. Corre. Piensa: “Allá termina el mundo”. Mil kilómetros más allá no hay nada. Mira la lejanía y, en la mano derecha, en el meñique, en el anular, siente el frío. Un frío que lo lastima. Trata de mover los dedos que le pican, duelen. Los dos pares de guantes apenas alcanzan para protegerlo. El brasileño al que casi lo amputan... ¿le pasará lo mismo. ¿Le vendarán la mano? ¿Lo van a tener que llevar en helicóptero a un hospital? ¿Le van a cortar los dedos? Se imagina, Gorbea, pequeños muñones, la mano trunca.
La única manera que tiene de combatir el frío es seguir trotando para que el cuerpo gane temperatura. Paso a paso. Decide, seguirá corriendo, pero frenará la cabeza. Se dice: “Si la cabeza sigue a la misma velocidad que las piernas, en un momento, las dos van a detenerse”. Tiene que desacelerar el pensamiento. Se concentra en el cuerpo: en el movimiento de los codos hacia atrás, una pierna, la otra. Una pierna, la otra. Se imagina atravesando la llegada. Se conoce: se agota el cuerpo, se agota la mente, se agota el espíritu, se agota la voluntad, pero hay algo que persiste y Gorbea no podría describir. Algo indescriptible, ubicado en un terreno desconocido, pero cerca del instinto de supervivencia. En una frontera que existe como fuerza vital, que te empuja más allá de la razón. Dice sigue y continúa. Atraviesa ese límite rígido e invisible.
Está en el kilómetro 75. Le faltan 25 para terminar la carrera. Una vuelta y media: la última es la de la gloria. ¿Cuántos puntos el dolor del cuádriceps de la pierna izquierda? Dos y medio. ¿Cuántos puntos el dolor del cuádriceps de la pierna derecha? Uno, no hay dolor. Todo pasa. Nada es para siempre. Esto es lo único importante. Desatiende el estado de ánimo. Cada paso es una pequeña victoria, mínima pero necesaria. Cada paso es una victoria en la que se va ganando a sí mismo. Cree, lo que sucede en las carreras largas es un reflejo de lo que sucede en la vida. Hay momentos de tristeza, de depresión, de desamparo. Se trata de perseverar, de no rendirse, de inventar la disciplina, de seguir. Y eso hace. Acelera el ritmo, bracea con fuerza y unos 600 metros más adelante siente cómo los dedos se ablandan, el calor vuelve. La amputación, que hasta recién era un pensamiento sólido, se disuelve en una hipótesis olvidable.
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Su respiración, los pasos. como si estuviera solo en este desierto de cristal. ¿Algo o alguien? Gorbea se da vuelta otra vez, pero lo único que lo sigue es el viento. Van 13 horas de carrera. El circuito se repite. Piensa: “Lo que me acaba de pasar va a divertir a los chicos del grupo y a mi entrenador, Marcelo Perotti”. Piensa en la despedida que le hicieron, en que no corre solo. De alguna manera, todos ellos lo acompañan.
De alguna manera, porque está solo como estamos todos. De a ratos, mira el paisaje, la cordillera, la montaña nevada y se siente en un sueño hasta que el cuádriceps le avisa que no, que esto es bien real: en los sueños, los dolores no duran kilómetros y kilómetros. Pero, se dice, como los sueños, en algún momento, esto va a terminar.
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Llega a la carpa de control. sabe, le quedan dos vueltas para el final. La mujer chilena le pregunta si quiere comer. Sin sentarse, Gorbea dice que sí y ella le prepara el puñado de fideos con manteca, bien calientes. Toma café.
–¡Bien, Cris: te queda una! –le dice un fotógrafo.
–No –responde–. Me faltan dos.
–No, no. Te queda una y terminás.
–¡Te falta una sola! –dice otro, que escucha la conversación.
Pero Gorbea no se confía, duda. Al salir de la carpa, le grita al del control.
–¿Cuántas vueltas me faltan?
–Dos –responde el otro en un inglés estruendoso.
Y Gorbea piensa que, por suerte, no les creyó. Habría sido devastador creer que faltaban 10 kilómetros. El cuerpo no da más, pero faltan 20. Puede llegar a hacer 20. Se alegra de estar concentrado. No hubiera superado ese golpe psicológico. Diez kilómetros helados y desprevenidos.
–Venís cuarto.
Esas dos palabras funcionan como una inyección de adrenalina: el cuerpo se vuelve a poner alerta.
–Detrás, muy cerca, está Runyon.
Gorbea sigue: impulsado por la distancia que lo separa de su oponente. Compite contra sí mismo y, aquí, lo importante es terminar, pero no va a dejar que el norteamericano lo alcance.
Trota tranquilo, pero no camina. Solo 20 kilómetros. Correr hacia abajo la última parte de la ladera de una montaña. Una montaña blanca, alejada del mundo, onírica y repetitiva.
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Las piernas no le responden. ya casi llega. En el último puesto de control le dijeron que el norteamericano está a 20 minutos. Por las dudas, no se da vuelta para ver si viene detrás. Sigue tratando de mantener el ritmo. Para no aflojar, se lo imagina cerca. Es el último esfuerzo. Ya casi llega. Es el último esfuerzo, pero debe ir con cuidado, el cuerpo está al límite. Toma agua con sales. Piensa en lo que les dijo el médico: apenas terminen la carrera, se van a duchar. Porque si dan vueltas, será difícil recuperar el calor. Se imagina el tacho de 20 litros de agua hirviendo, la manguera eléctrica y los pedazos de hielo que deberá meter allí para regular la temperatura. Mientras siente cómo lastima el frío, sueña esos cuatro minutos de calor furioso. A lo lejos, ve el arco inflable de la llegada. Fue todo tan rápido. Desde que decidió inscribirse en la carrera hace tres meses. Desde que aterrizó en este paraíso pálido y cuatro horas después temblaba en la línea de largada. Sin tiempo de pensar. Hace más de 17 horas que no para de correr.
Por un momento, mentalmente, se detiene en el sentido de lo que está haciendo. Al llegar, le darán una medalla que guardará en un cajón. En unos días, todo este paisaje será un recuerdo agradable; este frío infame, un detalle de toda la historia. Trata de mirar hacia todos lados, de distraer la mente y, al mismo tiempo, absorber toda esta belleza que muy probablemente no volverá a ver nunca más. La cordillera, el silencio y el blanco. Son solo mil metros. ¿Cuántos puntos el dolor del cuádriceps de la pierna izquierda? Son solo mil metros que faltan para llegar, el cuerpo no da más, pero aún sigue y, al estar seguro de que cumplirá su sueño, Gorbea siente cómo, caudalosas en la piel de la cara, las lágrimas se le congelan.