En su apogeo recibían a figuras como Alain Delon. Hoy, ninguna sobrevive y la zona se convirtió en un sitio peligroso para transitar. Letreros oxidados, locales abandonados, suciedad y roedores conforman la postal de un rincón olvidado de Buenos Aires
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“Les recomiendo que no caminen por acá, es muy peligroso”, aconseja una vecina, minutos después que un muchacho se acercara para “ofrecer seguridad” de manera intimidante y a cambio de una paga voluntaria con tarifario que se zanjaría en el momento. La zona de riesgo es la calle Necochea en el barrio de La Boca, un rincón olvidado de Buenos Aires, ganado por la delincuencia, la venta de drogas y enmarcado por edificios tomados en los que se logra percibir, con bastante disimulo, algo de la identidad arquitectónica del barrio a través de las construcciones de cemento con molduras en las ventanas y de aquellas otras de chapa de cinc acanalada típicas del lugar.
Desde ya, todo dista mucho de aquellas semblanzas bucólicas que plasmó Benito Quinquela Martín en su lienzo. El panorama desolador del presente también se contrapone con la postal histórica, festiva y populosa de lo que otrora fuera “la calle de las cantinas”. Es que allí, desde finales de la década del ´30 y hasta el inicio de los ´80, se aglutinaban más de 20 restaurantes, boites y whiskerías visitadas no solo por los porteños, sino también por turistas de todo el mundo. En aquellas tertulias magnánimas, tampoco faltaban las celebridades vernáculas de la época como Sandro o figuras de la talla de Alain Delon. Famosos y anónimos encontraban en ese rincón porteño, con sonidos de canzonetta italiana, un pintoresco refugio para comer opíparamente.
Las cantinas estaban montadas en salones de grandes proporciones que albergaban a más de un centenar de comensales cada uno. Esos convidados que, luego de deleitarse con los manjares abundantes, nada sofisticados y bien sazonados, se disponían a disfrutar de un show musical que se remataba siempre con el baile bajo guirnaldas de plástico, tiras de bombitas de colores, piñatas y papel picado. Hermosamente kitsch, como un carnaval carioca en continuado. Hoy, con todos esos reductos cerrados, circular por Necochea entre el Riachuelo y Brandsen es exponerse a una aventura que puede no tener un final feliz. Trágico destino el del “camino vecchio”, como le decían, a comienzos del siglo pasado, los inmigrantes genoveses que se afincaron allí.
“De noche, Necochea es tierra de nadie”, sostiene Alfredo Alberti, presidente de la Asociación de Vecinos de La Boca. Es de imaginar que, si a la luz del sol intimida caminar por allí, con las sombras de la noche el lugar se debe tornar intransitable. José Pedernera fue mozo de La Cueva de Zingarella, una de las cantinas más populares, y es un vecino preocupado por el presente degradado de su barrio: “Cada noche era una fiesta, parecía Nochebuena o Año Nuevo. Ahora, cada vez que paso por acá, me da tristeza y ganas de llorar”, sostiene este profesional de gastronomía, mientras observa, con sus ojos húmedos, las ruinas de lo que fuera su querido lugar de trabajo. A pesar de vivir cerca y poder pispear cada tanto el abandono, pareciera no acostumbrase, como esos lutos que nunca se superan ante la muerte prematura e inexplicable.
LA NACIÓN caminó la zona junto con Alberti y Pedernera, quienes detallaron, sobre los vestigios de cada edificio, la ubicación exacta de aquellos templos del apetito ávido y la diversión. La caminata tiene algo de antropológico, de ir detrás de las huellas de un tiempo que ya no es y que, sin dudas, fue mejor. Como ebanistas en busca de capas primitivas, la recorrida va descubriendo vestigios de aquel esplendor en paredes que dejan al descubierto sus filetes originales o aquellos letreros que todavía se pueden ver, esos mismos que invitaban a aquellas bacanales frecuentadas, cada noche, por más de tres mil personas que peatonalizaban, a la fuerza, los empedrados de Necochea. “No se podía caminar, era una romería parecida a la de la calle Lavalle con todos sus cines funcionando”, sostiene el presidente de la entidad que representa a los vecinos.
En aquel pujante polo gastronómico se alineaban, en una y otra margen de Necochea, las cantinas con simpáticos nombres, casi siempre de ascendencia italiana: Spadavecchia, La Cueva de Zingarela, La Bella Napoli, Marecchiare, La Gaviota, Praiano, Il Piccolo Navío, Rímini, Gennarino, All´Italia, La Barca de Bachicha y Sparafucile eran las más importantes.
En blanco y negro Buenos Aires
El imponente puente Nicolás Avellaneda, que vincula La Boca con Dock Sud en el partido de Avellaneda, se recorta en el extremo sur de Necochea. El naranja furioso de su estructura metálica contrasta con lo opaco de una calle que fue perdiendo no solo sus brillos, sino también esos colores estridentes que caracterizan a la popular barriada.
Son pocos los automóviles que circulan por la calle convertida en improvisada acera para las madres que pasan con sus chicos o algunos solitarios que parecieran andar a la deriva. Sobre las veredas, algunas elevadas a considerable altura como vestigio de aquellas épocas de inundaciones frecuentes, se suceden los grupos de adolescentes y no tanto. El barbijo no es lo habitual, a pesar del riesgo sanitario imperante en tiempos de Covid. Hay cierto clima de fin de semana en esas tertulias con parroquianos jóvenes sin ocupación aparente, a pesar de ser un día hábil al mediodía.
Sobre la puerta de un local de generoso metraje se acumula gente. Se trata de un comedor comunitario montado en lo que era el predio de Spadavecchia, la primera cantina de La Boca, esa misma que fundó el fenómeno posterior y que por eso se la llamó “cantina madre”. El matrimonio Spadavecchia fue el precursor cuando levantó las persianas de su casa de comidas en 1938 a la altura del 1150 de Necochea. Allí, con atmósfera familiar, ofrecían la especialidad infalible: pastas. Hoy, en lugar de los neones efervescentes de la cantina más famosa, un letrero pintado anuncia “Asociación Civil Nuestro Hogar”.
La mayoría de los salones, en los que antes funcionaban las cantinas, están tapiados o con rejas oxidadas, enlazadas con cadenas y gruesos candados. En algunos pocos se puede observar el interior a través de los vidrios opacos, casi inexpugnables por la suciedad. Mesas arrumbadas, sillas sobrepuestas, alguna guirnalda que se resiste caer y las leyendas borroneadas en las vidrieras que todavía anuncian “cena show” o “baile” como una ilusoria jugarreta del tiempo. Encontrar esas inscripciones supervivientes que invitaban al placer, multiplica la desazón. En la geografía de la desolación, la foto decadente ofrece marquesinas derruidas y aquellas típicas letras de neón colorinche colgando peligrosamente. “Cantina Rímini”, se lee en lo que fuera un letrero luminoso que hoy pende bajo un balcón fatigado con sus hierros a la vista, fruto de la erosión producto de las décadas acumuladas y la falta de mantenimiento. Más allá, sobre un alero se llega a leer “Gennarino”, entrecortado por el despinte.
En la esquina de Necochea y Suárez se encuentra la última cantina que estuvo de pie hasta último momento, resistiendo los embates con hidalguía. Previo a la pandemia, Il Piccolo Vapore organizaba cenas especiales, reuniones sociales y fiestas. Es la única que aún mantiene su puesta en escena organizada, a pesar de no recibir comensales desde hace más de un año. Allí están las mesas dispuestas en sus salones divididos por colores furiosos, las luces multicolores en el techo y el escenario para el show. Su marquesina simula la proa de un típico vaporetto italiano que resalta en la monotonía de una cuadra que perdió la gracia hace rato. “¿Tiene algo para comer?”, pide con respeto un hombre que lleva al hombro una bolsa, acaso sus únicas pertenencias. Contraste doloroso para una calle que supo de abundancias. A escasas 15 cuadras de Puerto Madero, uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires, la mendicidad es moneda corriente.
“Vayan por la avenida, no caminen por acá”, insiste la vecina que no desea que los forasteros beban un mal trago. La avenida es Almirante Brown, acaso la frontera con la “civilidad”, aunque en el margen del lado Este también viven familias de bien, se ven instituciones religiosas, terminales de colectivos, los infaltables supermercados chinos y algunas despensas y verdulerías modestas, que atienden detrás de rejas que le confieren una dinámica carcelaria a la venta de alimentos. Los robos son demasiado constantes.
Del otro lado de Brown, se ufana orgullosa la “Bombonera” boquense y su museo multimedia, la Vuelta de Rocha, Caminito, el Teatro de la Ribera y el moderno edificio de la invalorable Fundación PROA. Pero las cantinas estaban de este lado, donde hoy impera cierta ley del más fuerte y donde las necesidades urgentes están a la vista, no hay que hacer ningún esfuerzo para toparse con la pobreza indigna, como toda pobreza, o con los que claramente muestran evidentes signos de alguna adicción.
El platito y la propina
En aquellos años locos, las noches arrancaban a las 21 y se extendían hasta las cuatro de la mañana. Puro bullicio. Si no se llegaba temprano, para poder comer había que esperar al segundo turno o al tercero, que podía arrancar entrada la madrugada.
“Primero servíamos la picada con 20 platitos que tenían de todo: distintos tipos de jamón, pescaditos, quesos. No había lugar en la mesa para colocar tanto. Yo siempre le decía al dueño que sacara algo porque era demasiado, la gente se llenaba con eso y no quería seguir comiendo. El segundo plato era una pasta, podían ser espaguetis o ravioles con salsa. Luego se servía el tercer plato que consistía en pollo al horno con ensalada. De postre, siempre había helado. Era un montón y, además, la gente podía repetir lo que quisiera”, recuerda el mozo Pedernera, quien no cobraba sueldo, como era usual en la dinámica de las cantinas. Sus ingresos provenían de las propinas generosas: “Pensando en plata de hoy, podía sacar entre cuatro y cinco mil pesos por noche”. Se trabajaba de martes a domingos. La epifanía de la bacanal profana no contemplaba la gula, uno de los siete pecados capitales. Sobre Necochea, en los templos de sonoridad estridente, la liturgia era menos sagrada.
Si la comida era uno de los atractivos, no se quedaba atrás la oferta artística de cada taberna. Todas contaban con un show exclusivo de algún artista de renombre y de muchos aún no consagrados y que eran presentados por un animador de similar status y deseo aspiracional de llegar a la masividad. “Jorge Porcel surgió animando los shows de Spadavecchia. Juan Carlos Mareco lo vio actuando allí y se lo presentó a Delfor, quien lo llevó a La Revista Dislocada”, rememora Alfredo Alberti. Así fue, en las cantinas de La Boca se amasó el estilo popular del robusto cómico que, años más tarde, conformaría una exitosa dupla con Alberto Olmedo. Palito Ortega, otro prócer de aquella época, tampoco se privó de montar su show aquí. Tony Ciccolella era el animador de La Cueva de Zingarella y uno de los anfitriones más histriónicos de La Boca.
Por Necochea se podía ver cenar al ex presidente Arturo Frondizi o a los ídolos Juan Manuel Fangio y Pascualito Pérez. Si de deportistas se trata, los diversos planteles de Boca Juniors eran moneda corriente. Entre las celebridades extranjeras, Doménico Modugno y Vittorio Gassman se deleitaron con las pastas fatto in casa. En la década del sesenta, el Festival de Cine de la Ciudad de Buenos Aires, presidido por Lucas Demare, sembró de luminarias a la calle de las cantinas, al punto tal que se tuvo que cerrar con vallas los accesos para que las estrellas pudieran acceder al sitio reservado para cenar, sin ser acorraladas por miles de cholulos. A instancias de los Spadavecchia, se cubrió la calle con un toldo y se albergó en la sala improvisada a una audiencia de más de 1200 personas.
Alguna vez estuvieron Mirtha Legrand y Zully Moreno. A Tita Merello se la vio comiendo con Luis Sandrini, entonces su pareja. Y Alberto J. Armando, quien fuera presidente de Boca Juniors, no dudó en estrecharle la mano a Pelé antes de disponerse a la bacanal.
“Decían que La Cueva de Zingarella era la cantina de los artistas. Todos pasaron por ahí. Recuerdo que un domingo llegó Alain Delon, creo que hoy no hay una figura que genere lo que él generaba, se sacaron todas las mesas para que se pudieran ubicar los periodistas de toda Sudamérica”, rememora Pedernera. Para el experimentado mozo, la llegada de Delon tuvo su germen del otro lado del océano: “Julio Morales, un muchacho que trabajaba en el mostrador de la cantina, había conocido a Ringo Bonavena y entablado una buena relación con él. Por eso, el boxeador se lo llevó a una de sus giras por Francia. En una pelea, Morales vio que estaba Delon entre el público. Como no era muy tímido, se acercó a saludarlo y le dijo: ´Cuando vengas a la Argentina te voy a llevar a mi cantina, La Cueva de Zingarella´. Y así fue”. José Marrone era otra de las figuras atendidas por Pedernera, quien no puede olvidar aquella madrugada en la que apareció Roberto Sánchez: “Cuando la cantina cerraba, los mozos cenábamos en una gran mesa. Una noche, alrededor de las cuatro de la mañana, se abre la puerta que daba a Olavarría y vemos que se asoma Sandro. Me quería morir. Se acercó a la mesa y nos dio la mano a cada uno, no quería que nos levantásemos para saludarlo. Acompañado por unas chicas, eligió un lugar cómodo y cenó tranquilo. Cuando terminó de cenar, le dijo al organista: ´Prendeme la máquina´. Se acercó al órgano, se puso a tocar y cantó dos canciones para nosotros. Antes de retirarse pidió la cuenta, pero el dueño no quería saber nada, ´Roberto, cómo te voy a cobrar´. Y él le respondió: ´Si no me cobrás, no vengo más´”.
En los ´70, Violeta Rivas, Néstor Fabián, Chico Novarro, Haydée Padilla y Dany Martin eran los representantes de “la nueva ola” que lograban que la gente se agolpara más de la cuenta sobre los cristales de las vidrieras. Siempre había un patrullero cerca para disipar a los eufóricos fanáticos y conseguir que las estrellas pudieran abordar ilesas sus automóviles. A pesar de lo populoso, para cenar en las cantinas, las damas llegaban con elegantes vestidos y peinado de peluquería. Los caballeros no se podían sentar en las mesas sin un riguroso atuendo de saco y corbata. Al fenómeno de las cantinas se le sumaban varios restaurantes de renombre: El Timón, Munich, El Tiburón y El Pescadito. Con los años, surgieron varias pizzerías, de las cuales una sobrevive: Banchero.
En 1996, ya con un avanzado decaimiento, aunque aún con algunas pocas cantinas funcionando, la actriz y cantante Madonna pisó suelo boquense para filmar la película Evita, dirigida por Alan Parker. Un impresionante operativo se montó en las angostas calles del barrio para que los curiosos y la prensa no pudieran acercarse a las celebridades ni tomar ninguna imagen del rodaje en su jornada decimosexta. La cantina Spadavecchia fue una de las locaciones escogidas para el desarrollo de algunas escenas.
A Necochea, también se la conoció como “la calle del pecado”, debido a las whiskerías y oferta sexual que ofrecía en las madrugadas. “En los años ´30, fue la primera zona roja de la ciudad, pero, en la época de las cantinas, todo era más disimulado, aunque se ejercía la prostitución en algunas piezas arriba de los conventillos. A los turistas que venían a cenar a las cantinas, les daban tarjetitas para visitar a las chicas, pero no era lo más frecuente”, sostiene Alfredo Alberti.
Triste, solitario y final
En Suárez y Necochea, una farmacia reemplaza a la cantina Praiano y, enfrente, una verdulería hizo lo suyo con la trattoria La Sarella. “Este era un lugar de lujo para el turismo internacional que hoy está muerto, degradando a todo el barrio de La Boca. Los vecinos somos los que sufrimos la inseguridad que nace del abandono de esta zona. Sin ir más lejos, Boca Juniors no puede tener actividad nocturna porque, cuando la gente sale, encuentra el auto con los vidrios rotos. Esto sucede en la noche del barrio”, sostiene Alberti, atento a las necesidades de su lugar de pertenencia.
La debacle de las cantinas de La Boca comenzó en la época de la “plata dulce” cuando, en tiempos de la dictadura militar que irrumpió en el país en 1976, a cierto sector de la sociedad le era conveniente el consumo en dólares en el extranjero debido a la política económica imperante en el país. En sincronía, Argentina comenzó a ser un destino caro para el turista llegado de otros lares. En una nueva voltereta financiera, con una crisis más sobrevolando la economía nacional, las marquesinas de neones multicolores y destellantes comenzaron a apagarse.
“Venía mucho turismo. A los brasileros les convenía por el cambio, pero también llegaba gente de Estados Unidos y de Europa. Para el Mundial ´78, la FIFA alquiló todas las cantinas para que pudieran visitarlas las comitivas del mundo”, recuerda Pedernera.
“En los ´80, comenzó a decaer. La economía ayudó a la debacle, pero también la culpa de todo esto la tuvo la inseguridad. Plaza Solís comenzó siendo un foco peligroso y, por la miseria, se fue convirtiendo en un lugar cada vez peor. Pedro de Mendoza está cerrada, a los vecinos nos robaron esa avenida entre la calle Aristóbulo del Valle y Lamadrid. Está muerta, hay un asentamiento y una empresa arenera. Es tierra de nadie y de ahí irrumpen hacia la zona de Necochea todos los delincuentes. Por eso aquí ya no puede florecer nada”, se lamenta el presidente de la Asociación de Vecinos de La Boca.
La cantidad de propiedades tomadas y asentamientos ubicados cerca de Pedro de Mendoza potenció la inseguridad. “En esta zona podés ver motos circulando de contramano que salen a toda velocidad después de robar y con los delincuentes empuñando un arma como si fuera la cosa más natural del mundo y a la vista de todos. Acá los delincuentes van probando las manijas de las puertas para ver cuál pueden abrir para entrar a robar”, describe Alberti. En ese contexto de far west, difícilmente pueda regenerarse un polo gastronómico atractivo y cotizado. “En la avenida Pedro de Mendoza habían hecho un lomo de burro para que los coches tuviesen que frenar y así poder robarles. Necochea no puede resurgir por el oprobio que es Pedro de Mendoza”, afirma el dirigente vecinal.
Ante el avance de la inseguridad, las cantinas se vieron desplazadas por el florecimiento de los carritos de la costanera norte que se convirtieron en coquetos restaurantes. En los ´90, Puerto Madero desplazó hacia allí la oferta gastronómica más codiciada. Hoy, San Telmo, Las Cañitas, Boedo y Palermo también se disputan los tenedores de tendencia. Sin embargo, ninguno de estos centros gastronómicos de renombre pudo emular el clima festivo de las cantinas de La Boca, ese fenómeno colorinche que invitaba a los platos desbordantes, bien alejados de la costosa comida gourmet, y a la diversión.
“En una oportunidad me llamó una persona de apellido Carricat para comentarme que había comprado Spadavecchia, se había asociado con Il Piccolo Vapore, he invertido mucha plata. Pero fue imposible. Sin la ayuda de la política, no se puede”, reconoce Pedernera. Ante la decadencia sin solución, la mayoría de los dueños de las cantinas abandonaron sus propiedades. Por eso, buena parte de los locales hoy están intrusados.
“Hubo proyectos para reflotar la zona, pero quedaron en la nada. Uno de ellos vinculaba Caminito con Necochea para luego empalmar con la Usina del Arte, pero se seguía dejando Pedro de Mendoza a favor de la delincuencia”, sostiene el presidente de la Asociación de Vecinos. También existió un plan para hacer circular el fallido tranvía de Puerto Madero, que solo funcionó unos pocos años, desde Retiro hasta Caminito, bordeando el puerto y el Riachuelo. “Un diputado se hizo una foto arriba de una locomotora en una estación que montaron atrás de Caminito, pero ese tranvía jamás funcionó. Desde la Asociación, estamos cansados de reclamarle a Horacio Rodríguez Larreta, la urbanización de este hermoso rincón boquense, pero no hay caso. Para los gobiernos de la ciudad esta zona no existe. Estamos muy enojados con todos los gobiernos desde el ´80 para acá. Todos tenían proyectos y ninguno los cumplió. Es más, muchos quisieron hacer negociados para ellos y no buscar el beneficio de la ciudad. Uno sufre con este panorama. En La Boca tenemos el Riachuelo que contamina tanto, pero podríamos tener a una industria sana como es el turismo, que genera recursos sin chimeneas. Esta zona podría haber crecido, pero nadie vendrá a invertir si no hay un apoyo político”, finaliza Alfredo Alberti, la voz de tantísimos vecinos con idénticas preocupaciones.
Ya no circulan las multitudes bulliciosas ni los trasnochados que salían de cenar a la madrugada. Imposible pensar en el turismo o en la visita de una celebridad famosa. Los locales derruidos esfuman la esperanza, aunque es lo último que se pierde. La vuelta a la actividad de la calle Necochea tiene sabor a milagro. Pero, se sabe, de ilusión también se vive.
Allí están los letreros oxidados, las luces de colores que ya no encienden. Entre los restos primitivos de lo que fuera una cantina aún persiste sobre el piso una guirnalda de la que pende un letrero de “Feliz cumpleaños”. Más allá, una pareja de roedores, amo y señores del lugar, transita la vereda con autoridad. Por las noches ya no se escucha la risa de la gente. Ahora, el silencio puede ser interrumpido por el estruendo del tiro de un arma de fuego arrojado para intimidar en esta geografía urbana deteriorada. Las cantinas de La Boca desaparecieron y este rincón de la ciudad tan cercano y tan lejano parece vivir la acefalía del olvido y la desidia. Tan a la vista y tan invisible a la vez, sufre la ignominia de ya no ser.
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