Tenían todo lo que muchos consideran esencial, pero estaban desencontrados como pareja y familia; hasta que una oportunidad laboral cambió todo.
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Estaban en lo que muchos podían considerar una situación ideal. Tenían departamento propio, trabajos estables y rentables cerca de su domicilio, los hijos escolarizados y con actividades deportivas para mantenerse activos… Pero un buen día comenzaron a cuestionarse si esa era realmente la vida que querían, para ellos y para sus hijos. La realidad es que se sentían desencontrados como pareja y notaban que los chicos estaban agobiados por las tareas y el encierro. Los veían apagados. No brillaban.
Pilar y Manuel se habían conocido en una peña a sus 17 años. Casualmente, o no, en aquella época ambos tenían campos familiares próximos, con lo que el noviazgo comenzó con esa impronta rural y pronto se convirtió en un estilo de vida, entre los caballos criollos, los carruajes y las vacas. Cuando se casaron, vivieron en Barrio Norte, en la ciudad de Buenos Aires, durante dos años. “Luego convencí a mi esposa de vender el departamento y comprar casa en San Isidro, en zona norte. Pero duró poco ya que no se adaptó al cambio y, finalmente, volvimos cabizbajos a la capital a un departamento que compramos en Recoleta, en Guido y Av. Callao”, detalla Manuel Córdoba de la Vega.
Una rutina aburrida y desencontrada
En esa vivienda algo comenzó a hacer ruido dentro de ellos. La rutina durante la semana era muy aburrida y desencontrada. Los adultos estaban abocados a sus trabajos y las cuatro chicas con doble escolaridad y gran cantidad de tarea de lunes a viernes.
En ese contexto, a mediados de 2015, el matrimonio dio inicio a un proceso de búsqueda de oportunidades y opciones. Hasta que en el propio trabajo de Manuel, en el Departamento Agropecuario del Banco Galicia, le ofrecieron inaugurar una sucursal en Cañuelas. Allí estaba recientemente construida una precaria casa de campo que el matrimonio había adquirido, ubicada a 5 km del asfalto con acceso por un camino de tierra difícil de transitar y donde los cortes de luz eran moneda corriente.
“Nos mudamos bajo un contexto de muchas certezas pero con mucho espíritu y necesidad de renovación. Trabajo hace doce años en el Banco Galicia, en un puesto gratificante pero cansador y de estrés constante con lo cual la necesidad del cable a tierra era imperiosa. Quería lograr conectar con la naturaleza como en la infancia. Fue así que, teniéndolo todo en nuestra vida citadina, decidimos salir de este estado adormecido para lanzarnos a una vida mucho más plena tanto matrimonial como de unión familiar. Todos teníamos esa rebeldía guardada hasta que un día sin pensarlo mucho y sin derivar los miedos nos fuimos al campo”.
"Teniéndolo todo en nuestra vida citadina, decidimos salir de este estado adormecido para lanzarnos a una vida mucho más plena"
“Nos hemos vuelto más pacientes”
La casa es una vivienda rústica a 5 km del asfalto, sobre camino de tierra y con las incomodidades que eso puede acarrear para alguien que está acostumbrado a una vida en la ciudad. Hay dos cuartos, uno matrimonial y otro para las cuatro hijas de la pareja. Las estufas y cocina funcionan a leña y, si bien es incómodo, Manuel reconoce que tienen su encanto. Sin duda el fuego es el protagonista de la historia: fuera de la casa durante la primavera y verano para las reuniones familiares y de amigos, y dentro de casa durante el otoño e invierno. Además, cuentan con una gran huerta, gallinero y frutales.
“Lo más difícil al principio fue lograr que Pilar, mi mujer, manejara ya que en la cuidad no necesitaba con lo cual no sabía. Y además teníamos que considerar la variable constante del barro, sobre todo en invierno. En ese barro hay que entrar y salir todos los días al colegio y al trabajo, eso no se negocia. Pero el lado positivo es que, aunque estas variables son incómodas, quedan bajo nuestro control, a diferencia de lo que nos pasaba en la ciudad. Por ejemplo, si se corta la luz -algo que ocurre con muchísima frecuencia- se prende el grupo electrógeno. Si llueve, salimos con 4x4 o botas o bicicleta pero salimos. Si hace frío, se prende fuego y listo. En la cuidad te agarra una manifestación, entonces no podés transitar. Se corta la luz en el edificio y tenés que prender velas y esperas. La realidad es que nos hemos vuelto menos dependientes y más paciente de lo que ocurre. Todo tiene una solución”.
Un cambio transformador
Mucho está por verse pero Manuel afirma que es mucho lo que ganaron y poco lo que perdieron. Ganaron horas, días y años de vida familiar, de charlas y encuentros íntimos. De salud mental, de disfrute constante de pequeñas cosas que pasaron a ser diarias. Ganaron momentos imborrables, anécdotas, risas, confianza y cercanía. “Ganamos valores familiares que se pierden día a día por la rutina en la ciudad. Además, el contacto con la naturaleza constante hace que uno esté mucho mas pendiente de su entorno, de lo que nos rodea, los sentidos puros y permeables. Uno pasa a ser parte del ecosistema y está más pendiente de los árboles, los pájaros, los sonidos y los colores. La riqueza de lo natural pasa a ser primordial y a tener un valor agregado destacable”.
El día a día está organizado. En época escolar, Pilar sale a las 7.15 de la mañana con los 5 chicos al colegio. Allí cursan hasta las 17 h. Por eso, de lunes a viernes a las 18 h se encuentran todos a tomar el té y merendar. Manuel arranca a la misma hora. Mate en mano, antes de salir para el banco, pasa a ver a las vacas que viven en el campo, chequea que los terneros estén bien, que tengan agua fresca y que no haya alambres rotos. “Es mi momento y lo disfruto mucho sinceramente”.
Pero siempre aparece algún cambio de planes: invitaciones de amigos del colegio, compras, mandados, actividades como canto, guitarra, etc. Todos los días son diferentes, el viaje al pueblo es algo constante y el barro dejó de ser un obstáculo. Lo han naturalizado. “Aquí vivimos con algunas incomodidades pero nos reencontramos como matrimonio y, para nuestros hijos, fue un cambio absolutamente transformador”.
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