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Ocurrió una tarde lluviosa de otoño mientras caminaba por la avenida Córdoba y miraba las gotas de agua que caían sobre sus zapatos. Pensativo, se dejó llevar por el momento y aprovechó que el piso estaba resbaloso para jugar a patinar, como tantas veces lo había hecho durante su infancia. Hacía tiempo venía evaluando la posibilidad de explorar nuevos horizontes. Y no era algo que él solo percibía. De hecho, durante los últimos años en ejercicio de la profesión, muchos amigos de su círculo íntimo le habían comentado que no lo veían bien.
— Dedicate a lo tuyo, le repetían una y otra vez. “Como suele suceder con todo en la vida, los de afuera tenían más confianza en mí que yo en mí mismo”, recuerda Rodrigo Lantarón (49). La realidad era que para esa altura de su vida no era feliz con su trabajo. No le gustaba el ambiente y las diferencias abismales entre la teoría estudiada y la práctica. Y así, el tiempo lo fue desilusionando y convenciendo de que, quizás, había otros caminos por recorrer.
Vida sobre ruedas
Nacido en el barrio de Recoleta de la ciudad de Buenos Aires, en la casa de sus abuelas, recuerda una infancia muy feliz. “Soy el mayor de seis hermanos y mis padres me tuvieron muy jóvenes. Eso influyó mucho en mí ya que, además de haberme dado un ambiente distendido, me ayudó a mirar la vida de otra manera. Me crie en Martínez (la localidad del partido de San Isidro en la zona norte de la provincia de Buenos Aires) a donde llegué de muy chico”.
A los cinco años recibió un regalo que lo cambiaría todo. “Mi primer skate fue una Leccese amarilla que me regalaron mis tías abuelas. Desde ese momento no me bajé nunca más de la tabla, aunque comencé a tomármelo más en serio a partir de los diez. No solo lo usaba como medio de transporte, sino también como divertimento diario. La plaza de Martínez, la avenida Libertador y varios spots del centro fueron los lugares en los que aprendí a andar y conocí mucha gente. No había skateparks en esa época así que hacía pruebas en la calle. El momento que recuerdo que me voló la cabeza por primera vez fue ver en Harrod’s una rampa de skate transparente y un tipo disfrazado de Darth Vader el mismo día”.
“Nunca dejé de andar en skate”
Como muchos niños de su época, quiso ser futbolista. Pero su madre lo convenció de que enfocara su esfuerzo en otra dirección. “Luego quise ser diseñador gráfico -de chico gané un concurso de dibujo-. Pero, a la larga me decidí por derecho ya que como tengo buena memoria pensé que sería una buena elección”.
Finalmente, una vez finalizado el colegio secundario y luego de catorce meses en el servicio militar obligatorio, más un tiempo en trabajos varios, comenzó la carrera universitaria. “La facultad me encantó. Fue como volver al secundario, pero más divertido. Tuve muy buen promedio y además trabajaba como gerente en una pyme. Además, nunca dejé de andar en skate”. Algo que en ese momento no sabía pero que daría sus frutos con los años.
“Me pagaban tan mal…”
A diferencia de la experiencia en la universidad, recuerda los primeros años en ejercicio de la profesión con cierto sabor amargo. “Malos jefes, mezquinos, malas condiciones de trabajo, mucho acomodado y mucho amiguismo. El pago no era proporcional a lo que había estudiado. No había recompensa al mérito. Trabajar de abogado distaba mucho de lo que los juristas romanos nos habían contado. Me pagaban tan mal que al final del día debía elegir entre un pancho y un atado de cigarrillos Camel 10″.
En todos esos años no se había alejado del skate. Amistades, proyectos, viajes, siempre había “algo” que lo llevaba una y otra vez hacia ese lugar donde se sentía tranquilo y feliz. Es más, en los últimos años había trabajado en forma desinteresada y voluntaria en lo que luego sería la Asociación de Skaters de Zona Norte, desde donde todavía trabaja por el desarrollo de la actividad. Dueño y corredor de “1640 skateboards”, una marca de artículos y ropa para la disciplina, tuvo también shows radiales, podcasts de su creación y participaciones televisivas.
Alivio y alegría para una nueva etapa
Hasta que se animó, cerró los ojos y dio el salto que necesitaba. Colgó el traje de abogado, presentó su renuncia en la escribanía donde estaba empleado y se lanzó a la aventura. “Si bien siempre había hecho cosas ligadas la skate y daba clases eventualmente, no vivía 100% de eso. Al principio fue tirarme al vacío. Todo era incertidumbre y, no saber si iba a llegar a fin de mes, me llenaba de ansiedad. Sin embargo, y aunque no sabía si mi idea de vivir del skate prosperaría, esos meses en mi nueva vida fueron una mezcla de alivio y alegría”.
Poco a poco, el skate se convirtió en su estilo y medio de vida. Se lució en eventos nacionales e internacionales y también enseñó a chicos de barrios carenciados en zona norte como parte de un trabajo con el Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires.
Actualmente Rodrigo dirige una escuela en el skatepark de Nordelta, que es privado pero de acceso libre y gratuito. “Se acercan todo tipo de alumnos y de todas las edades a aprender a andar en skate. Algunos tienen una habilidad innata, a otros les cuesta más, pero en todos los casos el aprendizaje va más allá de simplemente lograr bajar una prueba: a través del skate se aprende a perder el miedo, a ser perseverantes, a bajar los niveles de ansiedad, a tolerar la frustración, a caer y volver a levantarse”.
A los 49, con la experiencia de lo vivido, asegura que el skate lo ayudó a conectarse con una vida más simple. “Quizás es lo que necesitamos para estar más contentos. Reconozco que soy un tipo particular, siempre me gustó hacer las cosas a mi manera. Pero no me arrepiento de nada de lo que hice en mi vida. No volvería a ejercer la abaogacía. Con el skate gané tranquilidad, paz y confianza en mí mismo; más y mejores años de vida”.
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