Varios episodios de fiebre alta fueron los primeros síntomas que tuvo Agustín hasta que después de dos años lograron comunicarle qué era lo que realmente padecía.
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En el plazo de dos años, Agustín Machado (46) padeció diversos episodios, cuatro en total, en los que levantó fiebre. La primera vez, en noviembre de 2016, cuenta, tomó Paracetamol y la temperatura volvió a los niveles normales. La segunda vez, en enero de 2017, además, presentó manchas en la piel en diferentes partes de su cuerpo por lo que decidió ir a una dermatóloga que le dijo que esa erupción se iba a ir sola. Y así sucedió.
“Los episodios anteriores habían ido creciendo en intensidad. En uno de los últimos, me habían tenido que dar un Decadrón para calmarme y las fiebres llegaban a los 39/40 grados. Me había hecho estudios y también consultado, pero siempre me decían que la fiebre era por diversas cuestiones como estrés, ataque al hígado, cansancio, sol, virus que andan dando vuelta. Tiempo después, comprendí que los médicos no habían prestado atención a las inconsistencias de los estudios”, dice Agustín.
Sin embargo, en enero de 2017 estando en la casa de sus padres comenzó a sentir dolor en todo el cuerpo. “El recuerdo que tengo de ese día y hasta el momento del diagnóstico es que ya sospechaba que estaba pasando algo grave. Las repeticiones de las fiebres no eran normales. De todas formas, al ser fiebres tan fuertes, no reaccionaba con fuerza frente a los diagnósticos fallidos. Yo estaba en otro mundo”.
Una especialista en fiebre poco especialista
Tras ese cuadro, a Agustín le realizaron un análisis de sangre que no dio bien y una tomografía que determinó que el bazo estaba más grande de lo normal. Sin embargo, el médico clínico de consulta de la familia desestimó esos resultados y atribuyó todo a un virus.
En abril de ese mismo año Agustín fue a la guardia del Sanatorio Las Lomas donde la atendió una especialista en fiebre. “La doctora me palpó y no acusó recibo de nada. Después, no me quiso hacer un examen de sangre. Me lo hicieron gracias a que otras dos médicas me vieron muy mal en el shock room y me insistieron en realizarme el estudio. Cuando estuvo el resultado de la sangre, la doctora de la fiebre insistió con que estaba todo bien y se llevó el estudio. Cuando Angie (su mujer) lo fue a buscar y vio su estado, fue corriendo a buscar una copia del estudio que más tarde le pasó a una amiga médica clínica que, en dos segundos, nos dijo que los resultados estaban mal”.
“No quiero que mis hijas se olviden de mí si me muero”
Hasta ese momento Agustín hacía una vida normal como cualquier hombre de su edad. Estaba casado con Angie y disfrutaba de sus dos hijas: Cata y Martu. En lo laboral, se había alejado del periodismo y tenía una empresa de software con un amigo. Además, disfrutaba mucho de pasar tiempo con sus padres y sus hermanos y jugaba bastante seguido al tenis con sus amigos.
En la Clínica Adventista, cuenta, le hicieron todos los estudios posibles para determinar qué era lo que estaba funcionando mal en su organismo. La sangre no arrojaba buenos valores y se determinó que había muchas probabilidades de estar padeciendo una enfermedad oncológica. “Yo ya veía venir algo así, realmente estaba muy mal y estuve todo el día en una silla de ruedas yendo de acá para allá o en una cama dentro del Shock Room. Ahí trataban de bajarme la fiebre con Paracetamol. Pero llegó un momento que ya no hacía efecto y empezaron a ponerme varias bolsas de hielo que ayudaron a que la fiebre no pasara los 40 grados”, recuerda.
¿Cáncer, hepatitis o un virus muy grave?
Cuando lo trasladaron al Instituto del Diagnóstico, Agustín tampoco sabía cuál era su diagnóstico. En ese momento, confiesa, empezó a pensar en el final y en lo sorpresiva que era la muerte. “No quiero que mis hijas se olviden de mí si me muero. Pensaba en la amnesia infantil, cuyas características detalló Freud, donde los chiquitos se olvidan de su infancia. Si bien la teoría, creo, dice que es alrededor de los cinco años, creo que dura más. Me imaginaba esa posibilidad como cierta, sobre todo porque mis hijas tenían entre tres y siete años. Tengo amigos que quedaron huérfanos y no tienen recuerdos de sus papás. Apenas algunos flashes. Nunca tuve miedo de morirme. No es una idea que me agrade, pero lo acepto como parte de la vida. De todas formas, al ser algo tan repentino, tampoco tuve mucho tiempo de pensar. Quizás, si tuviera una enfermedad terminal que durara mucho tiempo, mi actitud podría ser otra. En todo caso, creo mucho en la actitud de resignación frente a lo inevitable”.
Más allá de las preocupaciones, de la incertidumbre y de los miedos que sentía Agustín, Angie y sus hijas fueron los tres motores que lo impulsaron para ser más paciente y optimista esperando ese diagnóstico que, estando internado, aún no llegaba.
Los posibles diagnósticos que le especificaban los médicos eran cáncer, hepatitis o un virus muy grave. “Por las caras que me ponían los médicos el panorama era muy malo y durante los dos primeros días llegué a pensar que era el final”, confiesa.
Se devela el diagnóstico
Recién a los ocho días de internación le dieron la noticia. Padecía Leucemia No Hodgkin de Tipo B (también conocida como linfoma) en el Marginal Esplénico, enfermedad que era tratable por lo que Agustín experimentó una sensación de alivio. Parecía que después de tantas idas y vueltas se había acabado la incertidumbre. Para curarse de la enfermedad debían operarlo para extraerle el bazo entero y, después, quizá necesitaría quimioterapia.
Durante la internación Agustín debió estar aislado para evitar que cualquier virus o bacteria pudiera complicar tu situación. “Las medidas eran bastante estrictas ya que la leucemia te quita las defensas y cualquier virus puede hacer un desastre en tu cuerpo. Todas las mañanas se limpiaba la habitación en profundidad. Todas las personas que entraban lo hacían con barbijo y se limpiaban las manos con alcohol antes de entrar”.
Mientras esperaba por la intervención quirúrgica, Agustín no se podía sacar de la cabeza que en pocos días sería el casamiento de uno de sus hermanos en Cartagena (Colombia). Como los médicos lo autorizaron, finalmente viajó junto a su esposa. “El viaje a ese casamiento fue una inconsciencia. Casi no tenía defensas y me podría haber agarrado cualquier cosa. Puedo decir que me cuidé bastante de no abrazar a nadie, ni dar la mano, algo que es un factor transmisor de virus. Alguna gente se ofendía, entendían que lo hacía de estirado y no hacían caso a mis explicaciones. Llegaron a decirme `pero si yo estoy bañado, limpio, no te voy a ensuciar ni transmitir nada`. En varios momentos tuve ganas de volver y maldije estar ahí. Tenía bastante miedo de agarrarme algo. Por suerte no pasó nada y el viaje se convirtió en una experiencia increíble e irrepetible”.
Cambio en el diagnóstico
Al regresar de Cartagena Agustín se anotició de que el estudio que le habían realizado de su médula ósea no estaba completo en la primera patología. El mismo debía pasar por el microscopio de la hematóloga y dos máquinas.
Entonces, realizó una consulta con una hematóloga que le recomendaron para poder tomar una decisión más acertada ya que Isolda Fernández, la hematóloga de Fundaleu, le había dicho que no tenía sentido operar y le insistió en que, si bien todo apuntaba al linfoma de tipo b, la patología estaba incompleta.
“Fue algo muy bueno porque resultó ser una leucemia más benigna que la anteriormente diagnosticada y el tratamiento era más rápido. El diagnóstico cambió porque se hizo una nueva patología y se respetaron los protocolos. No tuve mucho tiempo para pensar porque ni bien se confirmó la patología me internaron. No había tiempo que perder. Yo creía, hasta ese momento, que tendría unos días para organizarme, pero no. `Tenés un linfoma de células vellosas, en dos horas te esperamos para internarte`, me dijo Isolda. Me despedí de las chicas y me fui a internar”.
“Me quedé sin defensas y me entró un virus”
Atrás había quedado el diagnóstico que había recibido antes de viajar a Colombia, como así también la operación que iba a extraerle el bazo. Finalmente, Agustín debió someterse a siete sesiones de quimioterapia de 23 horas cada una.
“Estuve toda la semana conectado a la máquina. Día y noche. Después, me quedé sin defensas y me entró un virus, así que me quedé más de 10 días luchando contra la fiebre, enchufado a la máquina, donde probaban diferentes antibióticos para vencer al virus. Por suerte, las defensas se fueron recuperando y a los 10 días mi cuerpo logró curarse. No tengo mucho recuerdo de esos días con el virus ya que lo pasé casi todos los días con fiebres muy altas y dormitaba todo lo que podía. En total, estuve unos 20 días internado”.
Crónicas para renacer
Agustín no sabe si se aferró a algo o alguien especial a la hora de aguantar todo lo que le había ocurrido en las últimas semanas. Dice que se dejó llevar. Sin embargo, la presencia de Angie fue fundamental no solo en lo emocional, sino también en lo práctico. “Ella sabía más de la enfermedad que yo. Se ocupó de que la casa estuviera impoluta las 24 horas durante mi internación domiciliaria y utilizó toda su energía para que yo pudiera concentrarme en recuperar la mía. Las nenas se asustaron mucho. Lloraban cuando las dejábamos en el colegio. La más chiquita me curaba todas las noches con su set de la doctora juguetes. De todas maneras, siempre estuvieron al tanto del proceso y supieron comportarse en cada momento. Maduraron de golpe y, a la vez, siguieron siendo niñas. Por suerte, todo volvió a la normalidad”, agradece.
En 2020 Agustín decidió escribir Crónicas para renacer, un libro en el que cuenta en tiempo real cada uno de los momentos que tuvo que afrontar desde la primera internación hasta su curación. “Siempre había querido concretar una novela, pero nunca lo había logrado. Empezaba las historias y las dejaba sin terminar. Aún lo hago. La enfermedad me dio la oportunidad de tener mi primera novela o crónica novelada. Tenía una historia que empezaba y terminaba. Por otro lado, me sirvió para canalizar la intensidad de la enfermedad, algo que aún hoy estoy procesando”.
Agustín cuenta que actualmente sigue con la misma familia y amigos y que está volviendo a incursionar en el periodismo. “Poco a poco, la enfermedad ha pasado a formar parte de mis recuerdos, aunque aún tengo que hacerme controles cada seis meses. Intento disfrutar de las cosas pequeñas y me considero un privilegiado por el acceso al tratamiento que tuve”.
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