Cancelar o ser cancelado: la cultura de dar de baja a quien no nos agrada
Si bien la corrección política o la policía ideológica no es un invento moderno, existe una idea bastante puntual que ha ganado peso específico en las redes en los últimos tiempos: la cancel culture. Se habla de cancel culture cuando una celebridad (artista, político o deportista) comete algún furcio o da un paso en falso con declaraciones o acciones que son mal vistas públicamente, y se lo "cancela" en las redes sociales de forma masiva. Como todo meme o ícono de la cultura pop su origen podría tener varias versiones, aunque el consenso es que su uso proviene del llamado Black Twitter (colectivo de Twitter enfocado en cuestiones de interés para la comunidad negra en los EE.UU.). A partir de allí, su uso comenzó a generalizarse, trascendiendo cuestiones meramente raciales.
Las primeras bajas se dieron en el ambiente artístico con el notable cambio que se advierte hoy día en el showbiz, a raíz del movimiento #MeToo y otras reivindicaciones de corte social de minorías (raciales, sexuales, etc.) que tienen cada vez más injerencia en términos de la opinión pública. Sin embargo, con 2018 llegando a su fin nadie parece haber quedado excluido, y la larga lista incluye desde personalidades como Roseanne Barr, Kevin Spacey, Taylor Swift, Erykah Badu, pasando por Bill Gates, Cristiano Ronaldo, Antoni Porowski y el youtuber Logan Paul (por subir un video de un aparente suicidio), sin olvidar el constante abonado a estas listas, Kanye West (cuyos dichos sobre la esclavitud como algo optativo quedarán grabados a fuego en algunos lectores).
Ahora, como se preguntaba un editorial reciente del The New York Times titulado "Todos están cancelados", en el que también se hace referencia a la posible caducidad del propio concepto ("Decir que algo ha sido cancelado también se ha dado de baja"), ¿cuál es el límite? ¿Moda pasajera o nuevo estado de intolerancia que llegó para quedarse?
Pero ¿de qué hablamos exactamente cuando hablamos de cancel culture? "Para mí, es una expresión de autonomía, una especie de rompimiento y posterior recuperación del poder propio", explica Meredith Clark, profesora del Departamento de Medios de la Universidad de Virginia, Estados Unidos.
Críticos y analistas coinciden en que esta modalidad de separarse de alguien cuya expresión artística, política o actitudinal ya no es bienvenida, es un reflejo de un nuevo estado de conciencia general. Una forma de boicot cultural, pero también de catarsis colectiva para con más o menos humor lidiar con determinados sucesos que a veces se presentan como contradictorios, difíciles de procesar o shockeantes. Claro que esto no quita la indignación, que encuentra siempre nuevas maneras de materializarse.
En esta era de entretenimiento e información en la web –también conocida como infotainment–, en la que la opinión se ha vuelto una commodity y un nuevo lenguaje de validación se extiende a través de las redes sociales con gestos tan expeditivos como likes o RT, pareciera que figuras como la del cancel culture no hacen más que contribuir con una visión simplificada de la realidad. Con esto en vista, muchos señalan que el problema de los veredictos absolutos (cancelado o no cancelado) es que se pueden perder de vista en el análisis los matices de cada caso, transformando un acto de conciencia y expresión en un ejercicio constante de purismo y censura.
Por supuesto que no todas las "cancelaciones" son creadas igualmente, y mientras que algunas alcanzan veredictos unánimes y se mediatizan casi instantáneamente (nadie puso en duda el veto a Bill Cosby o Harvey Weinstein), otros adquieren visibilidad como simples memes diarios. Algo pasatista que alimenta videos en YouTube o el trendtopic de la semana. Es un juego peligroso y muchos se encuentran temerosos, sobre todo ahora que deben rendir cuentas –quizá más que en cualquier otro momento– a audiencias atentas y más canales descentralizados de difusión y reproducción. O como el crítico afroamericano Wesley Morris señala sobre esta nueva era de corrección política: "La conversación está exasperada y los veredictos se vuelven conclusivos. La meta es proteger o condenar el trabajo no por su cualidad per se, sino por sus valores".
Surge así una nueva predisposición para apreciar los consumos culturales y a quienes los producen: separar obra y artista ya es algo del pasado, y el surgimiento de una nueva ética de consumo parece inminente, con una gran incidencia de la coyuntura actual en el arte. Si no, basta con ver la ola de celebridades que vienen siendo ajusticiadas recientemente, ya sea por conductas problemáticas, comentarios racistas o abusos verbales de cualquier otro tipo.
"Creo que hay ideologías que no son ‘otras opiniones que hay que respetar’. Cualquier forma de odio hacia una minoría, deberían ser inadmisibles en los medios de comunicación. No se trata de corrección política y censura, sino de equidad. No sé cuál sería la vara para determinar qué es más o menos grave, o merecedor de ser ‘cancelado’, pero creo que hay que comprender que es parte de un proceso histórico y social en el que lo primordial es proteger a las víctimas, y en el que la seriedad de la ‘cancelación’ se va a determinar sola por el tiempo. No creo que un abusador sexual como Kevin Spacey vuelva a trabajar. En cambio, Araceli González fue ‘cancelada’ cuando dijo que no era feminista porque amaba a su marido y a su hijo varón e inmediatamente fue ‘descancelada’ cuando fue informada sobre el tema y reconoció su error públicamente", sugiere Tamara Talesnik, autora del newsletter con perspectiva de género Vana, entusiasta y ridícula.
Lo políticamente correcto
Si la expectativa es hoy ser políticamente correctos y conscientes, el objetivo final se termina transformando en no quedar del lado "incorrecto". Esta pulsión no solo ha permeabilizado a los que consumimos contenidos, sino también a los que los generan, fruto de este cambio cultural al que asistimos. Pero ¿dónde se sitúa el límite entre lo aceptable y lo que debe ser condenado, y quién lo establece? ¿Es algo estático, o pasible de cambios en el tiempo y excepciones?
"El problema de la cancel culture es que no permite a la gente la capacidad de aprender de sus errores. Los individuos son simplemente tachados o se les retira el apoyo, sin importar la explicación o el pedido de disculpas. El mundo no es una simple dicotomía entre ignorancia versus autoconciencia. La gente está aprendiendo todo el tiempo, y hay distintos grados de conocimiento", contextualiza Cait DeLucchi, de la Universidad de Florida, Estados Unidos.
Aunque los juicios para cancelar o no a alguien se pueden basar tanto en hechos actuales como pasados (recordemos el caso de James Gunn, director de Guardianes de la Galaxia, despedido por un tuit viejo encontrado en su feed), sin responder a una secuencia cronológica, los veredictos permanecen indelebles como una letra escarlata para los acusados. Casi sin dar lugar a la posibilidad de recuperación o redención. O al menos para la mayoría de los implicados.
"Me parece bien la movida del cancel culture en casos como el de Harvey Weinstein y Bill Cosby. Aunque admito que otros casos ya son extremos. Son épocas de mucha sensibilidad, pero también se confunden conceptos, y a veces ocurren casos como el de cancelar a alguna figura por un comentario desafortunado. Como sucede con muchas cosas, su uso comenzó a ser bastardeado", opina Marías Orta, periodista de espectáculos y creador de @asalallena.
Existen ejemplos en donde los acusados, a fuerza de esfuerzo y aprendizaje, lograron revertir su imagen. Un caso muy citado es el de Emma Watson, la joven actriz que alguna vez hiciera referencia al feminismo como algo no inclusivo, y que luego de disculparse y educarse, hoy trabaja como embajadora de la ONU en temas de género.
Más allá de las distintas posturas en torno a la cancel culture, o si ciertos personajes merecen o no el beneficio de la duda –¿acaso Twitter perdonaría a Amalia Granata por sus dichos sobre el aborto?–, algunos interrogantes van más allá y tienen que ver con el poder y la influencia de los personajes involucrados, y cómo esto juega a favor aun en casos de condena moral generalizada. Es decir, el cancel ¿aplica a todos por igual? y ¿es realmente tan definitiva la condena?
"Una figura política parece tener la habilidad para ser juzgada más allá de su discurso, la cancelación no es práctica suficiente como para sacar a alguien de un cargo o de la política", se plantea en la nota de The New York Times. Y puede que sea verdad, después de todo, Trump, uno de los políticos más lapidados públicamente del último tiempo, no solo continúa en su puesto, sino que para algunos analistas su mala fama ha sido uno de los motivos por los cuales llegó al poder. Otros como el mencionado Kanye West continúan vendiendo discos por millones y apareciendo en TV y la tapa de las revistas.
Y si la cancel culture no es más que performática o simbólica, un sinónimo del pulgar hacia abajo para la era cibernética (a falta de botón de "No me gusta"), ¿qué relevancia tiene entonces? Tal vez su valía resida en constituirse como uno de los primeros ensayos de este nuevo escenario, hacia una sociedad más crítica y autoconsciente, que con el tiempo irá limando aquellas posturas extremas, entendiendo sus contradicciones y produciendo juicios de mayor complejidad. En cualquier caso, bienvenido el debate.