Por el honor. Se retaron a duelo, involucraron a seis padrinos y dejaron un sinfín de preguntas sin responder. Todo por la dignidad del oficio.
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Era una de las tantas conversaciones que podían darse en un encuentro social en las tardes de Buenos Aires. Sin embargo, un comentario encendió la mecha. En noviembre de 1907, una señorita perteneciente a una distinguida familia de la ciudad reveló con alegría que el corazón de su hermana ya tenía dueño. Se refería a Miguel De Santi, un caballero italiano de treinta años que había emigrado al país con sus padres siendo niño (la familia era oriunda de Campo Basso, en el centro sur de la península itálica). En 1907, el agraciado De Santi llevaba doce años —tal vez un poco más— dedicado al oficio que le brindaba sustento: era fotógrafo especialista en retratos y producciones de estudio.
La confesión de la hermana de la enamorada se topó con un iceberg. Cesar Matías Roldán se permitió opinar que esa relación no correspondía, ya que una señorita de sociedad no podía aspirar a relacionarse sentimentalmente con un fotógrafo. Con su observación, el caballero encendió la mecha que no tardó en llegar hasta De Santi, trabajador honrado que se sintió ofendido en su orgullo. De inmediato convocó a dos personas de su confianza, el teniente de fragata Arturo Cueto, con carrera ascendente en la Armada, y el ingeniero Juan Ángel Briano, 30 años, quien se desempeñaba en el Ministerio de Obras Públicas, especializado en ferrocarriles.
Los nombró sus padrinos. Esto significaba que debían informarle a Roldán —un año mayor que el italiano— que su ahijado estaba ofendido y que lo retaba a batirse en el campo del honor. Ese era el primer paso. Luego, dependían de la reacción de Roldán que manejaba las siguientes alternativas: designaba sus dos padrinos para que se reunieran con los del fotógrafo y organizaran el duelo; o enviaba una carta en la que se retractaba y expresaba sus disculpas para, de esta manera, dejar a salvo el honor del ofendido.
El jueves 14 de noviembre, los padrinos se entrevistaron con Roldán en su escritorio de la calle Florida 230. El caballero consideró que el planteo de los señores era absurdo. Pero trató de conservar la calma y, más allá de que les diera su particular parecer, acordó con sus intrerlocutores que les enviaría una carta aclaratoria. Esa tarde recibieron la nota con el siguiente texto:
Señores Juan A. Briano y Arturo Cueto:
Mis distinguidos:
En la conferencia solicitada por ustedes, manifestándome que venían en nombre y representación de don Miguel De Santi, para exigirme la explicación y sentido de una frase empleada por mí respecto de este señor, su retracción en caso de ser si significado deprimente, y su fuese denegada, una reparación por las armas.
Haciendo esfuerzos de memoria para reconstruir dicha frase, pues que ha pasado algún tiempo desde que fue ella pronunciada, y no es posible guardar en el recuerdo con caracteres indelebles todas las insignificantes trivialidades que pueden ocurrir en la vida diaria.
Recuerdo que, efectivamente, dialogando en una reunión social con una niña, supe que su señorita hermana era festejada por dicho señor De Santi, y como se ofreciera a dar mi opinión, lo manifesté en forma quizás algo humorística. Es lamentable que una niña de posición social distinguida sea festejada por un fotógrafo.
Porque, efectivamente, estimados señores, dentro de mi concepto en las diferentes categorías que mi criterio clasifica a las profesiones, la de fotógrafo no me parece distinguida en el sentido social de la palabra. La equiparo con la de otros gremios similares; y este es un concepto íntimo que está en la sangre, que no puede ser desalojado, y que profesan la misma convicción que yo, todos aquellos que han tenido la suerte de nacer con cierta cuna, de llevar cierto apellido y de poder actuar en cierto ambiente social donde aquellos no son admitidos sino en el ejercicio de su profesión.
¿Es esto y aquella fase mía un ataque personal, una ofensa, un agravio al señor De Santi? No, de ninguna manera. Ese es mi concepto de la profesión que ejerce De Santi, y no de De Santi mismo; y si De Santi se considera personalmente ofendido por ese concepto de su profesión, significaría que él entiende como denigrante a su propio oficio.
Yo no voy tan lejos; creo que la ocupación no es distinguida, pero no humillante ni mucho menos. Por otra parte, si constituyera un agravio mi concepto de ciertos oficios, y si las personas que los ejercen pudieran por ello pedirme una retracción o arrastrarme a cada paso al terreno del honor, por esta disparidad de apreciación social, imagínense ustedes cuál sería mi situación teniendo que batirme con los cincuenta mil representantes de los gremios que encierran dentro de mi apreciación.
En cuanto a la persona del Sr. De Santi, debo manifestarles que, salvo aquella en la cual me rectifico, jamás he tenido otras vinculaciones con él como no sean en su calidad de fotógrafo, esto es, le he encomendado trabajos en el ramo, me los ha hecho, y se los he pagado. Eso es todo.
Con lo expuesto creo dejar ampliamente satisfecha la misión de ustedes, por cuanto a la persona del señor De Santi, según queda explicado, jamás ha sido objeto de mi atención, quizás por tener otras cosas más agradables, interesantes o graves de que ocuparme. No quiero terminar esta carta sin manifestar a ustedes que su inusitada extensión explicativa es debido únicamente a la consideración que me inspiran los distinguidos caballeros que se han dignado favorecer al señor De Santi con su intervención.
Saluda a ustedes con toda amabilidad
César M. Roldán
El ingeniero y el teniente de fragata esperaban otro tipo de respuesta. Roldán no aceptaba rectificarse, pero tampoco le parecía que debía batirse a duelo. Los padrinos resolvieron enviar una carta al ahijado y, a la vez, solicitar que fuera publicada en los vespertinos. El sábado 16, los lectores de La Razón y otros medios pudieron leer la solicitada con el texto dirigido al fotógrafo:
Buenos Aires, Noviembre 15/1907. Señor Miguel De Santis. Estimado amigo:
En cumplimiento de la misión con que nos honró, nos apersonamos al señor César M. Roldán y le exigimos una amplia satisfacción por las injurias de que lo ha hecho objeto o una reparación por las armas.
El señor Roldán después de algunas divagaciones, nos prometió dirigirnos una carta dando las satisfacciones exigidas y confiando en su palabra aceptamos, siendo sorprendidos más tarde por una misiva insolente en que se faltaba a lo convenido y a la verdad.
En consecuencia devolvimos dicho documento y exigimos de dicho señor una carta, cuyo formulario le acompañamos o en su defecto el nombramiento de dos representantes para ultimar el asunto.
El señor Roldán nos devolvió su primitiva carta, manteniendo sus términos y no contestando a nuestra exigencia.
La conducta de dicho señor no tiene excusación posible y están demás los comentarios. De hecho queda completamente descalificado como hombre de honor puesto que no ha sabido afrontar la situación que había creado con su maledicencia.
Con esto damos por terminado este asunto, repitiéndonos sus afectuosos amigos.
Arturo Cueto y Juan A. Briano.
De la carta al duelo
Antes de avanzar, hay un par de puntos que vale la pena conocer. Las reuniones de los padrinos de los contendientes permitían que, en caso de reto aceptado, ambas partes establecieran el lugar, día y hora, la elección los dos médicos que debían estar presentes (con uno no basta porque es posible que los dos duelistas requieran atención) y las armas a emplear, elección que hacían los representantes del retado. Según vemos, este caso no llegó a mayores.
El asunto había comenzado en una charla íntima en una reunión social y terminó siendo el comentario de todos. La polémica planteada por Roldán, al establecer que por su profesión, el fotógrafo italiano no debería ingresar al círculo exclusivo de la sociedad argentina, fue debatida en diversos círculos.
La solicitada de los padrinos del fotógrafo daban por terminado el incidente. Pero Roldán reaccionó y esa misma tarde escribió al periódico La Nación. Luego de explicar que “en algunos diarios de la tarde apareció ayer una carta suscrita por los señores Arturo Cueto y Juan A. Briano, dirigida a su ahijado Miguel De Santi”, expresó: “La falta de cultura en los términos en que está redactada, y la alteración maliciosa de los hechos, me obliga a publicar la carta mía que ha originado esta situación en que gratuitamente me veo envuelto”. Dio a publicidad su descargo, que es la que hemos transcripto más arriba, y señaló que los padrinos actuaron de mala forma al publicar la solicitada. Acto seguido, escribió al joven abogado José Abel Palacios y a Eduardo Livingston, reconocido comerciante de bienes raíces, para que lo representaran. Según su mirada, los padrinos del italiano lo habían ofendido a él, entonces tenía derecho a retar a duelo a uno de los dos. Optó por el ingeniero y descartó al marino.
Allá fueron Palacios y Livingston, a comunicarle a Briano lo decidido por su representado. El caballero designó sus padrinos y entraron en escena el comandante naval Néstor Alisedo y el doctor José Ignacio Goñi. A esta altura de la historia tenemos: un comentario, una solicitada, dos ofendidos y seis padrinos.
En la reunión de las dos parejas de representantes no se alcanzó ningún acuerdo. Los mediadores de Briano sostenían que Roldán, antes de batirse con él, debía hacerlo con De Santis. Mientras que los que acudieron en nombre de Roldán insistían que ese era un tema cerrado y que debían responder por este duelo. Así terminó el asunto, sin que nadie se pusiera de acuerdo con nadie.
Un sentimiento no correspondido
Desconocemos el derrotero sentimental del fotógrafo. Solo sabemos que unos años después seguía soltero, por lo que deducimos que aquella pasión que lo envolvía a la señorita de sociedad no maduró lo suficiente. En el rubro “Qué fue de la vida de…” podemos agregar algo sobre cuatro de los padrinos: el arquitecto Briano, el teniente de fragata Cueto, el doctor Palacios y Livingston, el hombre de los negocios inmobiliarios.
Juan Ángel Briano inventó, junto con dos amigos, un sistema de protección del ganado para no ser arrollados por el tren, además de innumerables obras ferroviarias, entre las que se destaca el tendido vial en Santa Cruz, desde Puerto Deseado hasta Colonia Las Heras, en una extensión de 280 kilómetros. Fue la línea férrea más austral del mundo para el transporte de pasajeros, luego, completada por otros colegas hasta Bariloche.
El marino Arturo Cueto fue progresando en la Armada y el lunes 9 de octubre de 1922 alcanzó a ocupar la dirección general de la oficina administrativa del ministerio de Marina. Duró dos días en el cargo. El miércoles 11 fue removido y reemplazado, imaginamos que por motivos políticos, ya que al día siguiente asumía la presidencia Marcelo T. de Alvear. El hombre, además, pasó por las páginas policiales de los diarios en septiembre de 1918, cuando fue víctima de un robo. Los ladrones sustrajeron dinero y alhajas de su casa situada en Thames y Güemes, en el barrio de Palermo, a una cuadra de Plaza Italia.
José Abel Palacios terminó sus días en La Plata, a comienzos de 1909. Tenía 36 años —soltero— y fue baleado en la calle 55 y 9 (barrio El Mondongo), a una cuadra de su casa. Unos parroquianos que se encontraban en un bar acudieron a asistirlo, pero no lograron determinar quién le había disparado. En la escena solo había un sombrero tirado que no pertenecía a la víctima. Un par de horas después, se presentó en la comisaría Gualberto Illescas, acompañado de su hermano Eduardo. Gualberto confesó ser quien disparó a Palacios. Eran vecinos. Un asunto vinculado con una señorita los distanció. Los Illescas eran hijos del Procurador de La Plata. Se estableció que Gualberto había actuado en defensa propia.
En cuanto a Eduardo Livingston, una noche de julio de 1914 recibió en su hogar a su cuñada Carmen Guillot e hijos. Poco antes, habían asesinado a su hermano Carlos en un intento de robo, dentro de su casa, al llegar en plena noche. Los niños de la víctima dormían, mientras que Carmen se encontraba cosiendo y el ruido de la máquina le impidió percatarse de lo que estaba ocurriendo. Eduardo y su cuñada recordaron cuando meses atrás habían atacado a Carlos en el barrio de Belgrano. Tal vez, eran hechos aislados. Tal vez, no. Hoy sabemos que la respuesta es un rotundo no. Y más aún: los asesinos habían sido contratados por Carmen Guillot, quien corrió a refugiarse a la casa de Eduardo Livingston, aquel que fue padrino de Robles, el ofensor ofendido del incidente Roldán de 1907.
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