Cambios climáticos que enseñan a vivir: el marcado límite de las estaciones
En verano, es la humita hecha con choclos cremosos y crocantes, rallados, cocidos con cebollas, albahaca y vino blanco. Es una de mis recetas preferidas. Condimentada con ají de cachi y con tostadas impregnadas en aceite de oliva, con mucha albahaca fresca.
Choclo y albahaca. Se protegen y exponen juntos lo mejor de sus cualidades. En primavera, las habas y arvejas cocidas lentamente en manteca a fuego bajo, servidas con mucha menta fresca, con arroz blanco y una botella de albariño. En invierno, las sopas de calabazas o zapallos, con mucho ajillo o cebollas, vino blanco, disfrutadas con tostadas muy crocante y queso chédar rallado. El otoño de la Patagonia es mi estación preferida, las lengas y los ñires se ponen rojos, comienzan las heladas y me encanta cocinar los hinojos enteros tapados con cenizas y brasas, durante horas; quedan como confitados, tiernos, ideales para comer con una ensalada de perejil y cebolla.
Siempre me sentí atraído por vivir en regiones donde existe un marcado límite de las estaciones. Creo que no podría subsistir en los trópicos. Siento tedio cuando todos los días son iguales. Necesito esos cambios climáticos que le dan luminosidad al año, recordándonos todas y cada una de las cosas buenas que nos da cada estación. La comida, el cambio de ropa, la chimenea y las distintas vacaciones. Forman esa esperanza de vivir con cada rasgo estacional extendido en sus climas.
Me subí a un avión y pasé del verano al invierno. En casa estaba comiendo duraznos Rey del monte, ciruelas y tomates florentinos. Aquí, hay enormes y tiernos alcauciles globo, repollitos de Bruselas, endivias, acelgas y espinacas. En invierno me urge comer manteca. Dejé mis camisas blancas por sacos de lana y mis suecos pasaron a ser botas altas. Mi boina azul de algodón cambio por la Beret de merino, densa de tejido al ser cocinada por horas una vez tejida. No deja pasar la lluvia.
Las estaciones nos hacen sentir la ilusión de algo que conocemos y vendrá. Sobre el fin de verano comienzo a sentir los días mas frescos que hacen llegar el otoño con el arribo de granadas, manzanas, peras y membrillos. En nuestro hemisferio, marzo y abril son los meses de la vendimia para lo que Mendoza comienza a palpitar con sus fiestas, reinas y carrozas. Los enólogos y agrónomos comienzan a tomar las decisiones de riesgo que los pueden llevar a realizar grandes vinos, quizá –luego de años en botella– tendrán aquellos rasgos que los conviertan en caldos excepcionales.
Viví casi seis años en Nueva York, más precisamente en Long Island, cerca del mar. En esos años me impactaron los drásticos cambios de estación, repentinos, violentos, raudos, veloces. Un día explota la primavera llena de flores y asombro y otro, las hojas de los árboles cambian de color para darle lugar al otoño y a la nieve. Allí sentía de alguna forma que la naturaleza debía apurarse para lograr cumplir con todos sus magníficos planes estacionales. En el Bariloche de mi niñez, las estaciones se tomaban una buena veintena de días para lograr las deseadas variaciones, mientras que en Long Island prima la inmediatez, una suerte de arrebato tempestuoso donde se debe dar vuelta la página de una vez. Siempre pienso en East-Quogue, el pueblito donde vivíamos con aquel talante climático eufórico.
Las estaciones nos van enseñado a vivir, solo hay que observarlas y no pedirle frutillas al invierno.