A los 33 y cansado de Buenos Aires, dejó todo lo seguro y se mudó a Tandil para empezar de nuevo
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Era una sensación agobiante, de esas que se vuelven crónicas e incómodas y que requieren tomar cartas en el asunto. Pero el camino de Federico Filip (44) iba a ser largo hasta que lograra dar con la respuesta que estaba buscando. Criado en un barrio de los de “antes”, donde las veredas eran parte de la vida cotidiana, iba al colegio a once cuadras de su casa. La peluquería le quedaba a cinco y todos sus amigos, absolutamente todos, vivían a “walking distance”. En ese contexto pasó los años de su infancia.
Unos años después, en los inicios de la adolescencia, comenzó a asistir a un colegio que le quedaba “bastante lejos”. Era la Escuela Técnica N.º 1 Otto Krause. Ubicada en la Avenida Paseo Colón 650, en el barrio de Monserrat de la ciudad de Buenos Aires, “para ir a la mañana no había tanto lío porque me llevaba mi viejo que laburaba por ahí cerca. A la vuelta, con suerte, tenía una hora y cuarto de bondi hasta mi casa. Si tenía mucha suerte, viajaba sentado. Así pasaron seis años de mi vida”. Después llegó la facultad: Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires que quedaba en Paseo Colón al principio y después sobre la Avenida Las Heras, en Recoleta. Una y otra vez se repetía el mismo periplo para ir y volver de su casa.
¿Con la bici a todos lados?
“Esa logística de viajes siguió en mis años de estudio, en las salidas con amigos, cuando iba a visitar a alguna novia, o cada vez que quería ver jugar a San Lorenzo… Siempre lejos. Todo me quedaba lejos. Francamente no era una tortura. Pero cruzar cotidianamente la ciudad era una incomodidad permanente. De esas que, a la larga, agotan y dañan física y mentalmente. Después me mudé solo, ahora sí un poco más para el centro. Empecé a hacer mis primeros laburos como ingeniero, me puse a dar clases en la facultad y me compré una bici. Había pasado varios meses estudiando en Italia y allá tenía una bici con la que iba a todos lados. Y cuando digo todos lados es todos lados”.
Pero la experiencia con la bicicleta en la ciudad de Buenos Aires no fue ni por asomo parecida a la que había tenido en Italia. Literalmente, la aventura en dos ruedas le duró dos semanas a Federico. Cada vez que andaba con ella por la ciudad era estar más pendiente de las amenazas de todo lo que lo rodeaba que del disfrute de la actividad. La abandonó, resignado, y quedó colgada tipo adorno en una pared. En esa época, vale aclarar, las bicisendas no estaban ni en los planes del político más osado.
Al tiempo compró un auto. Pero la historia se repitió, una vez más. A veces era más tedioso usarlo que dejarlo estacionado en el garaje. “Ojo cuando salís marcha atrás. El tránsito a la mañana. La hora pico a la tarde. El accidente en la General Paz. Una manifestación en no sé qué avenida. O disculpe las molestias estamos trabajando para usted y la calle cerrada… la barrera infinita. La foto multa. Reservado de 10 a 15 h para descenso de caudales. Carril solo para transporte público. Prohibido girar a la izquierda…”. A esa altura del partido, Federico repetía en su mente una frase que se había vuelto como un mantra: “quiero que mi vida transcurra en un entorno más agradable que este. Me quiero ir de esta ciudad que me agrede constantemente”, rumiaba todos los días. Y los fines de semana, se escapaba a tomar aire (y varias cervezas también) a algún lugar donde pudiera respirar tranquilidad.
Estaba atravesando un momento de profunda reflexión. Y si bien se quejaba de aquello con lo que ya sentía que no podía convivir más, también podía reconocer que la vida que llevaba en ese momento cumplía con todos los estándares sociales impuestos: una linda casa, el auto nuevo, trabajos en los que ganaba bien (y que además, eran “bien de ingeniero”) y cargos como profesor en tres universidades muy reconocidas. Pero algo no cerraba.
Soltar lo seguro, probar suerte
— ¿Y si nos vamos de Buenos Aires y probamos suerte en otro lado?, le dijo un día a su novia.
— Sí, dale, dijo ella. Y en ese momento, el cambio de vida empezó a ocurrir.
Cada uno tenía su departamento en ese momento. Los ofrecieron en alquiler a algunos amigos. Y sin demasiado preparativo, se fueron una semana “a ver qué onda en Tandil y buscar algún espacio para vivir. Y unos días después, el 1 de mayo de 2010 cargamos todo lo que entraba en el auto y nos fuimos para allá”.
En Tandil no conocían a nadie. No tenían trabajo, ni amigos, ni familia. Pero no les importaba. Al principio la sensación fue extraña: pasar de un día para el otro a vivir en una ciudad 100 veces más chica, los impactó. Pero tenían ganas, energía y capacidad para generar ideas. Y eso, sabían, era infalible. “Al comienzo intenté hacer en Tandil lo que venía haciendo en Buenos Aires, es decir, consultoría a empresas en temas en innovación y sinceramente me fue pésimo. Nadie acá confía en un porteño que viene a hablar de temas raros. Luego, de a poco, me fui insertando en el sistema local y la cosa cambió bastante”.
Sin embargo, el desafío más grande fue “bajar mil cambios”. Costaba acostumbrarse al horario cortado y a la hora de la siesta en que muchos lugares están cerrados. “Apenas nos mudamos vivimos en una casa que la única calefacción que tenía era una salamandra. Por supuesto la primera vez que compramos leña, al no saber, nos la trajeron toda verde y costaba muchísimo encenderla. Y, por otro lado, era fascinante escuchar el silencio cuando uno vive alejado de las grandes ciudades. En el parque de la casa donde vivíamos frecuentemente aparecían liebres, lechuzas, lagartos overos. Una vez escuchamos ruidos y descubrimos que se había metido un caballo. En el techo también vivían unos cuantos murciélagos que a la noche no paraban de moverse y hacer ruido”.
Habían pasado un par de años luego de la llegada a su nueva ciudad y se sentían en condiciones de afirmar que la idea de vivir en Tandil era sostenible. La familia creció y llegó Emilia. Con ella también apareció la idea de abrir el primer local temático del mundo orientado al dulce de leche. “Lo llamamos El mundo del Dulce de Leche y fue la primera dulcedelechería del planeta. Una especie de homenaje al producto más rico. Una tienda para fanáticos donde había más de 60 dulces de leches diferentes de todo el país y muchísimo merchandising alusivo al producto. Fue un éxito rotundo desde el día que abrimos”.
Federico también pudo hacerse camino en la Facultad de Ingeniería local para crear una nueva materia llamada “Gestión de la Innovación”, una versión ampliada de un seminario que él mismo había diseñado y dictado durante los anteriores cinco años en el ITBA. Así fue como empezó a dar clases.
“Es posible dejar el entorno hostil y agresivo que muchos percibimos en Buenos Aires (o en cualquier otra gran ciudad) y vivir en un lugar más pequeño, agradable y saludable. Y más aún hoy, con las herramientas tecnológicas que tenemos a disposición. Capaz es cierto eso de que dios atiende en Buenos Aires. Pero seguramente dios ya se debe dar maña con zoom y WhatsApp. Desde mi experiencia personal puedo confirmar que el estar en un lugar en el que me sentía bien física y mentalmente, jugó a favor para que pudiera desarrollar muchísimas buenas ideas que tal vez en otro lugar no se me hubiesen ocurrido porque el entorno me desgastaba, distraía y absorbía permanentemente. El aire de las sierras sin dudas colaboró para que pueda tener la creatividad y energía necesaria poner en marcha varios proyectos propios y ayudar a otros a poner los suyos. Desde aquí por ejemplo, también cumplí mi sueño de ser orador en TEDx y luego de unos años volver a serlo en otra edición del ciclo. Y de nuevo, lo más importante, en Tandil tuve una hija hermosa que disfruta cada día de su vida en una ciudad bella y vivible. Lo ideal no existe. Por supuesto siempre hay pros y contras, en todo lugar, en toda decisión. Pero sin dudas, en esta cuestión y a muchos años ya de haberla realizado, estoy en condiciones de afirmar que la balanza se inclinó para el lado positivo”.
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