Dejaron su oscuro departamento en Once para vivir en una zona uruguaya de campo y mar, descubrieron que también había grieta y se unieron para recomponer una comunidad dañada
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Sebastián Ghelerman siempre había sido un bicho de ciudad. Nacido y criado entre Villa Mitre y Villa del Parque, nunca imaginó un futuro en el campo. Por supuesto, tal como suele suceder en medio de charlas existenciales con amigos, alguna que otra vez lanzó frases como “largo todo y me pongo un puesto de panchos en la costa” o “renuncio y me voy a sembrar papas al campo”. Sin embargo, aquellas expresiones apenas sí habitaban en el plano de la fantasía.
Pero entonces apareció Nicole, un amor diferente a cualquier otro. Juntos exploraron su afinidad por la naturaleza, siempre tras la búsqueda de aire puro y verde: “No era solo como cuando te enamorás y pasás esos momentos en lugares así porque resuenan con los sentimientos; entendimos que existía en el fondo una fascinación por la idea de vivir en la naturaleza”, asegura Sebastián con una sonrisa.
La decisión de irse comenzó a gestarse un año antes de la pandemia. El “clic” llegó de la mano de un gomero, que terminó de convencerlos una noche, en la casa de soltera de Nicole: “Nos quedamos escuchando el ruido de sus hojas en una casa vecina y al otro día nos levantamos con ruido de motosierra y vimos como lo cortaban en pedacitos. Nos llevamos una hoja y, unidos en el pensamiento, nos dijimos algo así como `nos tenemos que ir de esta ciudad´”.
Pero la impulsora definitiva del cambio fue Atenea, su esperada hija que llegó al mundo para obsequiarles el coraje de ir hacia la aventura. Junto a su beba vivían en un departamento en Once alquilado, un ambiente que sintieron inapropiado para verla crecer.
“Tenía un balcón francés que daba al pulmón del edificio y otra ventana al otro pulmón. Con suerte en ciertos horarios podíamos atrapar -parafraseando al personaje que encarna Daniel Araoz en `El hombre de al lado´, `un cachito de sol´. Ni hablar cuando llegó la pandemia y la cuarentena en su versión argentina, que nos encontró encerrados”.
Una premonición y un plan casi secreto: vivir en una zona semirural de Uruguay
Noviembre de 2019 había llegado y, casi como una premonición, Sebastián y Nicole trabajaron duro por redireccionar su destino. La palabra COVID todavía no había surgido, pero ellos estaban determinados a cambiar de estilo de vida.
Tras años en un puesto en la administración pública, Sebastián se dispuso a volver al mundo privado de la industria de sistemas, previendo que sería un tipo de empleo que - además de gratificarlo- se alinearía con los planes de criar una familia en un lugar remoto.
“Hacía pocos meses que trabajaba en la empresa y surgió la posibilidad de tener una propiedad en Uruguay, en la parte norte del balneario Atlántida, en una localidad mejor conocida como Estación Atlántida, a 46 km de Montevideo. Aceptar ese desafío implicaba varias cosas: migrar al país vecino, buscar la oportunidad de que la empresa me relocalizara, adecuar los estudios de ambos para poder irnos, y aceptar la posibilidad de viajar 45 minutos al trabajo todos los días en caso de ser necesario. Luego notamos que tardaría el mismo tiempo en ir del `interior´ hacia Montevideo, que lo que tardaba en ir desde Once a Coghlan, en donde estaba el cliente para quien trabajaba en ese entonces”.
El plan fue casi secreto, tal vez para “no quemarlo”: sabían que habría detractores, en especial en el núcleo familiar cercano. Algunas amistades felicitaron a la pareja, otros los cuestionaron: ¿Al campo? ¿A un pueblo? ¿Saben lo que significa semejante cambio?
“Pero para nosotros no había comparativa y el bichito de la aventura de migrar con una bebé de 18 meses a una zona semirural cerca del mar nos pareció el plan más acertado para experimentar como familia en este momento de nuestras vidas”.
El golpe del COVID y una larga llegada a Uruguay
La idea era realizar una mudanza paulatina, aprovechando la cercanía entre Argentina y Uruguay, un plan que dejó a Sebastián y su familia del lado equivocado del río. El 17 de marzo de 2020, un día antes de emprender el primer viaje-mudanza, las fronteras se cerraron para dejarlos en lo que Sebastián considera que fue habitar en el limbo.
“Nos quedamos en el departamento en Once, pero nuestros corazones ya habían viajado a nuestro terrenito en Estación Atlántida”, rememora. “La situación me recordó a mis antepasados provenientes de Rumania, Lituania y Turquía, que escaparon de contextos mundiales críticos. Salvando las distancias, sentíamos como si estuviésemos esperando aquel barco que nos llevara a nuevo destino, lejos del dolor y la incertidumbre. Otros contextos históricos, otras problemáticas, pero similares sentimientos humanos”, reflexiona el argentino.
“En el pasado se fueron del campo a la ciudad y nosotros estamos volviendo de la ciudad al campo, tratando de tender puentes entre esos mundos a partir de las nuevas tecnologías y el trabajo en las industrias del conocimiento, en un mundo entre lo global y lo local”.
En aquella larga espera otra circunstancia frenó a la familia: COVID. El virus lo contrajeron cuando su pequeña se accidentó y la llevaron a la guardia. Para su sorpresa, la sala de traumatología se ubicaba al lado del pabellón COVID: “Nos dolió mucho pensar que la institución que debía cuidarnos, expusiera a la gente de tal forma. A causa de esta experiencia estuvimos con el corazón en la boca hasta último momento, temíamos que toda nuestra esperanza pudiera desvanecerse por un descuido...que ni siquiera fue nuestro”.
Nueve meses después, en una única y abarrotada migración, Sebastián, Nicole y Atenea partieron finalmente a Uruguay, tras conseguir todos los papeles y permisos correspondientes.
Un rincón uruguayo: sin cama, sin agua, pero en casa
Arribaron a medianoche, luego de doce horas de un viaje que en prepandemia hubiera demorado cuatro. Viajaron con una carga emocional fuerte y muchas dudas, como, por ejemplo, el temor a encontrarse nuevamente con una situación como la que vivieron con un caballo.
“Los pocos vecinos con los que teníamos contacto nos comentaron que había usurpaciones y que, ¡alguien había metido un caballo en nuestro terreno! Para nosotros, bichos de ciudad de clase media acostumbrados a lidiar con reuniones de consorcio y darse mañana con cambiar cueritos de canillas, la noticia de que alguien había metido un caballo era algo ante lo que no supimos cómo reaccionar. Por fortuna, no fue un problema mayor”, cuenta Sebastián.
Entrar con todos los papeles en orden a Uruguay y, por fin, pisar su casita, les provocó un alivio indescriptible. El pasto estaba crecido, no había agua, y alguien o algo había roto el contador; tampoco poseían muebles ni cama, pero no importaba, después de una larga odisea habían llegado: “Por suerte llevamos colchones inflables, comida no perecedera para aguantar el aislamiento obligatorio y algún anafe para cocinar”.
Tan cerca pero tan lejos: los impactos culturales en Estación Atlántida
Para Sebastián y su familia, los primeros impactos en tierra uruguaya llegaron de inmediato. De tener cuidados casi obsesivos tan solo para salir a respirar algo de libertad en la gran ciudad, pasaron a usar tapabocas solo en lugares cerrados, escuchar el ruido del viento en lugar de los lavarropas, y a sentir el aroma a sal de mar. Atrás habían quedado los olores a combustión de las fábricas cercanas a su vivienda porteña.
“Sabíamos que era una situación excepcional y no cabía comparación, porque cada pandemia fue gestionada de acuerdo a su propio contexto cultural y sanitario, sin embargo, ya notábamos las primeras diferencias culturales y geopolíticas a pesar de estar tan cerca”, manifiesta Sebastián, pensativo.
“En primer lugar, desmitifiquemos la relación del mate y Uruguay. La gente toma mucho mate, sí, pero ni menos ni más cantidad. Lo que sí ha llamado mi atención es que jóvenes de todas partes acuden a las puestas de sol privilegiadas en la rambla de Atlántida y no se ven bebidas espirituosas, solo puede verse mate. No hay ni cerveza ni una invasión de fumadores de cannabis (a contraposición de los miedos que los debates sobre legalizaciones suelen traer)”.
“Nos acostumbramos al tú y el ti en lugar del vos (este último persiste en Montevideo a diferencia de otros lugares). Si bien estamos cerca de la ciudad, acá ya lo llaman `el interior´. Otra cosa que hemos visto es la cultura del `si pasa, pasa´. Quizás es la versión de la `viveza criolla´ en un estilo más sutil y apaisado. Un ejemplo de esto es pedir un corte de carne, que te den otro y te aseguran que es lo que pediste. Luego te das cuenta de que, a pesar de que no era lo que habías solicitado, te lo habían anticipado, solo que fue tan sutil la forma de decírtelo que pasó desapercibido: `si pasa, pasa´”.
La confianza en la economía uruguaya, “trabajar para vivir” y lo que la pandemia vino a marcar
Sebastián, Nicole y Atenea habían cambiado bocinas y cemento por aire de mar, horizontes naturales y tiempos que parecían estar detenidos. La pareja notó que, en la cabeza y el corazón de la comunidad, la preocupación del dólar no existía, y parecía prevalecer la sensación de confianza y continuidad en la economía.
“En Argentina, y con veinte años de trabajo remunerado, estuve a punto de pedir un crédito. Acá notamos que la gente puede acceder a los beneficios bancarios y no tiene que pensar en endeudar a tres generaciones. Eso nos ha dado una tranquilidad para proyectar con cierto grado de confianza”, asegura Sebastián.
“Y entre las cosas más hermosas que hallamos destaco a las personas `del interior´, muy amigables y con un ritmo de vida que es el que vinimos a buscar: trabajar para vivir y no al revés. En nuestras latitudes la pandemia favoreció a profundizar la necesidad de descentralizar las grandes ciudades y contemplar al trabajo remoto como una verdadera oportunidad para cambiar hábitos antiguos y alienantes y ayudar a visibilizar otros como, por ejemplo, la (sobre)carga de tareas domésticas de las mujeres, que ahora deben convivir con el trabajo remunerado remoto en un mismo espacio físico y psicosocial”, observa el argentino, quien se recibió de antropólogo pero se desempeña en el mundo de la tecnología.
Grieta: “Tras nuestro enamoramiento cultural llegó una notoria ausencia del Estado”
Pero no todo lo que Sebastián encontró fue un lecho de rosas. En relación a la propia cultura de la región, junto a Nicole, notó una grieta en su versión uruguaya, marcada por una brecha cultural y económica en las zonas cercanas a la costa, entre lo que está ubicado al sur, de cara al mar, y lo que está al norte, mirando hacia el continente, generalmente cruzando la ruta interbalnearia.
“Nosotros estamos ubicados en Atlántida norte, zona de trabajadores, especialmente obreros de la construcción -quienes erigieron los grandes caserones que están cercanos a la costa o en la parte sur-, y mujeres sobreexigidas, que cargan con todas las tareas del hogar, la crianza, y en muchos casos los trabajos que demanda el campo, como la cosecha, quitándoles cualquier posibilidad de tiempo propio”.
“En ese contexto nos vimos involucrados en parte de las consecuencias que dejó la pandemia en la región en la que decidimos vivir”, continúa Sebastián. “Tras nuestro enamoramiento cultural llegó una notoria ausencia del Estado en la zona norte. Las grandes obras públicas y de mantenimiento se centralizan en la parte sur, así como el patrullaje de la policía y mucha de la infraestructura, como iluminación y caminos. Ni hablar del saneamiento que parece ser un problema a escala país, en donde fallan los sistemas cloacales y pluviales”.
“Lo que hizo la pandemia fue profundizar lo que ya estaba ahí, que lo entendimos como miedo a los vínculos y al `no meterse en lo que no sea asunto tuyo´. Nosotros llegamos con la intención de sumarnos a una comunidad y lo que encontramos fue una ausencia de lazos sociales, donde se sumó el temor al contagio y cierto grado de egoísmo. Si le agregamos la ausencia del Estado en la zona sur, tenemos el cocktail que explica lo que nos sucedió luego”.
Seis incendios intencionados, “relajos” y chatarra: “Unirnos significó el comienzo de un camino para restituir el tejido social dañado por la historia”
Sebastián y Nicole se vieron involucrados en algo que tuvo sus comienzos antes del 2015, cuando en ciertos rincones de su comunidad se comenzaron a ver residuos, que luego se transformaron en acumulación de chatarra. Cuando la pandemia hizo su entrada, llegó la crisis económica y también habitacional, que llevó a mucha gente a ubicarse en aquellos espacios.
“En estas zonas semirurales se instalaron en terrenos o solares en dudoso o desconocido estado jurídico. Allí empezaron a sumarse algunas casillas improvisadas y algunas personas con problemas de alcoholismo. Esto fue agravándose hasta el punto que distintos vecinos reportamos varios incendios y las causas siempre eran las mismas: una secuencia de alcohol, fiesta, seguida de violencia e incendio. Por aquí hay muchas casas de madera y también familias con algunas construcciones precarias muy vulnerables al fuego”, explica Sebastián.
“Tras seis incendios armamos un grupo e imprimimos carteles de `vecinos en alerta´. Nos pusimos en contacto con otros grupos similares de otros barrios que nos daban consejos y, finalmente, logramos convocar al alcalde, al comisario y hasta un diputado nacional a una reunión vecinal. Poco a poco, pudimos acercarnos a los propietarios de las tierras afectadas. Con el esfuerzo conjunto logramos que se entendieran entre todas estas partes y hacer firme nuestra necesidad de acción por parte de las autoridades”.
“Se sacó la basura con máquinas y se invitó a las personas que habitaban ilegalmente, y que hacían disturbios y quemaban casas, a que se retiren del lugar de forma legal y con conversaciones mediadas. En el proceso se acercaron preocupados algunas personas de otros asentamientos cercanos, que conviven en paz con el resto de los vecinos. Les aseguramos que nuestro propósito no era que se fueran, sino apartar a quien genera violencia. Cuando entendieron, fueron ellos mismos quienes compartieron sus disgustos, peligros y amenazas que habían recibido por parte de aquellos que habían perpetrado los incendios y los `relajos´”.
“Todo esto nos demostró que, cuando uno se propone trabajar en comunidad, se pueden lograr enormes cosas. Lo conquistado nos terminó por unir y logró desarticular malos entendidos latentes. Asimismo, conseguimos cercar la zona donde antes había basura y ahora esos terrenos están a la venta. Los propietarios recuperaron sus tierras, la comunidad su tranquilidad. Unirnos significó el comienzo de un camino para restituir el tejido social dañado por la historia y la pandemia. El Estado y sus funcionarios entendieron que las personas, tarde o temprano, harán valer sus derechos”.
Vivir sincronizados con los ciclos de la naturaleza, “por más `jipi´ que suene” y educar para un mundo mejor
Tras una larga odisea hasta llegar a su nuevo hogar en Uruguay, y el paso de un año en aquella tierra de campo y mar, Sebastián contempla el horizonte satisfecho y con la sensación de que los últimos dos años fueron toda una vida, signada por luchas y conquistas.
Todavía están planificando un regreso a la Argentina a fin de buscar aquello que quedó atrás, y por supuesto, ver a sus familias: “Sin embargo, hay algo adentro que nos hace procrastinar esa vuelta. Aún seguimos tratando de develar esos misterios que mezclan nostalgia, frustración y miedo”.
“Con nuestra experiencia aprendimos en carne propia aquello de `no necesitamos tanto para ser felices´, así como a vivir sincronizados con los ciclos de la naturaleza, por más `jipi´ que suene: te hacen valorar la vida y sus procesos. Todo esto enmarcado en lo que venimos aprendiendo del viaje de la mapaternidad: queremos preparar el terreno y darle herramientas, prácticas, valores y principios a nuestra hija para que pueda vivir en un mundo distinto y mejor que aquel que nos han dejado, en especial en relación a nuestros vínculos entre personas y con el ecosistema”.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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