Camaritas: el objeto del momento
Esta semana volvieron tres clientes del verano pasado. Tres piletas que hace unos meses estaban cristalinas de toda cristalinidad y ahora parecen un remanso pantanoso del río Reconquista. No hay que dejar hasta último momento el vaciado y puesta a punto de una pileta. Una cosa es limpiar los pantanos fríos del invierno, con sus hongos y algas casi polares. Y otra es limpiar los tibios pantanos soperos que uno encuentra en estos días. La vida acuática explota. Hace fiestas. El verdor y el espesor del agua se vuelven casi insufribles.
Pero no es el tema de hoy. El tema de hoy es que, un año después, a estos tres clientes los encuentro algo tocados por uno de los temas del momento: la inseguridad. Llego a la casa de uno y lo encuentro mucho más viejo, limpiando todo junto a su mujer y su hija, mientras una señora toma notas. Es la señora de la inmobiliaria. Resulta que mi cliente se va. Resulta que le entraron a robar, una noche de otoño en la que estaban de fiesta en la casa, no se llevaron cosas muy valiosas, ni los maltrataron, pero el susto fue grande y mi cliente decidió mudarse a un departamento. "Fue un año muy malo para nosotros", dice, y con su mano señala las paredes de la casa, el jardín, la pileta, todo a mitad de camino hacia el abandono total. "Si nos quedamos...", dice, y no termina la frase. La idea es: si se quedan envejecen diez años más, de golpe. Ojalá los inquilinos levanten esta casa deprimida mientras mis clientes curan sus heridas en su departamento. Caso dos. Me llaman y casi no encuentro la casa porque construyeron un muro de tres metros que la vuelve irreconocible. Arriba del muro, alambres electrificados. Atrás del muro, un rottweiler más feroz que un lobo. Mi clienta tiene a su bebe en brazos. Se la ve feliz y cansada con su hijo recién nacido. "Felicitaciones", le digo. Y ella, antes de saludarme y hacerme pasar, mira hacia ambos lados de la vereda, después me da un beso y se disculpa:
"Es que todavía no pusimos las camaritas y tengo que mirar yo". Mientras miro la pileta y pienso cuánto podría cobrar por el trabajo (se lo ve realmente muy complicado) me imagino a mi clienta, la próxima vez que yo venga, mirando hacia la vereda desde dentro de su casa, desde un monitor, y yo ahí, bajo la inclemencia del sol y de la inseguridad callejera esperando para entrar. Pero a no desesperar. El rottweiler me olfatea, me reconoce. Parece un buen perro, por ahora.
Último. Mi cliente afinador de pianos. El hombre me recibe un poco más inquieto de lo normal. Conversamos, como siempre, de música, del reciente festival de jazz, de su taller y sus pianos de alquiler. Después me dice, revelando por fin su inquietud: "Che, Félix, ¿sabés que puse camaritas?". "Espero que no sean para vigilarme a mí", bromeo. "No, no, para vos no. Es que se me meten. Acá se me meten y yo no sé, por lo menos quiero verlos, saber quiénes son". Entonces me explica que ya el año pasado detectó que durante la semana, cuando él no está, se le mete gente a la pileta. Y no sabe qué hacer. Me pide consejo, pero yo no sé, tampoco. Es una quinta grande. Muy difícil tenerla bajo control. "Por eso -dice, ahora por lo menos voy a poder verles la cara, qué se yo". Después suspira, resignado, y lo imagino monitoreando los movimientos de la pileta desde su celular y esperando a que los intrusos se vayan, antes de entrar él a su casa, para no molestar.
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