Cámaras de Street View: ¿el fin de la privacidad?
Este desarrollo avanzó al punto de que hoy es posible encontrarse en una foto que sacó una empresa sin consentimiento
En 1998, a los 18 años, me mudé de La Plata a Buenos Aires. Lo que más disfruté en los primeros años fue la sensación del anonimato, me deleitaba ese parecido a estar de viaje, que viene con liberarse de miradas ajenas.
¿Dónde quedó ese placer de no ser nadie? Una parte quedó en mi recuerdo de juventud, que transforma esa sensación de libertad en algo anhelado por el paso de los años. Pero otra parte se la llevó un mundo en donde ya no podemos "ser nadie". En los últimos años, salir a la calle sin pasar por la mirada ajena no existe más. Aun si no nos cruzamos con ningún conocido, ya no podemos evitar ser captados por otros ojos que, en forma de cámaras, nos siguen, filman y controlan.
La principal razón de la universalización de la vigilancia es la prevención y lucha contra el delito. Según un informe del periodista Félix Ramallo, en 2013 los porteños convivimos con tres mil cámaras, es decir, una cada mil habitantes. Las instalan entre la Policía Metropolitana y el Ministerio de Seguridad de la Nación. El gobierno porteño centraliza todas nuestras imágenes en el Centro de Monitoreo de Barracas: allí estamos todos, paseando de la mano de alguien, discutiendo con un amigo por celular, comiendo un alfajor y, cada tanto, también robando un quiosco o un banco. Las cámaras parecen invisibles, pero se pueden distinguir: las de la administración de Pro son las "domo" (cuelgan como gotas oscuras y graban 360 grados) y las del gobierno nacional son las típicas cámaras de visor cuadrado. Sin embargo, vivir con cámaras no es una solución comprobada, según lo demuestran estudios internacionales.
Lo que es cierto es que, en el camino, perdemos cada vez más privacidad, que no es más que perder libertad. Y a veces también celebramos esa pérdida, y hasta tratamos a algunas de las aplicaciones de la vigilancia como pasatiempos colectivos.
El ejemplo más reciente sucedió en las últimas semanas con el lanzamiento de Google Street View (GSV), una aplicación basada en Google Maps que permite recorrer distintos lugares del mundo con imágenes detalladas en forma de película. La herramienta ya estaba disponible en 140 ciudades, y el mes pasado se hizo pública también para Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Mar del Plata, luego de filmar y recopilar sus calles (y su gente) con un camión que llevaba una cámara panorámica sobre el techo.
Es lógico emocionarse encontrando la escuela de nuestra infancia, viajar por paisajes a los que nunca podríamos ir o reírse de grafitis ingeniosos. La página de Facebook Street View Argento y la cuenta de Twitter @argentostreet lo demuestran: todos los días, cientos de personas envían sus descubrimientos de Street View. En ese punto, la tecnología que iguala todo al entretenimiento conlleva un problema: ¿podemos dar like y reírnos de la misma forma de una situación o de otra? ¿Esa mujer expuesta a la explotación -o cualquiera de nosotros, sólo por caminar con una ropa extraña- no tiene también derecho a la privacidad? Allí, el problema ya no es Google, sino cómo respondemos nosotros.
En el mundo multivigilado, el derecho a la privacidad sigue siendo nuestro. Pero con una condición: que lo reconozcamos como tal y le demos algún valor. Si no, será de otros.
Como los mensajes que nos llegan al celular, como los términos y condiciones de un contrato que cambian sin avisarnos, las cámaras se fueron instalando en nuestra cuadra y en nuestra ciudad, sin que nadie nos preguntara si queríamos.
Las aceptamos, como aceptamos muchas tecnologías a cambio de sus supuestas ventajas: comodidad, ahorro de tiempo, seguridad. Pero, más allá de que estemos convencidos de que pueden servirnos para mejorar nuestra vida en alguno de estos aspectos, no existe ningún debate sobre las consecuencias que tiene haber dejado de ser anónimos. Esa discusión -que no estamos dando- es muy importante: ¿dónde quedó nuestro derecho a no ser nadie, por un momento del día, como forma primitiva de la soledad, como impulso para imaginar nuevas ideas?
En su libro Nudge: Improving decisions about health, wealth, and hapiness, el economista Richard Thaler y el profesor de derecho Cass Sunstein describen un proceso llamado "arquitectura de las opciones". En palabras sencillas, señalan que la estructura y el orden de las opciones que nos ofrecen influye enormemente en las decisiones que tomamos. Un ejemplo conocido es que los espacios de trabajo pueden pensarse para fomentar o reducir la creatividad. En otras palabras: no existen los diseños neutrales. Esto mismo pasa con las tecnologías y la vigilancia: ¿estamos pensando distinto a partir de ellas? ¿Nos estamos perdiendo de nuevas ideas al entrar en sus diseños? Es también esta idea, tal vez demasiado "filosófica" para nuestra vidas tan apuradas, otra a la cual debemos prestarle atención.
La autora es periodista y está escribiendo el libro Guerras de Internet