Caboverdianos: vientos de cambio
Viven en la Argentina. Son entre 12.000 y 15.000 nativos de Cabo Verde, el país africano que logró su independencia de Portugal hace apenas 31 años. La mayoría reside en Ensenada, Dock Sud, San Nicolás y Rosario, donde mantienen vivas muchas de sus tradiciones
Una naranja, dos limones y un inmenso mar por delante. Eso tenía y eso lo esperaba a Adriano Nascimento Rocha el día en que se escondió en la bodega de un barco inglés que lo llevaría a una ciudad extraña de un país lejano para reunirse con su madre, luego de 17 años de no verse. O peor, casi de no conocerse: cuando Alicia Buenaventura Rocha emigró de Cabo Verde, Adriano, su primer hijo, un hijo de padre desconocido, era un bebe de un año que iba a quedar al cuidado de una tía.
Era el 30 de septiembre de 1947. A Adriano –que hasta entonces había sobrevivido haciendo changas en el puerto caboverdiano de Mindelo, en San Vicente– le habían dicho, después de preguntar por ahí y por allá, que el próximo destino del carguero Bellows Park era Buenos Aires. No lo dudó. Apenas si tuvo tiempo para avisarles a su tía –el único familiar vivo que le quedó después de la muerte de su abuela– y a Augusto Timoteo Da Cruz, su amigo del alma y tres años mayor que él, que se iría de Cabo Verde esa madrugada.
Irse algún día de Cabo Verde era para Adriano y para Augusto disparador de conmovedoras charlas que en ocasiones acompañaban el largo viaje a pie desde el barrio en el que vivían, sobre la ladera de una montaña, hasta el puerto, único lugar donde se podía conseguir una changa que les diera algo de dinero para comer. Adriano lo logró primero. Augusto seguiría sus pasos dos años más tarde.
Solo, descalzo y con lo puesto, pero protegido por una cerrada noche sin luna y por las amarillentas luces de Mindelo, que como toda señal de vida entregaba ladridos de una jauría de perros hambrientos que el viento llevaba y traía, trepó de a tres los escaloncitos de la escalera que se extendía desde el muelle hasta la cubierta del viejo buque a vapor que cargaba en sus bodegas jeeps y ambulancias destartaladas, restos de la guerra que luego serían reparados en la Argentina.
Agazapado, con los ojos bien abiertos y aferrado a su bolsita con dos limones y una naranja (el único alimento que pudo conseguir para afrontar una travesía de dos semanas) buscó luego la escalerilla que conducía a una de las bodegas. Y hacia allí fue, para ocultarse en un hueco penumbroso, húmedo, asfixiante, de no más de un metro por dos, que había entre las pilas de chatarra.
Acurrucado en esa burbuja de chapa, cruzó sus brazos por detrás de las rodillas, hundió su cabeza entre ellas, cerró los ojos y así, entredormido, esperó. Llovía a mares y el viento castigaba fuerte. Lo sobresaltó el sonido grave de la sirena del Bellows Park. Lo estremeció el quejido de la chatarra. Su cuerpo comenzó a bambolearse, suave, hacia los costados. Y entonces se persignó. Ya era un polizón.
La madrina Francisca
Se calcula que entre 12.000 y 15.000 descendientes de caboverdianos viven en la Argentina; de ellos, tan sólo unos 300 son nativos del país africano que logró su independencia de Portugal hace apenas 31 años.
Cabo Verde, un archipiélago en el océano Atlántico distante 600 kilómetros de la costa de Guinea, Mauritania y Senegal, está conformado por diez islas montañosas de origen volcánico, distribuidas en dos grupos: el de Barlovento, que comprende las islas de Santo Antao, San Vicente, Santa Luzia, San Nicolau, Sal y Boavista, y el de Sotavento, formado por Maio, Santiago, Fogo y Brava.
De San Vicente (Barlovento), la parte de donde viene el viento, son Adriano Nascimento Rocha, hoy de 77 años, y Augusto Timoteo Da Cruz, hoy de 80, y la mayoría de los inmigrantes caboverdianos llegados a la Argentina en distintas épocas.
A diferencia de su amigo Adriano, con quien pudo reencontrarse en Buenos Aires dos años más tarde, Augusto Da Cruz ingresó en el país legalmente, con pasaporte portugués y 23 años recién cumplidos. Fue el 8 de diciembre de 1949, cuando el vapor Dakar amarró en la Dársena Norte del Puerto de Buenos Aires luego de 18 días de navegación. Su único equipaje era una valija de cuero marrón con un poco de ropa y algunas herramientas de carpintería. No hablaba una palabra de español. Era feriado y nadie en el puerto esperaba por él.
"La única cosa de valor que tenía era un papel con la dirección de mi madrina, en Ensenada. Ella también era inmigrante caboverdiana y lo que la empujó a dejar la tierra natal fue lo mismo que me empujó a mí y a tantísimos otros paisanos: la falta de futuro."
Como pudo, se las arregló para averiguar la forma de llegar a Ensenada. Un colectivo lo acercó a Constitución. Otro lo llevó hasta La Plata, y después, otro más lo dejó en Ensenada. Y ahí quedó, en medio de una plaza, con su valija de cuero en una mano y un pedazo de papel en la otra, en el que, aunque borroneado, podía leerse: madrina Francisca, Europa 867, Ensenada, Buenos Aires.
"El día que él llegó, yo iba a un almacén grande que había en la avenida Colón. Fue ahí que me lo crucé, de pura casualidad, y volví corriendo a casa para avisarle a mi mamá que había llegado el ahijado. Y mi mamá me dijo: «¿Por qué no le dijiste quién eras?». Yo le dije que porque me daba vergüenza. Claro, yo era una niñita de apenas 12 años, y él, un muchachón de 23", recuerda Marta Isabel Monteiro, hija de la madrina de Augusto. Y agrega, ahora con una risotada: "Se ve que la vergüenza duró poco". Augusto –que viviría en la casa de su madrina– y María Isabel se pusieron de novios algunos años después. La madrina incorporó el título de suegra y la comunidad caboverdiana de Ensenada aseguraba nuevas generaciones: Augusto y Marta Isabel tuvieron cinco hijos, que les dieron 16 nietos, y los nietos, 9 bisnietos.
La diáspora caboverdiana
En su estudio sobre la llegada de caboverdianos a la Argentina, Marta Maffia, investigadora del Conicet-Universidad Nacional de La Plata, señala que "comienza a fines del siglo XIX, con fecha muy imprecisa, y cobra relevancia a partir de la década de 1920, con la presencia de pequeños grupos. Los períodos de mayor afluencia fueron entre 1927 y 1933, y el tercero, después de 1946".
La investigadora revela que las condiciones climáticas marcaron, y aún lo hacen, el destino de Cabo Verde y su gente; a las cíclicas sequías siguieron grandes hambrunas y numerosas muertes.
Su trabajo La emergencia de una identidad diaspórica entre los caboverdianos de la Argentina, presentado ante la Comisión Mundial sobre las Migraciones Internacionales, con sede en Suiza, bucea en la profundidad del fenómeno migratorio caboverdiano tomando en cuenta una diversidad de factores, tanto históricos y políticos como climáticos. "La conjunción de una serie de factores, entre los cuales podemos destacar la adversidad climática y sus terribles consecuencias, el régimen de tenencia de la tierra, la política implementada por Portugal, particularmente en el período colonial, rompe sistemáticamente el precario equilibrio de la economía caboverdiana y es en ese equilibrio inestable en el que se configura este fenómeno migratorio, que asume características de diáspora: fue generada por una situación traumática; proliferan comunidades de caboverdianos por casi todas la regiones del globo y posee continuidad hasta la actualidad como una comunidad cultural extraterritorial."
De polizón a vecino destacado
Adriano Rocha –"el polizón más famoso, como me dicen mis vecinos del docke"– es, tal vez, el único inmigrante vivo que ingresó clandestinamente en el país.
Entre los gritos de Virginia y María Eugenia, de 4 años, dos de los seis nietos, y el rezongo resignado de Alicia Díaz, de 71, esposa de Adriano, don Rocha muestra sus tesoros más cuidados: el diploma que en noviembre de 2000 le entregó el cuerpo de Bomberos Voluntarios de Dock Sud, el de Presidente Honorario de la Unión Caboverdiana, la Llave del Ombú del Centenario con una inscripción que dice "el pueblo de Dock Sud al destacado vecino Adriano Rocha, 11 de noviembre de 2001", y una foto enmarcada que muestra lo poco que queda de lo que alguna vez fue su casa, allá, en San Vicente. Lo que se ve es una montaña con mucha vegetación y restos de paredes y pisos. "Acá estaba la cocina..., por allá estaba el patio... No ha quedado nada... Si hasta los escombros parecen parte de la montaña."
Los nietos se mueven por la antecocina a pura lucha y la abuela va tras de ellos a puro grito. Gritos y rezongos están ahí, pasando la puerta, pero en el comedor de los recuerdos, ahí donde ahora está Adriano, todo suena distante. Los metros que separan una habitación de otra parecen kilómetros. Un mar de distancia. El silencio es atroz.
"A mí me descubrió un tripulante, un día después de zarpar. Resulta que me estaba asfixiando y tuve que salir de mi agujero para tratar de ir a la cocina y tomar un poco de agua. Fue ahí que me descubrió un tripulante jamaiquino. Como su color de piel era parecido al mío, lo saludé y le dije «hola, paisano». Me miró y me preguntó con quién estaba. Y le conté mi historia. Se me quedó mirando y me dijo «andá a esconderte otra vez». Al rato se aparece con un plato con ensalada de papa y remolacha y pedacitos de carne, y una botella con agua. Cinco horas después, con el cambio de guardia, me descubren y le dan aviso al capitán. Al día siguiente apareció el primer oficial. Me dijo de todo el hombre. Yo le decía que estaba como polizón porque tenía que buscar dos cosas: trabajo y a mi mamá. Mi mamá, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, no me pudo traer porque yo tenía 14 años y tenía que hacer el servicio militar. Cuando llegamos a la Dársena Norte estuvimos fondeados un día entero. Yo tenía la dirección de la casa de mi mamá en mi memoria, nada más. Entonces la escribí en un papel y el aquel oficial jamaiquino me hizo el gran favor de ir hasta la casa de mamá y contar lo que estaba pasando. Ese hombre me ayudó muchísimo. Siempre le estaré agradecido. Después de eso, nunca más volví a verlo. Tal vez se conmovió conmigo porque me había dicho que en Inglaterra tenía una hija de mi misma edad. Habrá sido eso, creo. La cosa es que ese día llovía torrencialmente y el hombre fue hasta Dock Sud en un taxi. Esa misma noche mi mamá vino al barco, pero no la dejaron subir. Tuvo que hacer los trámites en Migraciones para que yo me quedara legalmente en este país. Y así fue, pero me tuvieron siete días arriba del barco."
Entre la saudade y la morabeza
A diferencia de los 12 millones de africanos que llegaron a América entre los siglos XV y XVI, los caboverdianos fueron los únicos que no lo hicieron como esclavos, sino en busca de trabajo. Tampoco se fueron empujados por las guerras, como los europeos. Por el carácter insular de Cabo Verde, los inmigrantes llegados de este archipiélago eran expertos marineros y habilidosos pescadores, cualidades que los llevaron a instalarse en ciudades o sitios con puertos, como Rosario, Buenos Aires, San Nicolás, Bahía Blanca, Ensenada y Dock Sud. El 95% de ellos logró emplearse, en distintas épocas, en la Marina de Guerra, en la Marina Mercante, en la Flota Fluvial Argentina, en YPF, en los astilleros o en ELMA, como maquinistas, carpinteros, marineros, electricistas o mecánicos.
"Con lo que cobré por mi primer trabajo de carpintería –recuerda Da Cruz–, unos mueblecitos que acá, en Ensenada, me pidió que le hiciera el señor Florencio Simon, me compré un par de zapatos, un traje, una camisa y algunas herramientas. No me acuerdo cuánta plata era, pero sí en qué la gasté. Eso fue a los poquitos días de llegar a este país. Y así, con esos primeros martillazos empecé a construir, ese día de 1949, la segunda parte de mi historia. No pasó un año de estar acá que pude entrar a trabajar en Astilleros Río Santiago, siempre como carpintero –sigue Da Cruz–. Trabajé en la reparación de la fragata Libertad, y en la de los buques Azopardo y Piedrabuena... ¡Fíjese lo que era este país en esa época que hasta un africano consiguió un buen trabajo al año de llegar como inmigrante! Allí trabajé 42 años, hasta que me jubilé. Estudié, pude comprar esta casa, hice cursos de capacitación y llegué a ser supervisor y manejar a 139 operarios. Todo un éxito para un caboverdiano. No es tan fácil ser extranjero y manejar gente. Tenía que conocer bien el paño, ser humilde y a la vez astuto."
Miriam Gomes, hija de caboverdianos, profesora de Lengua y Literatura, y vicepresidenta de la Sociedad de Socorros Mutuos Unión Caboverdiana de Dock Sud, retrata al caboverdiano como "una persona abierta, bondadosa, que le gusta la amistad, compartir su música, aunque no llega a ser tan alegre como el brasileño. Tiene un espíritu amable. Nosotros lo describimos con una palabra: morabeza, que es una forma de ser de nuestra gente, muy cálida, que se entrega. Es un sentimiento muy común y que va de la mano de la saudade, la nostalgia, otro sentimiento que define su forma de ser".
Africano o euroafricano
Al decir de la licenciada Maffia, la generación de los viejos inmigrantes siguió viviendo en el barrio étnico; sus hijos y nietos nacidos en la Argentina rechazan, particularmente en la adolescencia, los valores tradicionales caboverdianos y se "argentinizan". En muchos casos surgen conflictos intergeneracionales, con profundos sentimientos de ambivalencia sobre su identificación étnica.
"Yo soy africano y caboverdiano, pero sé que a nuestros descendientes les gusta llamarse euroafricanos porque nuestro color de piel es una mezcla del blanco europeo y el negro africano. Pero a mí me criaron como africano. Y eso soy", dice Rocha, que atiende su ferretería Cabo Verde, en el corazón de Dock Sud, con sus hijos Carlos Alberto, Jorge Daniel y Norberto Adrián.
En verdad, ese ser africano que defiende Adriano Rocha podría ser la excepción a la regla, ya que en los viejos inmigrantes pesa más su convicción de caboverdianos europeos, o euroafricanos, que la de africanos.
Gomes cuenta que esto se da más en los ancianos que en los hijos y nietos de caboverdianos. "Son los más viejos los que todavía siguen apegados al régimen colonial portugués. Por eso dicen que son caboverdianos europeos, o portugueses. Pero habría que ubicar esto en distintos momentos. Hubo un período en que no hubo mucho apego hacia las raíces, y esto tenía que ver con la falta de comunicación con Cabo Verde, y también hubo una época en la que nuestros padres y nuestros abuelos creían que era mejor para lograr una inserción más efectiva en esta sociedad dejar de lado el pasado, en muchos casos de miseria y sufrimiento, y que siempre estuvo mal connotado en esta parte del continente. Entonces, sí, pasó eso. No se enseñó la lengua. Yo conocí gente a la que le pegaban porque hablaba el kriol. Ellos pensaban que para estar mejor acá había que olvidar su pasado en las islas. Por suerte, ahora eso se está revirtiendo.
"En la Argentina –explica Marta Maffia– no se constituyeron en grupos cerrados; los nativos caboverdianos hablan perfectamente el español; no les han enseñado la lengua madre a sus hijos, quienes en el mejor de los casos la entienden, pero no la hablan; no consumen diariamente comida caboverdiana, sólo en algunas ocasiones, principalmente en las festividades; interactúan con caboverdianos y no caboverdianos; en su mayoría se han casado fuera del grupo y los descendientes conocen muy poco o nada acerca del lugar de origen de sus padres, aunque esta última situación en la actualidad se está revirtiendo. Esa estrategia caboverdiana-argentina llevó a la invisibilidad del grupo caboverdiano, posiblemente con el objetivo consciente o inconsciente de lograr su inserción y reproducción social con el menor grado de conflicto posible."
Lograr su inserción de manera no traumática. Ahí estaba la clave. Al respecto, Gomes se pregunta: "Si los caboverdianos, que eran marinos expertos, hubieran dicho en su momento «no, yo no quiero trabajar en el puerto, quiero ser médico, o abogado», ¿habrían tenido la misma facilidad de inserción en la sociedad? Creo que no. Y no por ser inmigrantes, sino por tratarse de inmigrantes negros y, para colmo, africanos".
Carlos Alberto Custodio, presidente de la Unión Caboverdiana de Dock Sud, no duda: "Si nuestros mayores hubiesen sido un poquito más visionarios hoy seríamos una comunidad más poderosa. Pero optaron por trabajar en los puertos".
"Lo que les faltó –agrega Gomes– fue eso de M’hijo el dotor, recordando a Florencio Sánchez. Faltó ese impulso, cosa que ahora ya no ocurre en la gente de mi generación."
El sueño incumplido
"Acá, en el docke –rememora Adriano–, empecé a trabajar repartiendo barras de hielo. Ahí la conocí a mi mujer, pero nos pusimos de novios más tarde, en un velorio. Antes era muy común que la gente se pusiera de novio en los velorios, porque en esos lugares, y también en los clubes, era en donde la gente más se encontraba. Nuestra primera salida fue ir a bailar a la Polonesa."
Entre changa y changa, Adriano buscaba un trabajo que le asegurara mínimamente su futuro. Eso le llevó cinco años. En 1952 logró un puesto en el Ministerio de Obras Públicas y otro, más redituable, en el puerto. "Cuando empecé como maquinista naval dejé el ministerio. Claro, en los barcos me pagaban cuatro veces más."
"Es curioso –dice, por su lado, Augusto–, pero yo siempre trabajé reparando barcos para que viajaran mis compatriotas, y cada barco que zarpaba yo me preguntaba lo mismo: «¿Cuándo me tocará a mí?»."
"Yo, en cambio, quería ser piloto y navegar grandes barcos que tocaran el puerto de Mindelo, en mi país –cuenta, resignado, Adriano–. Ese era mi sueño: volver algún día a mi país como jefe de máquina de un gran barco. Nunca lo pude cumplir."
Epílogo
Augusto Timoteo Da Cruz pudo regresar de visita a su país en 1981, 32 años después de su llegada a la Argentina.
Adriano Nascimento Rocha lo hizo en 1996, 49 años después de su arribo como polizón a la Dársena Norte del Puerto de Buenos Aires.
Fronteras adentro
- Cabo Verde logra su independencia en 1975, en una época en que también la conseguirían otros países africanos: Angola, Mozambique, Santo Tomé, Príncipe, Guinea-Bissau.
- Tiene el 97 por ciento de alfabetización entre la gente de menos de 30 años. El porcentaje más alto del presupuesto se destina a la educación.
- La principal fuente de ingreso es el turismo; le siguen la remesa de dinero que envían los familiares que residen en el exterior y el comercio interno, como la pesca.
- Su población actual es de 400.000 habitantes. Pero hay un millón radicados en el resto del mundo.
La raíz caboverdiana
- Las islas que se encontraron deshabitadas al momento del descubrimiento por los portugueses (1456-1460) fueron colonizadas con individuos provenientes del sur lusitano, Alentejo y Algarves. A esa población inicial se sumaron esclavos africanos de las etnias mandinga, jalofo y fula-preto, que fueron las que dejaron mayores vestigios de su presencia. La heterogeneidad racial y cultural de estos grupos sumada a la discontinuidad territorial hicieron de cada isla un compartimiento relativamente estanco que dio por resultado el surgimiento de un nuevo grupo étnico: el caboverdiano.
La diva descalza
Nació en 1941, en Mindelo, cerca de la isla de San Vicente, y canta descalza para no olvidar el sufrimiento y la pobreza de la gente de su pueblo, de la que nunca está lejos. La llaman La Embajadora de Cabo Verde porque hizo famoso en el mundo el nombre de su tierra. Cesária Evora aprendió a entonar esas dulces melodías en el coro del orfanato donde creció, huérfana de padre y a expensas de los magros ingresos de su mamá, cocinera, que debía alimentar a ella y a otros seis hijos. Fiel exponente del género musical caboverdiano por excelencia, la morna (que deriva del inglés mourn, que significa llevar luto), triunfó después de los 50 años, y fue merecedora de un premio Grammy.