En el centro de Dock Sud, esa localidad encajonada entre el Riachuelo, el Río de la Plata y la Autopista Buenos Aires-La Plata, además de panaderías, parrillas, talleres mecánicos y bazares, se encuentra la Sociedad de Socorros Mutuos Unión Caboverdeana, un edificio grande con frente de ladrillos y rejas pintadas de verde, semejante a esas entidades que reúnen a descendientes de calabreses, asturianos o polacos, aunque mucho más desconocida. Adentro, sentada, mientras espera que lleguen los primeros invitados a la fiesta de la entidad, está Patricia Gomes, de 34 años.
La comunidad de Cabo Verde en la Argentina estuvo forjada en sus orígenes por marineros y portuarios. Hoy busca que sus jóvenes se enorgullezcan de sus raíces y conserven el legado.
"La comunidad caboverdiana siempre fue muy cerrada", dice. Patricia se crio con su abuela –nacida en ese archipiélago sobre el Atlántico, a más de 400 kilómetros de la costa africana–, y entró en la Sociedad como secretaria de la mano de su tía, Miriam. Actualmente, su tío Gabriel es el presidente. "Todo el tiempo me preguntan de dónde soy, y más si tengo hechas las trenzas. ¿De Colombia? ¿De Venezuela? Pero yo soy de acá". Es que ella nació en Villa Domínico, estudió Abogacía y desde ahí empezó a interiorizarse en temas de afrodescendencia. "Dentro de nuestra militancia reivindicamos lo estético, todos los símbolos tradicionales africanos, como turbantes, trenzas o rastas. Es reafirmar nuestra identidad".
Sin datos precisos, se calcula que hoy viven en el país unos 25.000 nativos y descendientes de Cabo Verde. La mayoría llegaron al país en la primera mitad del siglo XX, y se esparcieron en zonas portuarias como La Boca, Dock Sud o Ensenada. ¿El motivo de esa ubicación? Muchos de los migrantes trabajaban de marineros o de obreros en los puertos, por lo que se afincaban cerca de sus lugares de trabajo. Dicen que ya no llegan personas desde esas islas, como sucedió en el pasado. ¿O sí?
Yendo de África a la Argentina
La Sociedad tiene unos 500 socios y cada dos meses realiza una fiesta en la que el plato fuerte es, literalmente, la cachupa: una comida tradicional de las islas, con carne de cerdo y porotos, entre otros ingredientes. En la entrada del salón comedor, hay un joven de rulos y delgado. Se llama Rogerio y, mientras acomoda remeras y láminas con imágenes de la cultura afro en un stand, cuenta que nació en Portugal y que a los 3 años se mudó a Cabo Verde. Allá conoció un amor: una argentina descendiente de caboverdianos. Con y por ella vino a la Argentina. "Soy artista y diseñador gráfico, pero recién en este ámbito empecé a vender las cosas que diseño… está difícil el tema laburo", dice con un dejo de portugués en el acento. Él, que en su país daba clases en una Universidad, lleva sus productos a ferias y fiestas. Su marca se llama Negra y recién acá se dio cuenta de lo que eso implicaba: "Me sorprendí de que la palabra «negro» estuviera asociada a algo negativo".
El archipiélago que forma Cabo Verde –Isla de Sal, Santiago, San Nicolás, San Antonio, Maio, Fogo y San Vicente son las principales islas–, de clima templado, playas paradisíacas y geografía volcánica, fue registrado por primera vez por navegantes europeos hacia 1460 y estaba deshabitado. Portugal ocupó las islas y las pobló con colonos y con miles de esclavas y esclavos traídos desde el continente. Hacia mediados del siglo XIX, la economía local empezó a languidecer y las décadas siguientes vieron cómo empezaba la migración hacia otros países. Pero como eran ingresados como portugueses y no como caboverdianos, no existe un registro preciso de cuántos, quiénes y cuándo llegaron de esas islas.
El pico de la llegada a la Argentina se dio entre las décadas del 30 y del 40. Una memoria viva de la comunidad es Paulina Díaz, hija de caboverdianos. "Mi papá se radicó en La Boca, vivía en una pensión donde cocinaba para los que vivían ahí. Después se alistó como cocinero para los barcos de YPF", recuerda y muestra un tesoro que guardan en un armario de la Secretaría: fotos de viejos socios, libros de actas y un barco en miniatura hecho por un paisano que era marinero.
"Viví hasta los 22 en Dock Sud, cuando se quemó nuestra casa; otros 20 en Avellaneda y después me fui a Wilde. Me dediqué a trabajar en control de calidad en empresas de indumentaria. A la Sociedad empecé a venir a los 12 años, las primeras sedes estaban en La Boca", cuenta.
La huella africana en el país tiene distintas vertientes: la primera la forman los descendientes de los esclavos que vivían en el país durante la época colonial, la segunda es la caboverdiana y la tercera está integrada por los grupos más recientes de migrantes, como los senegaleses.
Paulina recuerda que en los años 70 diseñaba las pancartas con las que los caboverdianos de la diáspora reclamaban en Argentina la independencia de su país de origen, declarada finalmente el 20 de enero de 1973. "Yo fui a Cabo Verde hace pocos años, quería conocer mis raíces. Los que vinieron acá obviamente ya no eran esclavos, pero padecían las hambrunas". Para Paulina, lo importante es que las nuevas generaciones tomen la posta en la reivindicación de esos orígenes. "Algunos dicen que no hay discriminación, pero para mí no la quieren ver".
No te enamores nunca de aquel marinero caboverdiano
El mar, tan presente en la vida de las islas, parece acompañar a sus migrantes y descendientes. Esa corriente hizo que algunos terminaran en los rincones más alejados del país, pero siempre cerca del agua. Francisco Alfonso Dos Santos cuenta que su padre llegó de Cabo Verde a la Argentina en 1906 y se radicó en Comandante Piedrabuena, provincia de Santa Cruz. Pancho, como le dicen, tiene tez blanca y pelo lacio. "Mi padre trabajó en barcos balleneros y de peón rural. Luego en un frigorífico. Y se casó con mi mamá, que era hija de franceses. Un despelote mi familia: salía un hijo negro, otro blanco", se ríe. Había varios caboverdianos en Comodoro Rivadavia, Chubut y, según dice Pancho, queda uno en Río Grande, Tierra del Fuego. Así, dispersos, como puntos alejados dentro del mapa argentino, otro factor que nubla su presencia.
Una plaqueta colocada en la entrada de la Sociedad en 1998 recuerda la construcción del "quincho amistad", y enumera a los promotores de la iniciativa. Entre los nombres figura el de Augusto Días, que por ese entonces tenía 73 años. Ahora tiene 94 y cuenta que vino como polizón en un barco, en 1947. De prolijo saco marrón y barba candado bien recortada, recuerda: "Cuando llegué a este país gobernaba Perón y la Argentina era un paraíso: veníamos de un país pobre, acá había trabajo y los caboverdianos somos muy trabajadores". Augusto trabajó para compañías marítimas como tripulante, como la Empresa Líneas Marítimas Argentinas (ELMA), de propiedad estatal y disuelta en 1996.
Algunos dicen que no hay discriminación, pero para mí no la quieren ver.
Entre los pocos sobrevivientes de los nacidos en las islas y que llegaron al país en las principales oleadas migratorias está Adriano Rocha. Por teléfono desde su casa de Dock Sud cuenta que, como Augusto, también llegó en 1947 y que sus primeros trabajos fueron en la empresa alimenticia Bagley y en la metalúrgica Tamet. Al tiempo, se alistó como marino mercante y, a poco de arribar, ya se había metido en la vida de la Sociedad Caboverdeana. "Uno siempre extraña el lugar donde nació", sentencia.
Parte de la religión
Si por una especie de regla dibujada con letras de agua, estos inmigrantes solían asentarse en puertos, aquella tiene excepciones. En las afueras de la ciudad de San Marcos Sierra, en el noroeste de Córdoba, muy lejos del Atlántico, entre neohippies, cuevas con rastros de comechingones, productores de miel y árboles añosos, se encuentra la Fundación Misión Esperanza. La ONG sostiene desde consultorios pediátricos hasta un bachillerato, pasando por centros de apoyo escolar y talleres de oficios. Su fundadora y presidenta es la hermana Theresa Varela, que del otro lado del teléfono presenta un resumen de su vida nómada desde que se fue a los 20 años de Cabo Verde y vivió en Portugal, hizo el noviciado en Roma, pasó por Estados Unidos, se fue como misionera a Colombia y, finalmente, vino a la Argentina. Hija de un hacendado, dice que en su casa se tomaba agua de manantial y vino portugués, y que ya desde aquella época tenía curiosidad por este país gracias a una canción popular en kriol: "Bo ti ta ba bu camiño pa Argentina, bo ti ta bai nca ten força pa nguentabo. Oje mi é un simple amanhan tem fe ser un grande oficial na Cámara de Argentina...", canta la religiosa e intenta una traducción: "Te vas para Argentina y yo no tengo fuerzas para detenerte. Hoy soy un simple hombre, pero tengo fe en ser mañana un gran funcionario en el Congreso de la Argentina".