Una galería de arte a cielo abierto, una playa paradisíaca, un mirador de estrellas. En Los Cabos mexicanos, las postales de película se vuelven reales.
Producción de Julieta Mortati
Palmilla
Un bus toma la ruta transpeninsular camino a San Lucas y aparca al costado de un puente. Hay que caminar cinco minutos por un sendero florido de película, especialmente preparado para quienes habitan a lo alto y a lo ancho del barrio privado. Pasamos por campos de golf donde sus lugareños yanquis manejan sonriendo los carritos; los sapitos riegan el pasto impoluto y los empleados de seguridad saludan desde sus garitas. La playa está dividida por sogas que separan la extensión de costa, esa naturaleza que también debería ser mía, de todos. De un lado, los propietarios de las mansiones apostadas sobre un cerro, y del otro, nosotros. La arena fina y el mar transparente que refleja el cielo siempre soleado es la foto de mis sueños. En Palmilla, no hay nada. Ni chelas ni tacos; hay que caer con una heladerita térmica y disponerse a la meditación mirando el mar abierto, un velero por allí, la luna que aparece tras el Mar de Cortés, imágenes que aún no tienen dueño.
Zacatitos
Después de la rotonda que va a La Playita se toma el camino de terracería y, a través de señalizaciones rudimentarias, se llega a Zacatitos. A falta de carro, se puede hacer dedo. Es común que los lugareños gentiles ofrezcan un aventón. “Esto es el puro desierto”. Así lo había visto antes en las películas. De casualidad, no pasa un paquete de alfalfa revolcándose en la aridez del camino. Redundan el amarillo de la arena y el sol, y los cactus enormes, el polvo que vuela y, más atrás y una vez más, el mar azul. Una casita rodante por acá, una palapa por allá, un hotel a lo lejos, un burro, un cerro. Pero lo más impresionante de Zacatitos es el cielo. De repente se hace de noche y por inercia se eleva la mirada. Nunca había visto la galaxia tan cerca. El cielo, un empapelado negro, y las estrellas como purpurina mal desparramada encierran el horizonte y el viaje. Perfectos.
Plaza Mijares
Es el centro de San José, de la parte norteamericana, turística y comercial. Los jueves por la tarde funciona como una galería al aire libre y los artistas locales apuestan sus cuadros alrededor de la enorme bandera mexicana que se blande bajo el cielo siempre azul. Los vendedores salen de caza en las puertas de sus comercios, me confunden con una turista yanqui y me hablan en inglés. Sonrío y respondo en castellano que no, gracias. A las 18, aparece Nina con un carrito como los de la Costanera a vender tamales. Los mejores del mundo: de raja con queso, de puerco y de res. Salen 15 pesos mexicanos, 11 argentinos. Cuando baja el sol llegan los chicos con las bicis, las familias con los perros, y las risas en estéreo. Es un centro neurálgico desde donde se puede partir a comer a algún lugar del San José visible, donde se habla en inglés y se escuchan bandas que hacen covers.
Recomendado por Julia González
Soy periodista y poeta. Me fui de Argentina en busca de un nuevo horizonte, por la desidia del sistema de salud y la consecuente violencia obstétrica que se llevó a mi beba el año pasado. Trabajo free lance para medios argentinos, hago prensa y un ciclo de poesía y música.
LA NACION