Cuando la naturaleza se asienta tan firme y tan natural es difícil imaginar el páramo anterior. Sí es claro que el paisaje marítimo, el de la costa de Uruguay, que se descubre más allá implica condiciones particulares de suelo y clima. Es así que, dentro de esta chacra, una pirca circular resguarda la casa, también de piedra. Casi sin árboles, solo había un humedal con un pequeño bosque nativo, que se respetó en absoluto.
"Es un jardín sometido a las inclemencias de la naturaleza y sin riego; solo en los veranos intensos se emplea una manguera, pero únicamente para los canteros. Suelo arcilloso por excelencia, que no deja de regalarme lugares que me emocionan y renovales de especies en cantidad". Así lo define su dueña, Rosa Acosta. Hace casi 30 años comenzó con este proyecto y, en esos años, se plantaron unas cinco mil especies de árboles y arbustos con la ayuda de un ingeniero agrónomo.
También durante esos años, Rosa se convirtió en paisajista y fue aportando su nueva mirada y un diseño más integral. "Diseñé una cinta envolvente de celestes agapantos desde la tranquera de ingreso hasta la casa, que acompaña el camino y que continúa por delante de la galería. A ambos lados, pampa grass y laureles". En los canteros aparecen en masa agapantos, gauras, margaritas, hemerocalis, dietes, dalias, gazanias, gramíneas varias, rosas bajas y trepadoras, fisostegias, budleias. Y siempre los juegos con texturas y tonos de hojas, como los que dan los Berberis ‘Atropurpurea’ y los eleagnus grises, tan comunes en el Uruguay.
En el año 2003, de la mano de sus grandes ayudantes Rubén y Cecilia, y el empuje incesante de Pablo, su compañero de ruta, comenzó a dibujar senderos armoniosos y comunicantes, con amplias zonas de pradera natural, para reducir los cortes de césped; de esta manera logró una mirada más amigable con la naturaleza y el medio ambiente, inspirada en la vanguardia de diferentes paisajistas. Esto también la impulsó a seleccionar más arbustos y árboles nativos, como Francisco Álvarez (Luehea divaricata), aguaribay, cedrón del monte (Aloysia gratissima), espinillos, guayabos, timbós o calliandras, tan generosas con sus flores.
También, cuando el lugar es grande y el ojo es bueno, las rocas, la chatarra como esculturas, los senderos de madera que atraviesan el agua no son más que aciertos. Dan un aire personal al jardín. La suma de frutales –como limoneros, damascos, frambuesos, mandarinos, pomelos, duraznos, caquis– hace que el aire de mar se mezcle con el dulzor de los aromas.
Me produce tanta alegría cosechar y saber que esos frutos están libres de químicos. No todos los años son regulares en su producción, demasiada lluvia, poca lluvia, vientos huracanados, pero de todo se aprende.""
Rosa camina el jardín, admira los árboles que vio crecer y que hoy son parte de montes ya espesos, y disfruta del trazado de las curvas y las sensaciones que producen los nuevos encuentros. Allí donde esa comunión no ocurre, comienza a imaginar los cambios o nuevas incorporaciones, con su mirada de paisajista, de habitante, de testigo de su evolución entera. Pero es la naturaleza quien verdaderamente la sorprende, percibir cómo ella busca su lugar y se acomoda. Y la deja hacer, agradecida.
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