Buchenwald El vecino más odioso de Weimar
Hoy es una visita al horror del pasado, pero en tiempos de los nazis en este campo de concentración murieron más de 56.000 personas. Y los soviéticos siguieron usándolo de modo similar hasta 1950
WEIMAR, Alemania.- En el tren llegaron pasajeros inesperados: chicos judíos, de 8 a 16 años. Los guardias se miraron entre sí. Tenían tanto trabajo últimamente que deshacerse de ellos con los medios que empleaban habitualmente con los mayores, un balazo en la cabeza después de trabajos forzosos o hambruna y tortura de todo tipo, iba ser agotador. Decidieron entonces que fueran en fila por la calle de la estación, El Camino del Carajo (nombre que, en alemán, asocia violencia, ruido y golpes).
Y soltaron los perros.
Los más pequeños cayeron primero, desgarrados por los colmillos que, aferrados a sus piernas, arremetieron por la espalda, el estómago, el pecho, el cuello, las manos ensangrentadas. Los más grandes corrieron hasta donde pudieron, cerrado el paso hacia los costados del camino, puro bosque, por botas que reían como en un circo romano.
Quedaron dos chicos con vida, pero recibieron de inmediato tiros de gracia mientras, ya acallada la jauría, otros tiros paralizaban todo aquello que, retorcido de dolor, aún se moviera.
Los gritos del silencio perduran en el Campo de Concentración Buchenwald, a apenas ocho kilómetros de Weimar, la capital de la cultura europea y del Estado de Turingia, Alemania, al este del mundo hasta que cayó el Muro de Berlín.
Una mujer de voz pausada, Pamela Wolff, chilena, confiesa que los espíritus viven en ella y que, pase lo que pase, no quiere abandonarlos. Esto no es un trabajo más, recita.
Detrás de los alambres de púas, electrificados, invulnerables, fueron a parar, entre 1937 y 1945, unas 250.000 personas, de las cuales murieron más de 56.000.
Un horror precedió otro horror.
Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y 1950, los soviéticos siguieron usándolo como centro de detenciones, llamándolo Campo Especial N° 2 Buchenwald: de 28.000 presos murieron 7000 a causa del abandono y la desnutrición.
En una placa que recuerda las nacionalidades de todos ellos, conservada como homenaje a la temperatura corporal, figura la Argentina, curiosamente.
Dice Pamela, investigadora radicada desde hace 12 años en Alemania, que los archivos nazis hablan de 12 o 14 mujeres argentinas que estuvieron confinadas, en 1944, en algunos de los 136 comandos exteriores de Buchenwald (campos de concentración femeninos). También hubo mexicanos, brasileños y un chileno (un hotelero arrestado en París, al parecer).
Buchenwald, construido en 1937 en la colina de Ettesberg, trocó de albergue de presos políticos a centro de maltrato, experimentación y exterminio de judíos, gitanos, testigos de Jehová, homosexuales y desocupados, entre otros seres antisociales del léxico nazi.
Tal era la locura que aún sigue en pie un zoológico, frente al alambrado, donde los oficiales de las SS se pavoneaban con sus hijos.
La jaula de los osos parece un palacio en comparación con las barracas de los prisioneros, demolidas por los bombardeos, donde 12 judíos dormían juntos y, según testimonios, si uno quería darse vuelta, los otros 11 también debían hacerlo.
Karl Koch, el primer comandante nazi, se enojó con dos oficiales porque habían flagelado un ciervo, cuenta Pamela. Les pidió que fueran compasivos con los animales, inculcándoles criterio y amor.
Del otro lado, una reja que sólo puede leerse desde adentro advierte: Jedem das seine (A cada uno lo suyo).
Los presos que eran conducidos al calabozo, despojados hasta de su identidad, llegaban a pasar dos semanas o más sin comida ni agua, torturados, en absoluta oscuridad, engrillados, sometidos a los rigores del frío o del calor, con ropas andrajosas en las cuales llevaban un triángulo (rojo, preso político; marrón, gitano; rosa, homosexual) o, cual cruz, la estrella de David, de color amarillo.
Tres razones, según Pamela, habrían llevado a los nazis a construir el campo: la cercanía de Weimar, adorada por Hitler, todavía signada por grupos políticos de derecha extrema (algo así es posible cuando la gente acepta y tolera la barbarie, dice ella); la existencia de una cantera de piedra calcárea (trabajo de presos que consumían 200 gramos de pan por día), y la ligazón de la cultura en la ciudad de Goethe, de Schiller y de la Constitución de la primera democracia alemana (la República de Weimar) con la estúpida idea de depurar la raza.
El Teatro Nacional albergó, en 1919, a la Asamblea Nacional, corridos de Berlín los diputados por las convulsiones revolucionarias. En 1937 se estrenaba El país de la sonrisa mientras su autor, Franz Lehar, se pudría en Buchenwald.
Trece años antes, en 1924, la ultraderecha ingresaba por primera vez en Alemania en un Parlamento regional. En Weimar, precisamente. Curiosamente, el Ministerio del Interior del Estado de Turingia fue sede de la Gestapo, en 1933, y de la NKVD (policía secreta soviética), después de 1945.
En Buchenwald no había cámaras de gas, como en Auschwitz. Faltaba higiene y comida; sobraba odio. Algunos prisioneros eran seleccionados para los campos de exterminio, o eran asesinados en masa y sepultados en fosas comunes. O, ya ejecutados, eran cremados mientras los que conservaban la vida (¿la vida?) se familiarizaban con el aroma dulzón del humo que salía de las chimeneas del crematorio.
A los homosexuales, por ejemplo, probaban insertándoles una cápsula que prometía liberar hormonas masculinas en cuanto tuvieran deseos sexuales (morían ocho de cada diez en el quirófano). Otra gente, engañada, era conducida al establo, donde, después de una falsa revisión médica, recibía un balazo en la nuca en una cabina en la cual era medida su estatura (les disparaban desde un agujero disimulado entre las rayas de los centímetros). El 11 de abril de 1945, día de la liberación, los aliados contaron 21.000 presos, entre ellos 900 chicos y adolescentes, y una pila de muertos que no había podido ser cremada. En el libro de visitas se repite una cita, una plegaria, una consigna: "Nunca más".
Pero también hay otra: "Gracias, Hitler, por el buen rato que nos hiciste pasar". Pertubadora, como Kosovo.