En una de las muchas conversaciones que tuvo años antes de morir con el poeta Roberto Alifano, Borges confesó que la enciclopedia era su género literario favorito. "Mi lectura ha sido muy fragmentada. No sé si he leído un libro completo en mi vida", reconoció en una entrevista cuando tenía 83 años. "Soy ante todo un lector de antologías, de enciclopedias. No me importa que sean viejas. Yo no busco solo información. Busco también estímulos".
Su enciclopediafilia era tal que, según comentó a sus amigos, cuando se separó en 1970 de su primera esposa, Elsa Astete de Millán, el autor de Ficciones solo se preocupó por llevarse dos cosas consigo: su ropa y la Enciclopedia Britannica. Ocurre que si bien Borges era literariamente promiscuo –se nutría de varias, como la alemana Brockhaus, la italiana Treccani y la Cyclopaedia de Ephraim Chambers–, los 32 tomos de la decimoprimera edición de 1910 de la Enciclopedia Britannica era su libro de cabecera y, siempre que encontraba ocasión, la mencionaba. Recordada ahora por su racismo desenfrenado propio del colonialismo inglés, la había heredado de su padre y le había servido a Borges como trampolín para urdir en 1935 su primer libro narrativo, Historia universal de la infamia. "Quien adquiere una enciclopedia –escribió en La memoria de Shakespeare (1983)– no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado, adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas".
Las ramas y raíces del árbol genealógico que conectan la actual reina de las enciclopedias, la Wikipedia, con sus predecesoras –todas ambiciosas obras de sabiduría concentrada con más datos de los que alguna vez podremos llegar a digerir– son extensas, antiguas. Nadie sabe, por ejemplo, cuál fue el primer diccionario o cuándo o quién lo compiló. Alrededor del 2300 a. C., los babilonios contaban ya con lo que se conoce como Urra=hubullu, una colección de 24 tabletas en sumerio y acadio con una enumeración sistemática de nombres de animales, piedras, plantas, estrellas, vehículos navales. Actualmente, se conserva en el Museo del Louvre, en París.
También están Las enseñanzas de Amenemope, un compendio de consejos y conocimientos de un escriba egipcio a su hijo (2000 a. C.); el Erya (del siglo III a. C.); el diccionario –o enciclopedia– chino más antiguo que se conoce, y La historia de las plantas, de 10 libros, en la que el filósofo griego Teofrasto condensó el saber botánico de por entonces (el siglo IV a. C). Aun así, se cree –Borges creía– que el título del primer enciclopedista le debería corresponder al romano Plinio el Viejo, quien en su colosal e influyente Historia natural del siglo I compiló 37 volúmenes con los conocimientos de su época en las más diversas materias, de astronomía y matemáticas a geografía, antropología, fisiología humana y zoología.
"Los libros de referencia como los diccionarios y las enciclopedias dan forma al mundo", señala el historiador Jack Lynch, autor de You Could Look It Up: The Reference Shelf From Ancient Babylon to Wikipedia. "Los enciclopedistas y los lexicógrafos rara vez descubren nuevos hechos, pero al organizar y categorizar los antiguos pueden influir en campos enteros del conocimiento. Ellos determinan qué tipo de preguntas puede hacerse una civilización sobre sí misma".
La revolución en tomos
La palabra enciclopedia proviene del griego paideia, que significa "instrucción", y de kyklos, que significa círculo. Es decir, "instrucción en el círculo del conocimiento". En cada encarnación, cada enciclopedia y diccionario han funcionado a partir de una operación de destilación, es decir, un proceso tanto químico como cultural por el cual se remueven impurezas hasta llegar a una esencia concentrada. En este caso, un recorte del pensamiento y saber humano de una época considerada, un registro de conocimiento en evolución, un espejo de tiempos cambiantes.
No fue casualidad que el siglo XVIII –una época en la que Occidente comenzaba a romper las asfixiantes cadenas del dogma religioso como único guion para explicar el mundo– haya sido la gran era de las enciclopedias europeas: más de 50 grandes obras generales de este tipo aparecieron por entonces. Por ejemplo, la Cyclopaedia o Diccionario universal de artes y ciencias editado por Chambers en Londres en 1728. Tal fue su éxito que apenas escuchó de ella el filósofo francés Denis Diderot buscó copiarla. De aquel intento germinal de plagio no tan encubierto nació una de las obras más ambiciosas e influyentes de la cultura francesa: L’Encyclopédie o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, que, entre 1751 y 1766, con sus alrededor de 72.000 artículos de más de 140 colaboradores –como Voltaire, Rousseau, Condillac, d’Holbach– hizo temblar las mentes y reinos europeos. "Tal vez ningún otro libro, o conjunto de libros, haya tenido el impacto en su siglo que esos 28 volúmenes", señaló el historiador holandés Hans Koning. "La Encyclopédie de Diderot provocó una tormenta que hizo volar pelucas y pociones de amor de alquimistas, sacudió los salones de la Corte y las Cámaras de obispos y parlamentarios".
También recordada como una de las primeras obras literarias adquiridas por suscripción, la Enciclopedia de Diderot fue el epicentro de una tormenta de fuego: preparó y prefiguró la Revolución francesa. Sus por entonces peligrosas ideas, que sacudían el orden de las cosas y promovían el escepticismo, así como también alentaban a cuestionar la autoridad religiosa y del antiguo régimen político a partir de la razón, llevaron a que la policía organizara hogueras con los manuscritos. Se ordenó a los suscriptores que entregasen sus copias. Incluso miles de ejemplares fueron encerrados con candado en la Bastilla como si fueran ellos mismos criminales.
Un best seller
La Enciclopedia Britannica fue la respuesta conservadora a la versión francesa. Nació en enero de 1768. Sus impulsores fueron los escoceses William Smellie y Andrew Bell. Y se diferenciaba en el hecho de que no tenía interés alguno en derrumbar viejas estructuras de conocimiento. Cada edición fue hija de su época: la primera, por ejemplo, llegó a dividir a los seres humanos en cinco grupos: "americanos, europeos, asiáticos, africanos y monstruosos".
Como proyectos editoriales, las enciclopedias resultaban exitosas. Habían despertado un nuevo apetito por el conocimiento y, en muchos casos, daban trabajo a escritores económicamente desesperados, como a una de las autoras más destacadas de la sección "Vidas de los personajes literarios y científicos más eminentes" de la Cabinet Cyclopaedia (1829-1846): ni más ni menos que Mary Shelley. Para pagar sus cuentas, la autora de Frankenstein escribió largo y tendido sobre Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Garcilaso de la Vega.
A tal punto fue un éxito de ventas este género que no tardó en aparecer la piratería descarada. Estos intentos hechos a las apuradas se identificaban por la detección de lo que el lexicógrafo victoriano Walter Skeet llamó "palabras fantasmas" (ghost-words): palabras inexistentes (o neologismos) producidas por azarosos errores que eran ciegamente replicados por plagiadores. En otros casos, estas entradas fantasmales eran intencionalmente "enterradas" entre las páginas. La enciclopedia alemana Brockhaus, por ejemplo, tiene la tradición de incluir una entrada de broma en cada edición para detectar falsificaciones.
Más allá de estas curiosas estrategias para la exposición de violaciones de derechos de autor, las enciclopedias impresas durante siglos fascinaron a individuos patológicamente curiosos como Borges y Aldous Huxley porque deslumbraban con una tácita promesa, similar a la oferta con la que hoy nos encandila internet: la del acceso a la suma del conocimiento humano.
Esa devoción Borges la encontraba en su cuota de sorpresa: "En un libro se sabe con antelación lo que se encontrará; es decir, uno sabe que le espera tal o cual cosa de acuerdo con el tipo de libro que se haya elegido. Esto no sucede en una enciclopedia, ya que está regida por el orden alfabético que, esencialmente, es un desorden".
Justamente, Wikipedia carece de esta cualidad: en un mundo y en una época de sobreabundancia informativa donde podemos buscar cualquier cosa, cada vez es más difícil salir de la burbuja y caer deslumbrados ante lo que nunca supimos que queríamos saber. El hallazgo casual propio de la navegación offline aún sigue siendo una de las deudas de la era digital.
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