Borges y el tango
Poeta y periodista, Horacio Salas acaba de publicar Lecturas de la memoria. Encuentros con escritores (Fondo de Cultura Económica). Aquí, un extracto del último capítulo del libro, que bucea en la pasión del autor de Ficciones por el arrabal
El hombre, y por lo tanto la literatura, que no es más que su reflejo, son pródigos en contradicciones y paradojas. Jorge Luis Borges, que públicamente ha denostado el tango, al menos como canción, y más de una vez aseguró que no soportaba al paradigmático Carlos Gardel, fue sin embargo pionero en ocuparse del fenómeno y dejó en su poema El tango el mayor homenaje que ha producido escritor alguno a la música de Buenos Aires. Por otro lado, sus cuentos de guapos y compadres forjaron una mitología que él mismo denominó la gesta del cuchillo y el coraje, donde como un lejano fondo musical se escucha, escapado de la bocina de bronce de fantasmales vitrolas, el ritmo picado y vivaracho de los tanguitos de la Guardia Vieja. Es más: Borges y el tango permanecen unidos en el imaginario colectivo y son inseparables en sus poemas urbanos y en su obra narrativa ubicada en los arrabales de Buenos Aires. Tanto que uno de sus cuentos más famosos, Hombre de la esquina rosada, está ambientado en un bailongo de las orillas, exactamente en el barrio de Santa Rita, a orillas del arroyo Maldonado ("La cosa es que yo estaba de lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar", evoca el protagonista de la historia).
Como lo declaró en muchas oportunidades, Borges se sintió identificado con ese tango primitivo, cuando bastaban el sonido de un organito callejero o las precarias interpretaciones de algunos musicantes orejeros, y hasta un simple silbido escuchado al pasar, para advertir cuál era la música preferida en las orillas de Buenos Aires; por ejemplo, en ese Palermo de acción al que Borges llegó con menos de dos años, y donde permaneció hasta los catorce, cuando su familia se trasladó a Europa, en 1914, y permaneció hasta 1921. Barrio que, curioso y deslumbrado, volvió a recorrer a su regreso a Buenos Aires, en busca del tiempo perdido.
Hoy el mundo considera que Borges y el tango representan dos señas de identidad de lo argentino, y lo que el instinto social une es difícil separarlo recurriendo a precisiones provenientes de amarillentos recortes periodísticos, recuerdos de recuerdos o simples prejuicios. Y esta cercanía entre música y autor no es caprichosa. (…)
Aquellos tangos que Georgie había visto bailar en la vereda al compás de organitos de metálico sonido, esa música que todavía arrastraba sus orígenes pecaminosos y a la que Leopoldo Lugones había calificado de reptil de lupanar, invadía ahora los terrenos más impensados. Después de su éxito resonante en Europa, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, el tango regresó a su patria con una aureola que impresionó a la oligarquía porteña, que se adueñó de su cadencia, se abrazó con su ritmo y aprendió sus melodías con la pasión que podía entonces producir su linaje, cruza de prohibiciones y pecaminosas aventuras.
El baile ya no se refugiaba en sitios de mala fama, sino en cabarés elegantes frecuentados por la oligarquía, e incluso en las mismas casas de familia que años antes se habían horrorizado ante la posibilidad de mantener cualquier contacto con la danza debido a sus sórdidos orígenes. Además, durante el lapso de permanencia de la familia Borges en Europa, habían nacido varias orquestas, algunas ya muy famosas, y existe un dato esencial: el tango ahora se cantaba. El carisma de Carlos Gardel había dado el impulso inicial en enero de 1917, y como un aluvión se desparramó la nueva moda: los tangos con letra resultaban los preferidos del público. La gente los cantaba por la calle, se multiplicaban los discos y el estreno de cada sainete conllevaba el de un tango, al extremo de que muchos actores debieron convertirse de la noche a la mañana en cantores. Algunos no superaron la prueba o la cumplieron sin pena ni gloria. Pero más de un galán de la época, como Ignacio Corsini, por ejemplo, llegaría a consagrarse gracias a su voz.
Borges no podía ser ajeno al fenómeno: el tango lo invadía todo. Al decir del poeta Raúl González Tuñón: "Era como una nube que cubría Buenos Aires". Pero el nuevo tango cantado le chocó. Lo encontraba un engendro lacrimoso, sin contacto con aquellas melodías que producían los organitos callejeros, esas cajas de música guiadas por un gringo al que acompañaba un loro capaz de elegir con el pico tarjetas celestes o rosas que a cambio de una moneda predecían la suerte.
Sin embargo, el tango estaba en el aire, y Borges no pudo permanecer ajeno a su influjo: así, elaboró un poema, que en medio de ciertas imperfecciones técnicas, denota que la música porteña formaba ya parte de sus intereses; se titula Soneto para un tango en la nochecita y puede considerarse parte de la prehistoria de su poema El tango.
¿Quién se lo dijo todo al tango querenciero/ Cuya dulzura larga con amor me detuvo/ Frente a unos balconcitos de destino modesto/ De ese barrio con árboles que ni siquiera es tuyo?
Lo cierto es que en su pena vi un corralón austero/ Que vislumbré hace meses en un vago suburbio/ Y entre cuyos tapiales hubo todo un poniente./ Lo cierto es que al oírlo te quise más que nunca.
* El autor tiene más de treinta libros publicados, entre ellos Dar de nuevo (poesía, 2003) y Homero Manzi y su tiempo (ensayo, 2001)