Betty, la fea
Una historia culebronesca que parece carecer de mensaje; sin embargo, lo tiene y muy clarito
Las telenovelas fascinan, como los viejos folletines, por su implacable lentitud. Y por su parecido con la vida, a menudo tan ridícula como ellos suelen serlo. En una novela, no por entregas, sino entera, podemos hacer trampas buscando el final. Pero el suspenso creado por una acción narrada con cuentagotas tiene puntos en común con el de nuestros propios episodios aún por vivir. En ambos casos, el autor, tanto de nuestra historia como del folletín, tiene las riendas del enigma y acaso se sonría malicioso. Solo conocedor del desenlace, nos sumerge en un mar de conjeturas y juega a dominarnos con la incertidumbre.
Mi fractura estival del peroné, ya comentada en otra nota, me puso bajo la férula de una telenovela colombiana, acertadamente intitulada Betty, la fea, que retoma el conocido tema de las diferencias sociales: ella es la secretaria y él, el jefe. Además ella es buena, inteligente y anteojuda. Lleva aparato en los dientes y un flequillo retinto pegado como con alquitrán. Primero tiene que luchar a su manera, tímida y sumisa, para llegar a convertirse en la asistente fidelísima del tarambana Don Armando, su príncipe, al que ella ama en silencio. Pero al ocupar posiciones en la empresa que la convierten en la criptopatrona, cae en la trampa: Don Armando se ve obligado a conquistarla para impedir que su fortuna caiga en las manos de un eventual y más que improbable novio de Betty. El suspenso no consiste en el desarrollo de esos amores, cuyo final es previsible, sino en el embellecimiento de la fea. ¿Cuándo y cómo se volverá preciosa? Ni el éxito profesional ni los besos de Don Armando ni el demorado pero concretado vértigo de la sensualidad logran el milagro. Betty sigue con su aspecto de cucaracha, negra, flaca y miserable.
¿Quién le dará consejos de belleza? ¿Quién la transformará en la iridiscente mariposa con que todos soñamos? En cierto momento, la incógnita, de tan angustiosa, adquirió similitudes con la bursátil. ¿Subirá o bajará el riesgo país? El folletín argentino y el colombiano iban a la par. Como las cosas se alargaban en Betty, la fea casi tanto como en el escenario nacional, mi nieta de 14 años frunció la naricita y pronunció su frase de adolescente en pleno goce y ejercicio del desdén: "Ajá, ¿y cuál es el mensaje de esta telenovela?" Hube de admitir que, hasta el momento, ninguno. Cero mensaje. Ahora bien, si el amor no quitaba la ortodoncia, ¿de dónde vendría la salvación?
La aparición de Cecilia Bolocco en Betty, la fea proporcionó la respuesta. Una respuesta inesperada, como lo son las de la existencia misma, pero también antigua, repetida. Aquellas propagandas imaginadas por Apold (y copiadas de Goebbels). Un obrero sin pan ni trabajo penaba en su sombría habitación. De pronto se hacía la luz y entraba Evita en traje de hada. Entonces el obrero tendía la mano hacia la celestial presencia, que le ofrecía la suya. Y colorín colorado, había pan, trabajo y, para la nena, un vestidito de organdí.
Pues con Betty, tal cual. La enamorada secretaria acaba de enterarse de que el jefe la requiere por interés. El peso de la verdad se abate sobre su cabeza. A ella no pueden amarla porque es horrorosa. Basta de vanas ilusiones. Cuando se oye un coro de voces femeninas exaltadas hasta la histeria: "¡Es ella! ¡Cecilia Bolocco! ¡Miss Universo! ¡La señora de Menem!" Y Bolocco surge blanca y radiante en la oficina de Betty. Es demasiada belleza. "Usted que es tan linda nunca me entenderá", solloza quedamente la morocha fulera, aceptando su sino de esperpento como aquella otra del tango que decía: Procurando que el mundo no la vea/ahí va la pobre fea/ camino del taller. "Al contrario -responde con dulzura esta señora de dimensión latinoamericana-. Yo sé lo que me ha costado conseguir lo que tengo. Permítame ayudarla."
Betty, la fea aún no ha concluído. Supongo que se irá estirando hasta por lo menos el final de la rehabilitación del peroné. Pero el mensaje exigido por mi arrogante nieta ya está. Ya lo tenemos. Betty somos nosotros, usted, yo, cualquiera, en la Argentina, Chile o Colombia. Toda una vasta tierra oculta tras su flequillo alquitranado, tras su irremediable fealdad. No, irremediable no: urgida de una mano tan alba como abierta, y de una voz que le diga: "Tú puedes. Sígueme y serás hermosa".
No hay accidentes casuales. Se necesitaba un hueso roto para llegar a entenderlo. Radioteatro, telenovela. La historia tiene su lógica y, pese a las fracturas, su misteriosa permanencia. Ahora sólo resta esperar las cremas de limpieza que nos aseguren el blanqueo, con perdón de la palabra, de nuestra oscura piel.