Benito Fernández, un talismán con aureola
De a poco, una imagen de santa Teresita fue venciendo el escepticismo del diseñador y se convirtió en su más fiel compañera en sus 30 años de carrera
Benito Fernández tuvo su primera boutique en Arroyo al 800. El 17 de marzo de 1992, después de almorzar, fue a un estudio de abogados de la calle Florida para inscribir su marca. Allí estaba cuando la explosión sacudió la ciudad. Desde la ventana, azorado, vio el hongo sobre los edificios. Pensó que era en Retiro. Pero después, mientras volvía caminando, descubrió con horror que lo impensable había ocurrido a sólo 80 metros de su local, en la embajada de Israel. La onda expansiva había rebotado en distintos puntos de la calle y causó destrozos incluso a 200 o 250 metros del estallido. Sin embargo, su boutique no tuvo daños. Todo estaba en su lugar. Y lo mismo la virgencita que siempre tenía sobre su escritorio. Cuando la vio, sospechó que ella lo había protegido.
Fue la primera vez que la miró distinto. Se la había regalado su amiga Teresa Orfila en 1986, cuando abrió el local, para que lo acompañara y cuidara. Benito recibió entonces la imagen con disimulado escepticismo. Y si desde ese primer día la puso sobre el escritorio, al lado de lápices y tijeras, fue por el cariño que le tiene a su amiga. Sin embargo, esa imagen a la que él llama “la virgencita”, y que en realidad es santa Teresa del Niño Jesús, se ganó un lugar por derecho propio después de aquel terrible atentado.
Cuatro años después, Benito mudó su boutique a la esquina de Galileo y Copérnico, y allí fue también la imagen. En tiempo de refacciones, la guardó junto con lo más valioso que tenía en una caja de seguridad. En 2001 el negocio se fue al garete, como el país, y Fernández partió hacia Barcelona con lo puesto. “Nos fuimos los dos solitos con la virgencita –dice–. Tuve que dejar a mis hijos y también a mis asistentes. Había que volver a empezar.”
Por esas ironías del destino, cuando tocaba fondo embocó un éxito inesperado. Antes de salir para España, Mariana Andrés, mujer de Martín Zorraguieta, le encargó el vestido que después lució en el casamiento de su cuñada Máxima. La revista Hola ubicó a Mariana como la cuarta mujer mejor vestida de aquella boda real, y la foto de esa creación suya apareció en diarios y revistas de todo el mundo. “Fue muy loco. Era mi mejor momento, pero estaba quebrado. Empezaba con un local en Barcelona donde abría, vendía y cobraba yo. Sin un mango, me preguntaba incluso si debía seguir en esto o hacer otra cosa.”
Aquello fue un golpe de suerte dentro de la desgracia. Y pronto, con la virgencita cerca, empezó a remontar. Al poco tiempo, durante una estadía en Buenos Aires, le sonó el celular. Era Máxima. Le dijo que quería un vestido. Por supuesto, dijo Fernández. Muy bien, voy para allá, le dijo la entonces princesa, con toda naturalidad. “Más allá del talento que uno pueda tener, lo más importante es estar ahí.”
Entonces llegó la buena. Empezó a vestir a jóvenes, a sus madres, a modelos, como si hubiera conseguido instalarse en el inconsciente de las mujeres. Sus creaciones se volvieron más desafiantes y coloridas. Logró imponer sus colecciones más personales, dice, aún cuando al principio arreciaran las críticas. Creó, y no podía ser de otro modo, una línea que se llamó Vírgenes y presentó en Cuba, inspirada en los atuendos y colores de las Vírgenes latinoamericanas. Después de todos estos años, Benito rescata dos principios que lo guiaron: cuando todo va mal, resistir; por otro lado, el combate contra los prejuicios inútiles.
La virgencita, al fin, resultó una compañera inseparable. En las buenas y en las malas. Lo siguió ya en nueve mudanzas. Y ahí sigue, firme en su escritorio, siempre fiel, sin preocuparle en lo más mínimo que no la llamen Teresa. “No me imagino sin ella. Salvo los hijos, no hay cosas que sean para toda la vida. Y mirá, han pasado 30 años y aquí estamos los dos.”