Beduinos: a la buena de Dios
Conocedores de cada rincón del desierto, son nómadas por naturaleza. Van y vienen por un mundo llano e indomable. En Palestina, al menos en Jericó, tratan de aferrarse a la tierra
Jericó.- Y rasguñan las piedras en el largo verano de sus vidas, copiosamente cubiertas las mujeres, curiosamente descalzos los chicos, impiadosamente acalorados todos. No existe otro horizonte que no sea la arena, ni otra tierra firme, más allá, que no sea la Luna, mientras la mirada, siempre achinada, esquiva la brisa y persigue, acaso aburrida, acaso intrigada, el de-rrotero gracioso y peligroso de un escorpión rojizo que se cuela en- tre huesos resecos.
Las manos de los beduinos hacen visera frente a un sol abrasador que derretiría el oro, si lo tuvieran, y herviría el agua, si también la tuvieran. Son manos agrietadas y callosas que desembocan en uñas partidas y carcomidas, y que fallan en el vano afán de espantar el revoloteo impertinente de un moscardón del tamaño de una uva que, con zumbido punzante, evade el silencio y, a la vez, puebla el desierto.
Ellos, los beduinos, crían cabras en campamentos perdidos en las mismas arenas en las que el diablo tentó a Jesús. De eso viven, a la buena de Dios, a la vera de Jericó, la ciudad más antigua entre las que perduran (10.000 años, se presume). Está enclavada en el punto más hondo de la Tierra (400 metros bajo el nivel del mar). Soporta 40 grados de calor estable, y agobiante, todo el año. Es tierra de tentaciones, por más que hayan sido vencidas por Jesús. Tierra de ensueños y de sueños inconfesos, de paz en los ojos mansos de una muchacha bonita y aún misteriosa que descansa sobre las rocas, de azares en el paso cansino de un chico que nunca vio un juguete. Y de contrastes tan inquietantes como las mil formas, o los mil mensajes, de la arena barrida a diario por las ráfagas del atardecer.
Sobre ella campean, a un costado del camino, los pilares de un edificio raro de paredes espejadas que reflejan puro sol. Parece una nave espacial en medio de la nada. Es un casino. Uno de nombre poco original, Oasis, dentro del cual obra el milagroso frescor que desafía los vientos nocturnos; aire acondicionado lo llaman.
Queda lejos de los beduinos, ignorantes de su existencia; tienen el ingreso vedado por no ser extranjeros. Lejos de ellos queda todo, en realidad; hasta el acuerdo de paz que prometen el líder palestino, Yasser Arafat, y el primer ministro de Israel, Ehud Barak. Lejos de ellos también quedan la electricidad, el agua corriente (y de la otra), el confort... La globalización unisex, en definitiva.
"No es una buena vida, pero no conocemos otra", dice Misif Abu Awod, de 38 años, desde la tienda de lonas agujereadas y tabiques raquíticos, mientras una de las tres mujeres que vive con él nos muestra, meneando la cabeza, el ojo maltrecho de uno de los dos chicos, de dos años escasos. "Está mal", juzga, renuente a llevarlo al hospital.
Son siete personas en total, pero en la tienda hay sólo un par de catres desiguales, las mantas revueltas al filo del mediodía. Otro hombre, con keffie y túnica, vive ahí con su mujer y su suegra. Los parentescos son tan improbables como la próxima lluvia.
Misif, musulmán, puede tener hasta cuatro esposas, pero las flaquezas del bolsillo impiden la poligamia, según Fayha Nijem, funcionaria del Ministerio de Agricultura de Palestina. Su padre tenía dos mujeres, por ejemplo. Los beduinos, conocedores de cada rincón del desierto, son nómadas por naturaleza. Van y vienen por un mundo llano, parejo, indomable. En Palestina, al menos en Jericó, intentan aferrarse a la tierra.
Del otro lado de la carretera, apenas una línea que serpentea entre las piedras, Misif cría cabras y, con la ayuda de los cascos blancos de las Naciones Unidas (entre ellos, voluntarios argentinos), combate la brucelosis. Es una enfermedad que se transmite al ser humano por el consumo de leche.
Dice Misif que no hay día que no aparezca en la entrada de la tienda un oficial israelí del cuartel militar que se vislumbra a lo alto, recortado en un tumulto de arena y piedra, exigiéndole que se marche. Pero él responde: "¿Dónde podría ir yo, señor? No conozco otra tierra. Hace 20 años que vivo aquí. Mi padre, Mohamed, fue el primero en llegar".
No tiene título de propiedad ni documento alguno que acredite su residencia. Los beduinos, analfabetos en algunos casos, desconocen los códigos y las normas occidentales. Sólo se guían por la pertenencia que implica llegar a un lugar, marcar un rectángulo con la vista e instalar una tienda con postes y lonas precarios sobre la arena calcinante.
Una mujer madura y seria protesta en árabe mientras carga sobre su cabeza una cacerola llena de agua. La lleva a la tienda, en donde Misif, hincado sobre el fuego, prepara cordero con arroz, el manjar reservado para los días de fiesta. Como hoy.
Comemos todos del mismo plato con la mano derecha (la izquierda es la sucia) y, como Jesús, compartimos un pan árabe gomoso, recién horneado, que va de mano en mano y que, en ocasiones, queda debajo de alguno de los comensales. Obtener un trozo es casi una experiencia religiosa: lo ponen en la axila, con la mano derecha, y tiran de él, también con la mano derecha.
Las mujeres de la casa no comparten la mesa, o la ronda, ni el pan. Los chicos no irán al colegio, según Misif. "Es posible que no les guste", aduce.
De las cabras se ocupan ellas, sólo parpadeos tímidos, como ninjas, debajo de la ropa oscura. Una brisa tenue, mientras tanto, parece perdonar el silencio.
Es más cauta y menos perturbadora que el moscardón. Y más comprensiva que los ojos occidentales que reprueban una cultura que creen extinguida. Que no entienden. Que no toleran. Será porque la actitud de Misif no calza en el mundo. Igualitario, en apariencia.
Detrás de las murallas
En este otro mundo, gobernado por las murallas de Jericó, Palestina escurre sus milagros a orillas del Jordán. Son las murallas que cayeron por el sonido estridente de las trompetas de los sacerdotes. Son las murallas que David Summers empleó en una canción como imagen de la incomprensión: "No quiero molestarte más/ ya no me quedan palabras/ me muero porque no me hablas/ ni me quieres escuchar".
Son las murallas a la sombra de las cuales Misif y su gente preservan un mundo propio, íntimo, el único posible, mientras los ojos mansos de la muchacha bonita y aún misteriosa que descansa sobre las rocas siguen oteando el paisaje. Buscándose a sí misma, tal vez.
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