Beatriz Sarlo: los veranos de la infancia
Tiene en su biblioteca un libro que escribió su tío; no encuentra allí alta literatura, sino los días felices que de chica pasó en Deán Funes
Los grandes lectores saben esperar. Azar y destino se conjugan para que los libros que importan lleguen a sus manos en el momento justo.
En la biblioteca del estudio de Beatriz Sarlo hay un libro que trazó una extraña parábola. Su dueña no lo pone como los demás, que exhiben sólo el lomo, sino de tal forma que su tapa resulta siempre visible. Al título, Los olvidados, le sigue una bajada corta: Gente pobre en tierra rica. Lo editó la Librería Perlado, de Buenos Aires, en 1946, y su autor es Fernando del Río, tío de Beatriz, a quien ella le debe los mejores veranos de su vida y la primera imagen que tuvo de un escritor.
En la década del 30, cuando rondaba los 40 años, Fernando, abogado, viajó a Salta a atender un pleito. El asma le jugó una mala pasada y tuvo que bajar del tren. Lo hizo en Deán Funes, Córdoba. Se alojó en el hotel y ya nunca se fue del pueblo. Compró un pequeño campo que fue vendiendo en parcelas hasta quedarse sólo con una casa criolla perdida en medio de espinillos y algarrobos, entre el pueblo y la sierra. Allí, cada año, de diciembre a marzo, su pequeña sobrina olvidaba las costumbres de la ciudad y convertía ese paraje agreste en una zona de experimentación y descubrimientos. “En Deán Funes aprendí mis primeras destrezas físicas –dice Beatriz–. Lajos, un inmigrante húngaro que trabajaba de cuidador, me enseñó a ensillar y tratar a los caballos. Me llevaba al almacén de ramos generales, que olía a una mezcla de acaroína y madera, donde criticaba a los criollos y la vida de pueblo. Me gustaba andar a caballo, subirme al molino, cosechar higos y ciruelas.”
También aprendía de su tío. A partir de los siete años, tenía con él intensas conversaciones educativas sobre la guerra y el peronismo. Por ciertas imágenes que guarda en el fondo de su memoria, Beatriz cree haberse acercado a la Plaza el 17 de octubre de 1945, cuando aún no había cumplido los cuatro años, montada sobre los hombros de su tío, que encarnaba una rareza: no era peronista, pero tampoco anti.
A Fernando le gustaba repetir un poema de Amado Nervo: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida/ porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”. A su corta edad, Beatriz no llegaba a entenderlo del todo, pero acaso en esos versos descubrió la potencia del lenguaje. “Mi tío fue el primer caso que vi de alguien que se sentaba a escribir”, recuerda.
Entre otras cosas, Fernando escribía su novela. Al crecer, Sarlo haría de la lectura, la crítica y el ensayo el centro de su vida, pero relegaría ese libro al olvido. Lo leería décadas después, en los primeros años de este siglo, cuando el azar o el destino lo puso en sus manos sirviéndose de una de las columnas que ella escribía por entonces para la revista Viva. En una de esas notas ella recordó su infancia en Deán Funes y recreó una escena familiar que –sabía– estaba incluida en aquella novela que no había leído. Enseguida, un lector le avisó que podía hallar ese libro en una librería de viejo de la calle Corrientes.
Beatriz lo fue a buscar y se asomó a sus páginas con temor. Se encontró con la historia melancólica de un hijo de la ciudad afincado en el campo. “Era un texto que se proponía mostrar las desigualdades de la vida rural, al estilo de las novelas sociales de la década del 30. No era malo. Eso me tranquilizó.” La lectura de este libro cerró para ella la historia de su tío, que había muerto hacía mucho. Pero sobre todo fue una retrospectiva de los veranos de su infancia. “En esas páginas encontré la avenida de paraísos, la casa, el gran tala, el calor, el viento norte y toda la topografía de un lugar donde fui feliz.”
El libro se conserva en muy buen estado. Su tapa está ilustrada con la imagen de una niña. De chica, Beatriz pensaba que se trataba de ella.
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