Cuando hace 16 años se inauguró en Villa Pehuenia el primer parque de nieve gestionado por aborígenes, las opiniones eran más que encontradas dentro de la propia comunidad. Hoy, el complejo turístico en el que trabajan 70 mapuches recibe 8.000 turistas por temporada y, según dicen, es una de las pocas experiencias donde el uso de la tierra compartida con los blancos no es conflictivo. Historia de una buena convivencia.
Por Javier Drovetto
Antes de atravesar un río o un arroyo de agua helada que baja de la cordillera, José Miguel Puel tiraba un puñado de yerba. Decía que era un gesto de amistad de los mapuches con la naturaleza. Cuando levantaba los piñones que caen de las araucarias agradecía por esos frutos con los que su mujer hacía conservas y sopa. Nunca subía a un monte sin antes pedir que lo guiara Ngenechén, como llaman a Dios en la lengua mapuche o mapudungun.
La noche del 10 de julio del año 2000, José Miguel estaba nervioso, pero pudo dormir. Al día siguiente tenía que dar el discurso más importante desde que era cacique de la comunidad mapuche Puel. Debía hablar en la inauguración del parque de nieve del cerro Batea Mahuida, el único del mundo que pertenece a una comunidad aborigen y es administrado por ella.
Quería que sus palabras tranquilizaran a una comunidad que desconfiaba de las intenciones que tenían los blancos o huincas sobre una ladera que permanece nevada cuatro meses al año y que hace cientos de años habitan los Puel. El contexto era complejo: iba a compartir su discurso con el vicegobernador neuquino Jorge Sapag, a quien mostraría como un aliado que había donado $ 70.000 para hacer una confitería e instalar un primer medio de elevación para esquiadores.
José Miguel se levantó temprano y salió varias veces de la casa para caminar en silencio por el borde del lago Aluminé, el corazón de un pequeño casco urbano que históricamente se llamó paraje La Angostura y que hacía unos años empezaba a organizarse como el municipio de Villa Pehuenia. Se puso una camisa a cuadros, una campera azul impermeable y salió para el cerro sin afeitarse. Aparentaba más que los 46 años que tenía.
–Yo digo que lo vi dormir –cuenta Inés Isabel Cumillán, su mujer, de 57 años–. Pero uno dice que durmió y por ahí estuvo pensando toda la noche. Porque estaba nervioso nervioso.
En lugar de cortar una cinta, para marcar la apertura del cerro, había que serruchar una rama de pino montada sobre dos maderas en forma de cruz. Alrededor de esa barrera improvisada que representaba la castidad de la montaña estaban muchas de las 60 familias que aquel año conformaban una comunidad de 300 mapuches. También habían ido varios dueños del puñado de hosterías, restaurantes y comercios de la villa turística que comenzaba a aflorar en torno al lago Aluminé, a unos 10 kilómetros del Batea Mahuida.
Sapag habló de trabajar juntos, de un punto de partida que ofrecerá posibilidades y de una comunidad que decidió concebir su destino. José Miguel tomó el micrófono y les habló a todas las familias mapuches, a las que soñaban con el parque de nieve y a las que las pistas de esquí se les aparecían como una pesadilla que amenazaba sus tierras y su cultura.
–Nosotros queremos hacer otras cosas aparte de criar chivos. Por eso, le avisamos al cerro y le pedimos permiso para construir este parque de nieve –dijo José Miguel y juró varias veces haber consensuado el proyecto con la naturaleza.
Inés vive en una casa sencilla dentro de un terreno enorme del que saca leña como para mantener el hogar prendido todo el invierno. Uno de sus hijos la ayuda a criar y a cuidar unas 60 vacas. Cuando se acuerda de su esposo, que murió hace dos años, saca una carpeta con todos los recortes de la inauguración del Batea Mahuida. Tiene retazos de La Nación, Clarín, Diario Río Negro y de la revista Caras. Insiste varias veces con que José Miguel llegó solo a tercer grado de la primaria, pero “era sabio”.
–Sabía que un hombre no hace una montaña, sabía que era peregrino en la tierra. Sabía que si no nieva, como está pasando ahora, es porque hay alguien que no manda la nieve.
A diferencia de otras comunidades mapuches, la puel está en crecimiento. Son menos los jóvenes que deben irse en busca de un futuro. Y si lo hacen, varios regresan con un oficio, profesión o experiencia de vida en Zapala, Aluminé, Cutral Co o la ciudad de Neuquén, ubicada 310 kilómetros al este.
Orlando Paredes tiene 40 años y fue elegido cacique o lonco el año pasado. Lo decidieron en una asamblea a la que fueron casi 200 de los 450 mapuches que hoy suma la comunidad. Vive en una casilla hecha de listones de madera y un techo de chapa tan bajo que apenas le permite entrar parado. Ahí no vivirá mucho tiempo más. A un costado está construyendo una casa de ladrillo hueco, ventanas con cierre hermético y techo a dos aguas.
Orlando combina su tarea de cacique con la de maestro de primaria en la escuela provincial N° 90 del pueblo. Tiene mucho que hacer, pero nunca pierde esa serenidad que caracteriza a los mapuches y que a muchos blancos irrita. Casi nunca atiende el celular, así como casi nunca se separa de Irupé, su hija de dos años. Orlando enseña mapuche a chicos de la comunidad y a hijos de muchos huincas que se establecieron en Villa Pehuenia y que convirtieron el paraje en una aldea de montaña de 2.500 habitantes permanentes, que en temporada alta triplica su población.
–La gente de la comunidad solía irse al Alto Valle a buscar trabajo en la cosecha. Mis dos hermanos se fueron a Centenario, cerca de Neuquén. Lo hicieron por necesidad, porque acá todavía no existían Villa Pehuenia ni el parque de nieve. Era dura la vida; el único sustento eran los animales.
Hace 50 años, en la zona vivían solo los mapuches. Tenían cerca de 10.000 vacas y cada familia entre 200 y 400 chivos. No había luz, agua corriente ni gas. No existía la ruta 13 que ahora atraviesa el pueblo y que 11 kilómetros hacia el oeste llega hasta un paso fronterizo que cruza a Chile y que, por ser tan bajo, dicen que sirvió durante muchas décadas para contrabandear ganado. Y aunque nunca la maldijeron, la nieve era una pesadilla que trababa las puertas de sus casillas. Los inviernos eran tan crudos que, si no arreaban los animales hacia el este, morían sepultados en la nieve. Así sobrevivían desde la Conquista del Desierto.
–Los Puel vinimos de la provincia de Buenos Aires, de la zona de Azul. Es lo que cuentan los mayores. El abuelo de José Miguel también se llamaba José Miguel y fue el fundador de esta comunidad. Ellos eran de acá, pero se fueron acercando a las pampas. Después tuvieron que regresar para refugiarse en esta zona cordillerana, donde había muchos otros loncos y donde el ejército no pudo entrar.
Desde aquellos tiempos de persecución y exterminio a la actualidad nunca dejó de haber cierta tensión entre mapuches y blancos. Esa tirantez estuvo y está marcada por un aspecto: la posesión de tierras. Sin embargo, los Puel y los nuevos habitantes de Villa Pehuenia alcanzaron una integración bastante excepcional para lo que pasa en la mayoría de las ciudades de la Patagonia donde hay pueblos originarios. Y, sin lugar a dudas, fue el parque de nieve lo que produjo un sustento económico importante para la comunidad y, al mismo tiempo, forzó una sociedad comercial entre los Puel y el resto de la villa, que vive de la hotelería, la gastronomía y las actividades turísticas.
–El cerro está dentro del territorio de la comunidad. Por eso, cada joven tiene que ser consciente de que este proyecto es nuestro, lo tiene que defender. Debe trabajar acá –remarca Orlando. Las palabras suenan a épica, pero el cacique formula las palabras sin pretensiones heroicas.
En el Batea Mahuida trabajan 70 personas de la comunidad; la mayoría, entre 18 y 40 años. Son instructores de esquí o snowboard. Atienden la confitería, los locales de alquiler de equipos o los puestos de artesanías. En la temporada pasada, entre julio y agosto, cada uno ganó entre $ 9.000 y $ 12.000 por mes. Y, como el esquema es tipo cooperativa, la comunidad consigue un ingreso general.
–Ese dinero se reparte entre crianceros porque todavía tenemos unas 1.000 vacas. Parte es para los artesanos. Toda la gente de la comunidad recibe algo –asegura Orlando, que en una nota del Diario Río Negro de hace 16 años aparece mucho más joven y festejando su rol de mozo de la confitería.
Si josé miguel puel fue señalado por algunos mapuches como un posible entregador del Batea Mahuda a los huincas; Vicente Puel, su hermano mayor, fue durante mucho tiempo un traidor.
José Miguel acordó con la Gobernación la aprobación del parque de nieve en 1999. Pero ese acuerdo fue posible a partir de una serie de decisiones que antes había tomado Vicente, el último mapuche que fue nombrado cacique por un fallo hereditario. Vicente cumplió 86 años, está retirado de la actividad social y no quiere hablar con periodistas. Su nombre aparece en cada diálogo relacionado con la sustentabilidad de la comunidad y la proyección a mediano y largo plazo.
–Vicente fue un visionario. Permitió incorporar la comunidad al sistema –afirma Juan Carlos Catalán, un mapuche de 45 años que en 1992 se convirtió en el primer empleado de planta de la entonces Comisión de Fomento de Villa Pehuenia que, en aquel momento, no era más que un tráiler con un puñado de personas que empezaban a trazar los lineamientos del municipio.
Juan Carlos es, probablemente, quien más conoce de la historia política e institucional de la comunidad. Mientras la mayoría de los mapuches usan bombacha de gaucho, alpargatas, y conservan un perfil de hombre de campo, Juan Carlos tiene el pelo prolijamente recortado, usa camisas bien planchadas y huele a perfume. Fue de los primeros mapuches que terminó la secundaria. En 2004, se convirtió en el único candidato a intendente que tuvieron los Puel. No ganó, pero fue nombrado secretario de Gobierno.
Juan Carlos explica que hasta que Vicente fue proclamado cacique, los Puel tenían una simple posesión de 14.400 hectáreas de acuerdo con un decreto de 1964 que establecía la figura de “reserva de tierras” a favor de la agrupación. Sin embargo, ya empezaba a haber ocupaciones de lotes y el riesgo de que la comunidad comenzara a ver recortado su territorio era una realidad.
–Vicente empieza a reclamarle a la Gobernación por esas ocupaciones. Esas gestiones derivan en la obtención de la personería jurídica de la comunidad, en la escrituración de tierras y en un acuerdo que a mi parecer permitió mejorar por completo la calidad de vida de la comunidad: el acta de 1984.
Ese acuerdo, firmado por el gobernador Felipe Sapag y Vicente, es la partida de nacimiento de Villa Pehuenia. Desafecta de la reserva Puel muchos de los lotes que estaban entre la ruta 13 y el lago Aluminé. Esa porción de tierra representaba menos del 10 % de las 14.400 hectáreas que poseían los mapuches. Como contrapartida, Sapag se comprometía a transformar esos lotes en una aldea turística.
Fue un cheque en blanco firmado a favor de la provincia.
–Es cierto. Pero la villa turística se armó y llegaron las oportunidades –sentencia Juan Carlos.
Desde la cesión de tierras acordada por vicente pasaron tres décadas. De la Comisión de Fomento creada en 1989 se pasó a un régimen municipal en 2004. Y desde entonces hubo dos intendentes del Movimiento Popular Neuquino (MPN).
Sandro Badilla llegó de Zapala a Villa Pehuenia en el año 2000, unos meses antes de que los Puel inauguraran el parque de nieve. Ya militaba en el MPN y se sumó al equipo de trabajo de la Comisión de Fomento. Entre 2004 y 2011 acompañó como secretario de Gobierno al intendente Mauro del Castillo. Después se impuso como jefe comunal y logró la reelección el año pasado.
De cuerpo pequeño y rasgos criollos, Sandro escupe números y datos uno tras otro. Dice que en el año 2000 el padrón electoral en Villa Pehuenia era de 294 personas y que el año pasado fue de 1.680 sobre 2.500 habitantes. Asegura que en verano o en vacaciones de invierno, se llenan las 3.500 camas que hay en la aldea –entre hosterías, cabañas y casas de alquiler registradas e informales– y la villa araña los 7.000 habitantes. Estima que pronto los mapuches llegarán a ser 500, casi el doble de los que eran cuando se abrió el Batea Mahuida. Destaca que en 2011 Villa Pehuenia se convirtió en el tercer destino turístico de Neuquén, solo detrás de Villa La Angostura y Junín de los Andes. Detalla que en la villa hay 170 habilitaciones vigentes y calcula que seis de cada diez están vinculadas al turismo: hospedajes, restaurantes, agencias de viajes o prestadores turísticos. Resalta que a la única escuela primaria se le sumaron dos secundarias y otra primaria. Y aunque le está costando conseguir que haya una buena conexión a internet, ya llegaron servicios como la luz, el gas y el agua corriente.
–La economía depende del turismo y, en menor medida, del empleo público. Pero ese empleo surge a partir del desarrollo que provoca el turismo.
En Villa Pehuenia cerca de 300 personas son empleados del Estado. Muchos son mapuches, porque los nuevos residentes administran comercios, restaurantes y alojamientos. Hay mapuches trabajando en el centro de salud, las escuelas, el vivero municipal que se ocupa de la reforestación, el Ente provincial de Energía, Vialidad provincial, Prefectura, Gendarmería y la Policía provincial. Son el motor de los servicios públicos de la villa.
–En invierno, el peso del Batea Mahuida es determinante para la economía del municipio –resalta Sandro y, rápidamente, retoma una lectura más integradora–. Pero más allá de ese aspecto, lo interesante es que mapuches y blancos convivimos en un mismo espacio. Eso no ocurre en otras partes, donde las comunidades mapuches suelen estar aisladas.
El cerro batea mahuida es, en verdad, un volcán. un volcán quieto y apagado desde hace muchísimos años. Mahuida significa “cerro” en mapudungun y Batea es el nombre que se le dio por la forma del hueco que quedó en el cerro cuando explotó el volcán. En invierno, al Batea Mahuida se llega solo en camioneta 4x4 o autos con cadenas en las ruedas. Hay que recorrer por la ruta 13 siete kilómetros de ripio encauzados por pinos canadienses, con los que se reforestó la zona y que desde hace dos décadas combaten para que no desplacen al árbol originario del lugar: las araucarias. Después hay que subir en tres kilómetros 500 metros: de los 1.200 en los que está Villa Pehuenia se pasa a los 1.700 de la base del parque de nieve. Del frío seco se pasa a un frío ventoso y helado.
La cara donde los mapuches armaron el parque de nieve da al sur. Ahí se deposita la nieve que, a veces, se ve engrosada por más nieve que viene de Chile cuando hay viento oeste. Apenas se supera el estacionamiento aparece una frase escrita en mapuche y tallada en una madera. Dice: “Es bueno que ustedes vengan”. La frase y la bandera mapuche que flamea a la par de la argentina y la de la provincia son, a simple vista, las únicas pistas que pueden diferenciar el lugar de cualquier otro centro de esquí. En la base, hay ocho construcciones de madera, piedra y techos de chapa negra. Son la confitería, los locales de alquiler de equipos, la escuela de esquí y snowboard, la enfermería, la sala de motos de nieve y las cabinas de acceso a los “poma” y a los telesquíes, medios de elevación que arrastran a los esquiadores por la nieve y cerro arriba hasta los 1.800 metros.
–El invierno pasado, entre fines de junio y mediados de octubre, 8.000 personas vinieron al Batea.
Daniel Puel es enfermero, integra la comisión directiva de la comunidad y tiene 43 años. Trabaja en el centro de salud de Villa Pehuenia y es el encargado de los primeros auxilios del parque de nieve. A los 17 años abandonó la comunidad para estudiar en Neuquén. Dejó un pueblo sin demasiadas oportunidades y regresó cuando el lugar empezaba a ser una aldea turística y tenía un centro de salud donde trabajar.
En los primeros ocho días de la primera temporada, la del 2000, Daniel atendió siete fracturas. Eran tiempos de aprendizaje. Al año siguiente, el Batea Mahuida cerró la temporada sin accidentes graves. De la docena de instructores de esquí se pasó a contar con 32, siempre mapuches.
Daniel siente una presión adicional. Dice que como integran la única comunidad aborigen que tiene un centro de esquí son más observados. Lo enoja esa situación. Se pone altivo. Aclara que no quiere que le saquen fotos. Le da bronca que haya prejuicio sobre su profesionalidad. Y suelta, herido, que algunos de los nuevos pobladores los tildan de “indios, sucios, ladrones y borrachos”.
Este invierno, la nieve se hizo esperar hasta mediados de julio y Villa Pehuenia estaba ansiosa. Ya habían empezado las vacaciones de invierno y los hoteles seguían vacíos porque los turistas condicionaban su desembarco a la apertura del cerro. El 10 de julio fue la primera nevada: 40 centímetros. Varios hoteleros querían que la comunidad abriera el cerro al día siguiente.
Los mapuches, después de deliberar, decidieron esperar más nevadas, hasta alcanzar el metro de nieve necesario para poder pasar el pisador y dejar en condiciones las pistas. El 14 de julio, con suficiente nieve, los Puel habilitaron el Batea Mahuida.
Así como José Miguel juró haberle pedido permiso a la montaña para abrir el parque de nieve, la comunidad en general es respetuosa del entorno donde viven. En febrero, cuando en Villa Pehuenia no queda una gota de nieve y la temperatura del lago alcanza los 20 grados, los Puel realizan una rogativa de tres días, algo así como una ceremonia espiritual en la que piden por el bienestar de la comunidad. Durante esos días, redundan en agradecimientos por el parque de nieve. Algunos piden que el volcán no se enoje y se reactive.
A la comunidad no le gusta exponer sus creencias. Se muestran reservados y durante las conversaciones apenas dan pistas de cómo piensan.
–Además de ser enfermero, organizo salidas a caballo –dice Daniel–. Armo excursiones desde enero y hasta Semana Santa. Si fuese por el dinero, podría hacerlo hasta con nieve. Pero no sería divertido para mis caballos.
A julio jesús russo le dicen pangui, que significa “puma” en mapudungun. En realidad, no es un apodo, sino que es el nombre que su papá había elegido para él y que su mamá apenas pudo conseguir que no apareciera en su documento. Porque a Julio Jesús le dicen Pangui desde chico, desde su infancia en Cutral Co, su año en el servicio militar, sus tiempos de estudiante de Arquitectura en La Plata y sus tres décadas como funcionario del área de Vivienda de Neuquén.
Pangui ya cumplió 66 años, vive en Villa Pehuenia desde 1999, tiene un complejo de cabañas y preside la Cámara de Turismo del pueblo. Por su estrecha relación con los mapuches también lo llaman Indio. El vínculo con los aborígenes fue alentado por su papá, que le dedicó muchos años a escribir un diccionario mapuche. Después, Pangui hizo lo suyo: como funcionario trabajó en el programa que fomenta la construcción de viviendas en comunidades mapuches.
–En verano, la villa tiene mucha diversidad turística, pero en invierno la comunidad mapuche es determinante, por lo que implica para todo el pueblo el parque de nieve. Yo les dije varias veces: “Muchachos, ahora la ecuación es al revés de toda la vida: son ustedes los que nos dan trabajo a nosotros”. Es la realidad; si ellos no abren y no hacen funcionar el cerro, nosotros no trabajamos.
Pangui vive en una casa que él mismo construyó. Desde un ventanal enorme se ve el lago Aluminé y una araucaria de 100 años, al pie de la cual, en el verano de 1959, comió un asado junto a su papá. En su casa se hicieron varias reuniones previas a la construcción del parque de nieve. Pangui conoció a José Miguel, habla con Vicente y tiene un trato cotidiano con el cacique actual.
Dice que la interculturalidad, las relaciones comerciales entre mapuches y blancos y el municipio todavía no están afianzados. Cree que se trata de una sociedad en formación. Y reconoce que a muchos de los nuevos pobladores, sobre todo a aquellos que llegaron después de la inauguración del parque de nieve, les cuesta entender ciertas actitudes que toman los mapuches, principalmente las que creen que van en contra del desarrollo comercial:
–A veces no entienden la mecánica de la agrupación y putean. Es cierto que si bien administran un parque de nieve, todavía deben trabajar en cómo ofrecer mejores servicios. Podrían sumar medios de elevación para evitar colas y una silla doble para abrir el cerro en el verano. Porque desde la cima, y con una segunda confitería, los turistas pueden ver ambos lados de la cordillera. Pero hay que comprender que hace pocos años los mapuches solo criaban animales. No se los puede avasallar. Además, muchos de los prestadores que hoy residen en Villa Pehuenia vinieron porque acá los mapuches habían abierto un parque de nieve.
Magalí puel es la hija de josé miguel, el cacique que impulsó el parque de nieve. Cuando se fue de Villa Pehuenia tenía 12 años. En el pueblo no había secundario y ella quería estudiar. Cuando nevaba, para salir de su casa había que agarrar la pala y hacer un sendero. Dice que sacaban hasta 80 centímetros de nieve. Ir al baño era un problema, porque a fines de la década del 80, eran letrinas que se hacían a 500 metros de la casa. Y la luz eléctrica se habilitaba dos horas al día.
–Me fui en 1990 y volví en septiembre de 2002. Los bebés que había en la comunidad cuando me fui fueron los instructores de esquí que conocí cuando regresé.
Magalí tiene 38 años. Está sentada en un escritorio de la biblioteca de la municipalidad, donde con música y baile unas 300 personas, entre mapuches y nuevos pobladores, festejan el Bicentenario de la Independencia en el salón principal.
Después de hacer el secundario en Zapala, Magalí vivió en la casa de una amiga en Cañuelas para estudiar Abogacía en la Universidad de Lomas de Zamora. Se volvió cuando le faltaban solo dos materias para recibirse. Dice que se cansó de viajar, de los dos colectivos que se tenía que tomar para llegar a la facultad y de la tensión constante que le generaba estar atenta a que no le robaran. Apenas llegó a Villa Pehuenia empezó a trabajar en la municipalidad. Notó los cambios, sintió que en el lugar había futuro. Y que ese horizonte tenía como protagonistas a los mapuches.
El año pasado, Magalí fue electa concejala de Villa Pehuenia y la comunidad Puel se aseguró hasta fines de 2019 una voz en las deliberaciones municipales. Solo cuando recuerda a su papá, al que llama José Miguel, sus ojos resplandecen:
–José Miguel llegó a ser jefe del vivero municipal. Pero siempre siguió siendo criancero. En invierno salía con las chiguas o raquetas para poder caminar por la nieve y juntar las vacas. Fue en una de esas caminatas por el Batea Mahuida cuando al volver a casa hizo el primer comentario: “Las pendientes del cerro son suaves y no hay rocas. ¿Y si hacemos una pista de esquí?”.
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