Barraburra
La cobertura de las sentencias del reciente juicio a barrabravas boquenses (La Nacion, 27 de septiembre) y el editorial que siguió (29 de septiembre) deberían alertarnos sobre cómo la sociedad va cambiando su forma de asimilar la violencia que ella misma produce. Deberían, porque es probable que sólo una ínfima minoría de personas se preocupe por las consecuencias del salvajismo social. Es posible que una mayoría opine: "¡Qué tarro tuvieron, se salvaron!"
La aceptación de un hecho, sea una epidemia de viruela, una inundación o un período de desorden, surge de existir una mayoría no afectada. "Pobres, ¿no? ¡Qué suerte que no me tocó!" La evidencia está a la vista en la memoria de los años setenta, década ya sumergida en muertos buenos y malos o en la indiferencia. Hay situaciones más recientes. En 2002, hubo cien policías, de la Federal y la bonaerense, asesinados en acción. Fuera de los deudos y algunos colegas, pocos lloraron. Los policías son de otra clase; pueden ser ignorados. Los barrabravas no tienen en su haber tantas víctimas fatales, pero hasta que las causen seguirán siendo "ellos" y no estarán entre "nosotros", por más dinero que les faciliten sus clubes o los políticos que los emplean.
Sería un error pensar que el auge de la violencia urbana o las profundas deficiencias sociales que enfatizaron cuatro años de crisis económica nos dieron el monopolio de la estupidez y la insaciable sed de venganza que es patente en los barrabravas cuando compiten para demostrar su bajeza.
En los años setenta y ochenta, el "terror deportivo" se instaló en Europa. Fue casi normal que las hordas de hooligans ingleses arrasaran sectores de ciudades en vísperas de partidos de fútbol, durante y después de ellos. Para rechazarlos, los alemanes criaron su especie de herederos de Hitler (la frase es tomada del premio Nobel de Literatura 1972, Heinrich Böll (1917-85), al referirse a los terroristas de la banda Baader-Meinhoff), y los holandeses, entre otros, nutrieron a sus bárbaros propios en los zanjones que abre el extremismo político.
Una serie de acciones coordinadas entre fuerzas policiales logró aislar a cabecillas, apresarlos, imponer severas multas por daños, prohibir cruces de fronteras y así neutralizar a los peores. Pero fueron necesarias las numerosas muertes en el estadio de Heisel, Bélgica, en 1985, para poner fin a lo que crecía como una vergüenza social.
Hoy, la imbecilidad narcisista de los hoolies (hasta lograron un diminutivo afectuoso) se ha canalizado en un torrente de memorias del atropello. Hay decenas de títulos en las librerías de la Web, lamentablemente incluidos entre "libros deportivos". Es preferible su otra clasificación, la de "hooliporno". Los editores informan que esta biblioteca británica se vende muy bien en Alemania y Japón. Vaya uno a saber por qué. Sin embargo, estos textos, dañinos en su efecto potencial, son evidencia pasiva de que esa tropa urbana puede ser derrotada en la acción.
* El autor es escritor y periodista