Son científicos, dedicaron sus largas trayectorias a investigar en disciplinas diversas. Los unió la urgencia de la pandemia del coronavirus y crearon barbijos súper poderosos: antivirales, antibacteriales y fungicidas.
¿Quiénes son?
Griselda Polla (66) es licenciada en Química Orgánica y directora de Vinculación Tecnológica del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental de la Unsam; Roberto Candal (60) es doctor en Química y director del Doctorado en Ciencias Ambientales de la misma universidad; Ana María Llois (65) es doctora en Física y está a cargo del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología-INN (CNEA-Conicet), y Silvia Goyanes (56) es doctora en Física y dirige el Laboratorio de Polímeros y Materiales Compuestos (LP&MC-DF-UBA).
¿Qué hicieron?
Crearon barbijos con una fórmula que otorga capacidad antiviral, antibacterial y fungicida a determinada tela tejida en algodón de poliéster.
¿Cómo lo hicieron?
En un momento de sus carreras en el que muchos profesionales se dedican a consolidar lo ya recorrido y concluir, ellos forjaron un camino nuevo. Los sacudió la pandemia y la necesidad los llamó a juntarse; conjugaron saberes disímiles para tomar lo que ya existía –y conocían muy bien–, armarlo de otro modo y construir algo inédito. Y no solo eso: además, consiguieron hacerlo en difíciles condiciones de aislamiento, en tiempo récord, y de tal manera que pueda ser realizado 100% por la industria nacional. Que sea accesible, sustentable, efectivo y duradero. En alianza con una pyme textil local, tres científicas y un científico de trayectoria, junto con sus equipos, desarrollaron barbijos superpoderosos para hacer frente a la urgencia en la era del covid-19. Una creación Nac & Pop.
Griselda Polla, Roberto Candal, Ana María Llois y Silvia Goyanes vienen de diferentes disciplinas de la ciencia, son investigadores y se desempeñan en distintas universidades: la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la Universidad Nacional de San Martín (Unsam).
Se aliaron antes de que apareciera la misión que finalmente encararon. En el mes de febrero, cuando para muchos el coronavirus todavía era un problema eminentemente chino y, a lo sumo, de los europeos, ellos compartieron una preocupación: las mascarillas de uso médico en los países afectados comenzaban a agotarse. "Nos llegó una demanda del área de salud –cuenta Ana María Llois–. En Argentina, las máscaras eran insuficientes y las que había eran importadas. Empezamos pensando cómo desarrollar mascarillas tipo N95".
Los barbijos constan de dos capas de tela. La de afuera es antiviral y la de adentro antibacterial. Hay una tercera capa que es una película semipermeable autosanitizantes.
Un grupo interdisciplinario –provenientes de la química, la física, la kinesiología, la medicina y la microbiología– comenzó a investigar para presentar un proyecto covid-19 MINCyT cuando el Conicet (paraguas bajo el cual tres de ellos trabajan) recibió un pedido puntual de Kovi –cualquier parecido con covid es pura casualidad–, una pyme argentina especializada desde hace años en fabricar insumos textiles para hospitales, como toallas. Buscaban científicos para desarrollar una tecnología que permitiera convertir sus telas–las que ellos ya tenían para hacer barbijos–en prendas antibacteriales: querían darle un plus a la barrera textil del mal llamado tapabocas –"debe tapar también la nariz", enfatizan–, que hoy debemos vestir obligatoriamente para salir de casa.
La búsqueda llegó a terreno fértil. "Cuando Silvia nos trajo la información de esta consulta, ya teníamos avanzado el trabajo previo y podíamos adaptarlo", recuerda Ana María. Se pusieron a disposición y fueron por más: "Los convencimos de introducir, además de antibacteriales, activos con capacidad de inhibición de virus envueltos y, como el barbijo se usa por mucho tiempo, de incorporar un fungicida para protegernos a nosotros mismos de la humedad que generamos", explica Griselda Polla.
Los barbijos, cuyo nombre comercial es Atom-Protect y que la empresa Kovi vende online (por atomprotect.com a $390 cada uno en packs de 10), constan de dos capas de tela. La de afuera es antiviral, para impedir que uno expida sus virus al exterior, y la de adentro protege a la persona de sus propias bacterias, que están en la boca y en el sistema respiratorio. Hay una tercera capa que es una película semipermeable de un polímero. Se pueden usar por ocho horas sin problema y conservan sus propiedades hasta después de 15 lavados, que es mucho tiempo, porque al ser autosanitizantes, no es necesario lavarlos cada vez que se usan.
Ana María explica en qué radicó la innovación: "Que las nanopartículas de plata son bactericidas se sabe desde hace tiempo. Que los iones de cobre inhiben los virus ya se conoce. Lo que había que desarrollar era la manera de combinar e introducir esos activos en la tela y que se fijaran bien. Eso no existía". Polla agrega: "Para llevarlo a la práctica, nos basamos en una metodología típica textil (inmersión en bateas y rodillos con control de pH y temperatura) y adaptamos a un proceso industrial un desarrollo de laboratorio". "El aporte tecnológico fue implementar lo que sabíamos a través de literatura científica y llevarlo a nivel nano", explica Roberto. Usaron cantidades mínimas de activos altamente concentrados.
Para el desarrollo de los barbijos, trabajaron con una dinámica innovadora y con la urgencia marcando el ritmo.
Ana María –que es física teórica especializada en modelización de propiedades electrónicas, magnéticas y de transporte de sistemas nanoscópicos– cumplió principalmente un rol de gestión y transferencia científica; fue la que reunió al equipo y la que coordinó la labor para dar respuesta institucional.
Silvia –física especializada en polímeros y nanomateriales– y Roberto –quien está especializado en química ambiental y nanotecnología– trabajan juntos en el desarrollo de plásticos biodegradables funcionalizados (como bactericidas y antioxidantes), que se usan mayormente en envases para la industria de alimentos. "En los barbijos, capitalizamos esto de combinar materiales con activos nanoparticulados –explica Roberto–. Adaptamos lo que estábamos haciendo para otros fines".
El aporte tecnológico fue implementar lo que sabíamos a través de literatura científica y llevarlo a nivel nano.
En el Laboratorio de Polímeros y Materiales Compuestos, que pertenece al Departamento de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y forma parte del IFIBA, se hizo la formulación e introducción de activos.
Griselda es química; por casi 40 años, integró la Comisión Nacional de Energía Atómica Argentina y está especializada en síntesis y caracterización de materiales. Lo suyo fue la clasificación de materiales principalmente y, además, como está familiarizada con el lenguaje industrial, fue quien estuvo más cerca del contacto con la empresa. "En el laboratorio del Instituto de Ingeniería Ambiental de la Unsam (3iA), contamos con microscopios electrónicos de barrido, y especialistas bacteriológicos formados en el exterior hicieron controles a medida que se armaban los lotes", se enorgullece.
Llois, Goyanes, Polla y Candal dirigieron el proyecto, pero no estuvieron solos. Son la cara visible de un equipo grande y diverso.
La dinámica fue intergeneracional. Aislados (por tener en promedio 60 años, son considerados población en riesgo), condujeron mediante videollamadas a becarios y becarias doctorales y posdoctorales, jóvenes científicos que –desde el laboratorio primero y luego desde la planta industrial– ensayaron, observaron, corroboraron y finalmente hicieron posible lo que se habían propuesto: dotar de superpoderes a un barbijo común y corriente.
"Durante el desarrollo en el laboratorio estuvimos conectados con los chicos todo el tiempo a través de la cámara de una PC, y cuando ellos estaban en planta lo hacíamos a través de los celulares. El alma del proyecto fueron los becarios. Sin ellos no hubiese habido proyecto", rescata Goyanes.
Por el 3iA de la Unsam participaron Lucas Guz, Belén Parodi y Alicia Vergara Rubio. Por la UBA, Lucía Fama, David Picón, Lucía Quintero, Darío Díaz y Federico Trupp.
Muchas horas de lectura de papers, reuniones, discusión, gestión y práctica. Mucha energía invertida. Y estrés.
"Como estábamos ya en plena cuarentena, salteamos una etapa intermedia. No había tiempo. Del laboratorio pasamos directo a la fábrica. En más o menos un mes y medio estaba listo", revela Polla. Y Goyanes añade: "La transferencia rápida al sector industrial fue un punto importante e innovador; el tiempo de respuesta de las instituciones, en general, demora mucho más".
En mayo se completó el desarrollo. En julio concluyeron los testeos de verificación en INTA e INTI, y en agosto se lanzaron los barbijos al mercado. Fue un boom. Desde Kovi informan que ya se vendieron 800.000 unidades: comenzaron a confeccionar 30.000 por semana y hoy están en 150.000. Aseguran que tienen capacidad para producir seis millones por mes.
La experiencia de trabajo conjunto entre el sector privado y organismos públicos fue un aprendizaje. "Kovi financió el desarrollo y también participó", cuenta Griselda y Roberto sigue: "No es que trajeron un problema y les dimos una solución; ellos plantearon una idea, intercambiamos miradas, aportamos nuestro conocimiento y se dio un proceso muy enriquecedor".
El alma del proyecto fueron los becarios. Sin ellos no hubiese habido proyecto.
Su colega Silvia Goyanes lo celebra: "Este es un ejemplo de lo bien que funciona el vínculo Estado-empresa para llegar a la gente con un producto eficaz. Me deja la esperanza de que otras empresas entiendan las ventajas de aprovechar el conocimiento que hay en el Conicet y de generar, juntos, productos innovadores".
El desarrollo, además de novedoso, debía ser sustentable, nacional y popular. "En marzo, los países centrales no estaban proveyendo más determinadas sustancias químicas –cuenta Ana María–; había que pensar materias primas disponibles en el mercado local y sin competencia internacional". La fabricación debía tener costos de producto masivo y ser amigable con el medioambiente. Se sumó un fin social: "Acordamos que la empresa, además de aportar para los gastos, entregaría gratuitamente, o a muy bajo costo, el 10% de las telas producidas, para que en cooperativas y sectores vulnerables tengan acceso a fabricar estos barbijos", cuenta Roberto. Y así fue.
Los directores científicos del proyecto de los superbarbijos no ocultan su emoción. "Esta experiencia nos permitió unir habilidades, conocimiento, e interactuar con las empresas e instituciones. En mi vida me había imaginado que iba a participar en algo así –se conmueve Ana María Llois–. Fue un orgullo personal muy importante ver el trabajo de años concretado en un producto que colabora con la población en una situación tan crítica como la que estamos viviendo. El mundo de la salud está trabajando con mucho sacrificio y con peligros concretos. Para nosotros fue una gran motivación ser parte de este aporte. Que el barbijo esté ahora en el mercado y que la población pueda acceder cierra el círculo", concluye.
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