Bárbaro y civil
El siempre fecundo Duilio Pierri se prepara para inaugurar una nueva muestra marcada por viajes a lo largo del país y una apasionada revisión de nuestro pasado
Vive lejos de la ciudad, entre verdes y calles de tierra, en una casa blanca que comparte con su segunda mujer, Maggie. En el jardín, a pocos metros de distancia de la puerta de atrás, hay un gran galpón con techo de fibra de vidrio. Allí, donde se escucha a Patti Smith de fondo, se encuentra el artista plástico Duilio Pierri entre todo el material para su nueva muestra Ulmen, el Imperio de las Pampas, próxima a inaugurarse en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. Una colección de cuadros enormes que tienen la intención de cuestionar nuestra historia oficial. "La búsqueda en la que estoy es la integración de nuestro pasado y la no negación. Las cosas no pasaron como nos las pintaron", explica este artista plástico de 57 años. Y habla, habla sin pausa durante casi dos horas. Su cerebro es una red fractal que linkea una idea con otra sin cerrar la anterior. En su discurso parece haber mucho desarrollo pero poca conclusión. Por suerte, las idas y venidas discursivas llegan a un punto de intersección en el que todo termina por cerrar.
Pierri, hijo de pintores, comenzó a pintar como un juego y para imitar un poco a sus padres. "Miraba los cuadros de mis viejos, a veces me gustaban más los de mi mamá que eran figurativos, y otras los de mi viejo, que eran más abstractos. Un día vi algo de mi viejo que me pareció un mamarracho asqueroso y, como una burla, me puse con un cartón a pintar." Su casa, un departamento de El Hogar Obrero, era centro de reunión de pintores, críticos y escritores como Ramón Gómez de la Serna, Manuel Mujica Láinez, Emilio Pettoruti, Raúl Russo y Raúl Soldi, entre otros. "Cuando llegaban todos estos cerebros a mi casa, yo, que tendría entre 5 y 7 años, les regalaba mis cuadros. ¡Hacía mi propia difusión!" Así se fue formando, hasta que entró en la Escuela Nacional de Bellas Artes y en el Conservatorio Nacional. Estudiar música lo ayudó a armar una dinámica de autodisciplina estricta: todos los días estudiaba seis horas de piano, dos de oboe y pintaba un cuadro.
–¿No fue un poco excesivo?
–Sí, terminé en un manicomio [ríe a carcajadas]. Trabajé tanto que terminé por enloquecer. Comencé un tratamiento psiquiátrico ambulatorio porque me broté. De hecho, estuve dos años sin pintar. Volví al Bellas Artes pero lo tomé como un centro de diversión, un lugar de encuentro social, de fiestas. Fue increíble, porque terminé tratándome como mi propio jefe y esclavo al mismo tiempo. Por suerte, me encontré con una psiquiatra muy piola que me dijo que mi tratamiento debía ser estar solo. Así que me aislé. Estaba en una crisis. Pero me psicoanalizo desde chiquito. Aún voy, me gusta, es como un consejero.
–¿Cómo salió de esa situación?
–Para lo que me sirvió esa locura fue para producir. Tenía pintados como doscientos cuadros, con lo cual me becaron para ir a Francia. Así fue que volví a pintar.
–¿Cuál es la base conceptual para esta muestra?
–Ahora estoy con las raíces criollas.
–¿Por qué abordar ese tema?
–Mirá, me gusta mucho viajar por el interior. Cada vez que expongo en algún lugar, voy cinco días antes con el auto, recorro diferentes lugares. Esto comenzó en una visita a Cerro Colorado, el lugar de Atahualpa Yupanqui en Córdoba. Allí hay 42.000 pinturas murales. ¡42.000! Y casi nadie lo sabe. Hay libros en Oxford sobre Cerro Colorado, pero acá, nada. Las hicieron los Comechingones que pintaban al sol. Con el calor de la piedra, la pintura quedaba grabada.
–Es un tema de siempre, la falta de respeto a las culturas originarias.
–Eso también me saca. Pueblos originarios, ¿originarios de dónde? Yo los llamo indios, me gusta más. En todo caso, estos indios no eran unos inútiles, como siempre pensamos. Siempre tenemos la cabeza en los aztecas o los incas, pero acá tuvimos la primera cultura que desarrolló el bronce, que fue la Aguada, en Catamarca. Hay que romper con la historia del arte oficial, que toma de punto de partida al primer tipo que pintó un prócer en acuarela. Nadie toma el arte precolombino como tal.
–¿Cómo es su proceso creativo?
–A partir de la intuición. Salvo períodos de paisaje, siempre pinté sobre la base de textos. Tengo lo que se llama el período de los mosquitos, que está basado en cómics que hacía yo. Eran sobre insectos grandes que destruían ciudades y se basaban en un sueño que tuve cuando tenía 5 años, en el que insectos gigantes, hormigas y moscas enormes invadían la ciudad. Me lo acordé exactamente en 1979. Muchos relacionan esos insectos gigantes con la ecología y con la dictadura militar. Después estaban los antropomorfos, que eran hombres con cabeza de mosquito.
–¿Entonces...?
–Claro, lo que pasó es que, a partir de estos viajes, de conocer nuevas culturas de mi país, descubrí que pertenecía a un mundo que había sido prohibido: el mundo latino de adorar a los ríos, de observar la naturaleza, de no perseguir a la gente porque cree en otro dios. Me pregunto siempre por qué perdimos esto. Porque esa forma de vivir y comportarse con el otro es mucho mejor que lo que pasa ahora: el pensamiento intolerante, el temor a Dios, el terror. Y poner al otro, a la víctima, en agresivo. Es una técnica de dominio.
Entre los múltiples cuadros que hay en el taller, se destacan dos que, en sí, son muy paradójicos. Por un lado está Barbarie, un paisaje poblado por ríos, araucarias, verde pasto y figuras humanas disfrutando de la naturaleza. Por el otro, Civilización, una sucesión de rojos fuego, trajes militares del siglo XIX, sangre, destrucción. "Intuitivamente, me di cuenta de que tenía una postura tomada al respecto –cuenta–.Empecé a leer porque no sabía nada, pero no empecé a leer los historiadores porque esa es una historia ficción. El que gana escribe que los otros eran horribles."
–¿Qué significan estas dos pinturas?
–Barbarie es un homenaje a Gauguin y Monet. Si ves, podría ser una escena bucólica de Junín de los Andes. Con Civilización, muestro cómo los ejércitos intentan generar la civilización de una manera sangrienta.
–Dijo que comenzó a leer textos históricos, pero no de historiadores. ¿Qué leyó?
–Comencé a leer autobiografías de cautivos que contaban cómo era la vida en La Pampa. También tengo un amigo que estaba escribiendo la biografía del cacique Cafulcurá, quien era amigo de Rosas y Roca, según descubrí. Tenía rango de general y recibía un sueldo del Estado. Los indios no eran agricultores. Eran ricos, ganaderos y tenían una industria de cueros y saladero. Me guío también mucho por un investigador suizo, el padre Meinrado Hux.
–¿Cuál es la intención que preside esta muestra?
–Empecé a pensar que se hicieron mal las cosas, que no era necesario hacerlas de esa manera, que podría haber habido una buena convivencia y nosotros enriquecernos con otra cultura porque, de hecho, somos una nación policultural. Quiero discutir con la idea de Bush, esto de que hay una idea única y que los otros son unos demonios que hay que exterminar. Nos enseñaron que éramos un desastre y el meollo es cómo recuperar una historia que es mucho mejor que la que nos enseñaron.
MAS DATOS Ulmen, el imperio de las Pampas. Desde el 15 de diciembre hasta el 29 de enero en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta (Junín 1930)