Arte a la vez que oficio
De los pocos modos de hacer moda que encuentro ejemplares, el de Adeline André se me aparece como el más adecuado para hacer frente a las dificultades actuales. Las razones no son solo estéticas. Su sistema de producción, apoyado en una clientela circunscripta, amiga y exclusiva, me parece no menos inspirador.
El orden, el equilibrio, la mesura, elementos distintivos de la construcción de sus piezas hicieron que se la asociara a la tendencia dicha minimalismo. La calificación me resulta reductora. Desatiende las intervenciones sutiles pero decisivas que Adeline André efectúa de sus propias manos, sobre la tela, pilar de la configuración de todas sus prendas. El corte, esencial, y los pormenores, pliegue, drapeado, nudo, que dan a cada prenda su peculiaridad y la proyectan más allá de lo formal. Tampoco hay nada de minimalista en la carga anímica que estas prenas transmiten a través de la vivacidad de los colores empleados y del giro inhabitual que ella da a detalles –sea cuello, manga, ruedo o en un fourreau el tajo que revela la seducción de una pierna envainada en un color en alto contraste.
Adeline André prescinde de ornamentos, de botones, ganchos, costuras superfluas, y de todo lo que afecte el movimiento natural de la tela, su despliegue, su vida. El adjetivo que en verdad le corresponde es purista, el mismo que define a la gran Madeleine Vionnet.
Su desdén por el derroche y lo superfluo se extiende al manejo concreto de su marca –fundada en 1981 junto a Stevan Dohar, diseñador de interiores– donde, con un mínimo de asistencia, ella ejerce todos los roles del oficio de la costura. Emprendimiento para nada ortodoxo que no impidió, o quizás alentó, a la muy oficial Cámara Sindical de la Costura Parisina –de cuya notable Escuela Adeline egresó– a incorporarla en 1997 como miembro invitado y promoverla en 2005 a miembro permanente. Un público informado, culto, artista y una prensa análoga la siguen.
Sus desfiles intercalan, en medio de la agitación de las semanas de la moda, un momento de apacibilidad. Jardines, galerías de arte, las salas de algún museo contemporáneo o su propio taller, hoy situado en La Ruche, son los espacios afines a la serenidad de la presentación, que transcurre en silencio, a la luz del día. En el recuerdo prima una sensación de despojamiento, en la mirada persisten la brillantez de las materias, sedas, cachemiras, satin cuir, organzas, crêpes, que cubren de suntuosa fluidez los cuerpos, en la crónica se alabará la cualidad atemporal del entero repertorio, las innovaciones técnicas y conceptuales, genuinas y la originalidad renovada de sus experiencias textiles, pensadas desde una continuidad.
Está poniendo en circulación hoy los clásicos del futuro. La coherencia de su proceso artístico la trajo a ése punto. En 1983, una joven Adeline André deslizó con delicadeza esta misma visión de la cultura del vestir, de la relación de los cuerpos y las materias que los cubren en movimiento en el espacio, en la primera colección presentada con su nombre, su marca. Una eclosión desordenada de marcas y estilos marcó la década. Casi 40 años después mucho de aquello es polvo de estrellas, catálogo vintage, mientras que el proyecto de Adeline André, sostenido por su diversia irrenunciable, se mantiene vigente y deseable. El tiempo juega a favor de lo clásico. Esto ha sido una invitación a pasar y tomar nota.
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