Manolo Álvarez Argüelles y María del Carmen Cheda llegaron de Galicia a fines de los ‘40 escapando de la miseria; se conocieron en Buenos Aires, se enamoraron y, a base de esfuerzo, crearon un imperio hotelero
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Manuel Álvarez Argüelles y María del Carmen Cheda conocieron el hambre en su Galicia natal, en tiempos de la guerra y posguerra civil española. Padecieron en su niñez, además, la ausencia de sus padres, que un día partieron a la Argentina para “hacerse la América” o, al menos, encontrar una vida mejor. Años más tarde, en su adolescencia, ellos también se embarcaron hacia ese remoto país del sur. Nunca antes habían salido de sus pueblos. Sus vidas se cruzaron en Buenos Aires, donde se casaron y, casi sin proponérselo, comenzaron con el oficio que marcaría su vida: la hotelería.
Con el correr del tiempo, en base a sacrificio y, sobre todo, mucho trabajo, el matrimonio de inmigrantes pudo crecer en su rubro. Se mudaron a Mar del Plata a comienzos de los 50, y siempre con un espíritu de superación, se hicieron cargo de un par de hoteles, hasta que a mediados de los ‘80 comenzaron a soñar en grande y decidieron darle a esa ciudad atlántica su primer cinco estrellas. Se trata del hotel Costa Galana, el primero de lujo en el interior de la Argentina, que, a punto de cumplir 30 años, se ha convertido en un emblema de la ciudad conocida como “la Perla del Atlántico”.
“Soy una admiradora de la trayectoria de mis padres, así que para mí contarla es siempre un gusto”, dice a LA NACION Claudia Álvarez Argüelles, hija de María del Carmen y ‘Manolo’, quien forma parte desde niña de la saga hotelera familiar y es también protagonista de este relato.
Actualmente, Claudia es presidenta y CEO de Álvarez Argüelles Hoteles, un grupo que ya cuenta con 12 hoteles de lujo en la Argentina y ya proyecta ampliar la cadena al exterior. Pero ahora se toma su tiempo para repasar la gesta de sus padres, desde su infancia con necesidades en España en la posguerra civil hasta su innovadora y suntuosa obra en Mar del Plata en la década del ‘90.
Una infancia con necesidades
–Claudia, ¿qué me puede contar de la vida de sus padres, antes de venir a la Argentina?
–Mis padres nacieron en Galicia, en la provincia de Pontevedra. Cada uno en una aldea cerca de la ciudad de Vigo: mi madre es de Meder y mi padre de Taboexa. Las dos aldeas estaban a tres kilómetros de distancia, pero tuvieron que cruzar un océano para conocerse... Su historia tiene un punto en común: los dos crecieron con la ausencia de sus padres, que vinieron a la Argentina como “adelantados”, para establecerse y luego convocar al resto de la familia. Mi madre tenía un año y medio cuando la dejaron al cuidado de un abuelo y una tía. Mi padre se quedó con su mamá y dos hermanos mayores y recién conocería a su padre siendo casi adolescente.
–Eran tiempos de la guerra civil española.
–Sí, un época de muchas necesidades en España y particularmente en Galicia, que era una de las regiones más pobres de España. Ellos vivieron esa realidad en familias muy humildes donde pasaron hambre de verdad. Los dos comenzaron a trabajar en tareas del campo a los 6 años. En esas pequeñas aldeas se vive de lo que uno puede sembrar en un pequeño terreno y algunas cosas se conseguían por trueque.
–¿Tenían animales?
–Mi abuelo materno tenía unas cabras. Tengo entendido que en ese momento tener un buey era ya un lujo... Mi madre contaba que una vez se le escapó una cabra, que llegó a agarrarla pero la arrastró mucho tiempo. Y repetía, orgullosa, que ella no la soltó. ¡Tenía que volver a casa con la cabra! Eso te da un marco de una niñez vinculada al trabajo y también a la ausencia de seres queridos y la inquietud de cómo va a ser tu futuro. Y dónde va a ser...
La llegada a Buenos Aires
–¿Cómo llegan tus padres a la Argentina?
–Mis abuelos maternos empezaron a trabajar en Buenos Aires y tuvieron acá otra hija. Cuando pudieron reunir el dinero necesario para pagar el traslado, convocaron a mi madre y su abuelo. Era el año 1947. Ella tenía 13 años; es decir que estuvo 11 años o más con su abuelo, a quien ella adoraba y tenía como referencia. Mi padre vino con 14 años, con su madre y un hermano. Pero cada uno vino por separado, no compartieron el mismo barco. Manuel no había conocido a su papá, porque cuando mi abuelo viajó a la Argentina él estaba, como solía decir, “en el vientre materno”. Entonces, cuando finalmente se vieron las caras en el puerto de Buenos Aires, Manuel se encontró con alguien que desconocía. Le dijo: “Mucho gusto señor”.
–¿Qué hicieron Manuel y María del Carmen cuando llegaron a Buenos Aires?
–Mis abuelos maternos habían alquilado una pensión en Hipólito Yrigoyen al 1100 y trabajaban allí. Cuando mi madre llegó, la incorporaron inmediatamente al trabajo, que era muy típico en esa época. Ella estaba en el lavadero, lavaba las sábanas, hacía las camas, atendía lo que había que atender. Y mi abuelo paterno se empleó en gastronomía, trabajaba en un bar donde incorporó a sus hijos. Mi papá empezó a acomodar la mercadería en los depósitos, las tareas iniciales que no están vinculadas al público.
–Imagino que no ganaban demasiado dinero en esos primeros trabajos.
–Mi papá siempre contaba que lo que ganaba se lo tenía que entregar a los padres para terminar de pagar la deuda del pasaje y contribuir a la economía familiar. En el caso de mi mamá, no tenía ni siquiera un sueldo, creo.
“Los movilizaba el deseo de superación”
Claudia Álvarez Argüelles habla con LA NACION en el elegante bar de uno de los hoteles del grupo que preside, ubicado en Cerrito y Tte. General Perón. El dato de la dirección tiene que ver porque ella cuenta que, al llegar a Buenos Aires, su padre vivía “por acá cerca”. Y precisa: “En Moreno, entre Lima y Salta”.
Antes de contar cómo se conocieron, Claudia dice que tanto Manuel como María del Carmen se preocuparon por terminar su educación primaria en Buenos Aires. Y define a su papá: “Él fue emprendedor desde pequeño. Buscaba tener algún trabajo extra o changa para que fuera su dinero, porque quería tener su independencia. A ambos los movilizaba el hecho de superarse”.
“Mis padres quedaron impactados por esa Buenos Aires esplendorosa -dice-. Vinieron de una aldea con poca disponibilidad de alimentos y se encontraron con que aquí sobraba comida. De hecho, mi mamá me contaba que se ponía a llorar porque veía lo que se desperdiciaba de comida porque sus primos se habían quedado en España y pasaban necesidades y acá la comida se tiraba”.
Pronto comprendieron que en esta tierra estaba su futuro: “Vieron en esa Argentina potente las posibilidades que no se veían en sus aldeas. Eso los motivaba a querer progresar, formarse, desarrollarse. A los dos los atravesó toda la vida una admiración y un convencimiento de la potencia de la Argentina”, asevera Claudia.
María del Carmen y Manolo se conocen
–Cuénteme, por favor, cómo se conocieron sus padres.
–En una celebración del Centro de Galicia, a la que mis padres fueron por separado, en distintos grupos, pero por alguna razón que desconozco tuvieron que volver en el mismo vehículo con un grupo de chicos, todos amontonados. Ahí, en una camioneta, se conocieron.
–¿Ahí empezaron a salir?
–A partir de ahí, mi padre sabía los horarios cuando ella salía del colegio y pasaba como de casualidad por la esquina de Lima e Hipólito Yrigoyen. Ella, la tercera vez que lo vio le dijo: “Pero vos no pasás por acá por casualidad”. Y él le respondió: “No. Paso a verte”. Ahí comenzaron una relación. Mi madre con 16 y mi padre con 21. Se casaron al año siguiente, el 4 de agosto de 1951, en la iglesia de Montserrat. Mi mamá con 17 y él con 22. Ella tuvo que pedir permiso a sus padres porque era menor.
–¿Económicamente fue muy difícil para ellos llegar a casarse?
–Mi madre buscaba siempre tener alguna cosa extra para poder tener un ahorro para casarse. Y mi padre... te voy a contar una anécdota interesante. Él trabajaba entonces como empleado del restaurante El Globo, el de los pucheros. Estaba encargado del depósito. En ese momento, la profesión de mozo estaba muy valorizada, tenían buen salario y era una época con una clase media próspera que dejaba buenas propinas. Tenían un buen pasar. Pero al mozo le tocaba dentro de sus tareas barrer la sala cuando terminaba la jornada y ellos no querían porque tenían otro status. Entonces, mi padre, que era muy observador, les propuso a los mozos que les limpiaba el salón para que ellos no tuvieran que hacerlo. Fuera de su trabajo. Él siempre tenía esa cuota extra de “hago otra cosa para ir avanzando”.
–¿Y los mozos le pagaban?
–No. Él a cambio les pedía el corcho de los vinos. En ese momento las bodegas a los mozos les daban un premio, lo que sería un incentivo económico, por los corchos, porque significaba que habían recomendado el vino de esa bodega. Entonces, él era el que ganaba ese premio y era su ahorro personal, que lo empezó a hacer para casarse. Así fue como empezaron a construir ese deseo de independencia y por eso también se casaron tan jóvenes. Querían comenzar un ideal común, su vida económica independiente.
Mar del Plata: trabajo y austeridad
–¿Cómo llegan Manolo y María del Carmen a Mar del Plata?
–Cuando ellos se casan, en simultáneo, los padres de mi mamá deciden vender el fondo de comercio de la pensión de aquí y deciden irse a Mar del Plata. Tenemos que irnos a la historia: Mar del Plata en ese momento (comienzos de los ‘50) empezaba a surgir, era la famosa Perla del Atlántico que hoy conocemos. Era “El” balneario. Además tenía un futuro turístico prometedor. Cuando mis padres vuelven de la luna de miel, van a conocer Mar del Plata para ver de qué se trataba esa famosa ciudad tan importante del que todo el mundo hablaba. Y les encantó. Mis abuelos maternos los toman a los dos de empleados en el hotel pequeñito que habían alquilado, que se llamaba Hotel Castilla. Comienzan los dos de empleados, ya casados. Ahí estuvieron tres años donde, ya con su salario, ahorraban todo, todo, todo... No se permitían gastar nada.
–La austeridad y el sacrificio eran un mandato.
–Sí. Escuché de grande una historia que me dejó sorprendida. En esos tiempos, ellos estaban tomando aire en la vereda y mi papá dijo: “¡Ay! Qué lindo sería tomar un helado”. Y Mi mamá le contestó: “No, Manolo, no, a ver si nos gusta y nos acostumbramos”. Me impactó enormemente conocer esa anécdota. Hoy uno no lo entiende: ¿un helado te va a cambiar tu rumbo? Pero siempre digo que es difícil analizar las cosas sin el contexto...
Un nuevo hotel y una propuesta revolucionaria
–¿Cómo sigue su historia?
–En esos tres años ahorran todo y se van y alquilan por sí solos el hotel Europa, en la calle Belgrano, que está a la altura del 2400. Se van solos. Los dos hacían todo: cocina, ir de compras, servir, atender a los huéspedes, el lavadero. Los dos solitos, solitos. Están entre el año ‘54 y el ‘58. Para este año mi padre había visualizado el hotel Iruña, en Juan Bautista Alberdi al 2200. Le encantó porque le gustó la vista al mar. Y vio también que, mientras en el Europa había 30 habitaciones, el Iruña tenía unas 44... y a la vez tenía posibilidad de construcción atrás. Le entusiasmó poder alquilar ese hotel.
–Y lo hicieron.
–Empezó a hablar con el dueño pero también tuvo que convencer a mi mamá. Porque el hotel Europa lo habían recibido descuidado y se habían dedicado a pintar, coser las cortinas, cambiarlas. A ellos no les importaba que pagaran el alquiler. Lo cuidaban como su manera de decir “así quiero recibir a los huéspedes”. Estaba tan bonito que mamá dijo: “¿Ahora nos vamos a ir? ¿Y si los clientes no nos siguen?”. “Sí, sí, nos van a seguir”, le dijo mi papá, que era más audaz. También le dijo que en el Iruña había posibilidad de ampliar, y en el Europa, no. La convenció y pegaron el salto a alquilar el Iruña. Allí hicieron algo novedoso para la industria hotelera en Mar del Plata.
–¿A qué se refiere?
–Le pudieron calefacción central al hotel. No concebían que un hotel abriera solamente en verano. Ellos vieron que la ciudad, con su casino, podía recibir gente todo el año, y comprendieron que tenían que tener calefacción. Por eso hay una foto del frente del Iruña que hoy parece poco importante, pero que no lo era, que decía: “Calefacción central y abierto todo el año”. Una transgresión para la época, que el hotelero cerraba en marzo y se dedicaba a refaccionar el hotel o pasarla bien, y lo volvía a abrir en diciembre.
–¿Enseguida tuvieron huéspedes en invierno?
–Sí. No muchos, pero tampoco tenían ansiedad por tener tanta demanda, sino que tenían en claro que lo iban a construir. Yo creo que heredé eso de poder cultivar a largo y mediano plazo. Eso fue un punto de inflexión y demuestra una línea de pensamiento que se mantuvo en el tiempo: siempre un paso adelante de lo que el huésped podía necesitar, acompañando o creando un futuro deseo.
“El hotel era mi casa”
En el año 1966, luego de un largo tiempo intentando convencer al dueño original, Manuel y María del Carmen logran adquirir el Hotel Iruña. Era entonces un edificio pequeño, con un cuerpo principal y dos pisos. Poco a poco, con esfuerzo y ahorros, el lugar fue creciendo ediliciamente. “Hoy el hotel tiene tres edificios, es una “E” unida por un cuerpo central”, cuenta Claudia, que añade un dato vital: “Yo nací en la época del Iruña, allí transcurrió mi niñez y juventud. El hotel era mi casa”, agrega.
Las cuatro integrantes de la familia Álvarez Argüelles -Claudia tiene un hermano mayor, Alberto- vivían en una habitación de la planta baja del hotel en el verano y en un departamento dentro del mismo complejo durante el invierno. “Almorzábamos en el comedor del hotel y compartíamos esos espacios como si fueran también nuestros espacios de intimidad, que no es la vida de intimidad que descubrí ya grande cuando me casé. Pero lo vivía con naturalidad”, dice Claudia que ya compartía desde muy chica con su familia “almuerzos que eran almuerzos de trabajo”.
–Claudia, ¿se acuerda cuándo se dio cuenta de que quería seguir los pasos de sus padres?
–Creo que a los cinco años ya lo sabía. Me encantaba. Estaba pidiendo todo el tiempo colaborar en algo. Supongo que lo hice un poquitín pesada porque estaba todo el tiempo “¿Cómo ayudo?, ¿Cómo ayudo?”. Así que muy jovencita ayudaba en la telefonía, en un conmutador con clavijas. A los 12, siempre en verano, o fines de semana, mi trabajo era ayudar a la telefonista. A los 13 estaba en el lavadero. A las 15 o 16 era recepcionista, donde ya tenés otras responsabilidades.
–¿La gente disfrutaba el clima familiar?
–Sí, valoraban ese tipo de hotelería. Había huéspedes muy repetitivos del interior del país. En ese momento, además, las vacaciones eran de un mes completo. Era otra argentina.
Comienza el sueño del cinco estrellas
–¿Se preparó formalmente para trabajar en hotelería?
–Mis padres te incentivaban a que estudies, pero no era una obligación. Era necesario para ellos que tengas una formación. Yo soy contadora pública recibida en la Universidad de Mar del Plata. Como me interesaba la hotelería busqué una carrera que me gustara para tener una estructura formal para el negocio. Cuando estaba en la universidad le dije a mi papá que teníamos que informatizar nuestro hotel. Y cada vez que proponía algún cambio tecnológico, mi padre lo aceptaba al instante. Te hacía unas preguntas esperando que tomes la decisión y que le digas lo que había que hacer. No te ponía ninguna traba. Y así pasó también con el fax, tiempo después.
–¿Cómo surge en este contexto la idea de hacer un hotel cinco estrellas?
–Eso es muy bonito. En ese ir y venir de la historia de siempre invertir en el hotel comienza otra etapa del país, donde los argentinos empiezan a viajar al exterior, sobre todo a Brasil que, producto de una política pública, había planteado toda una estrategia de desarrollo para el turismo.
–¿Y los hoteles allí eran más lujosos?
–Sí. Venían los huéspedes que toda la vida habían alabado al Iruña y decían: “Manolo, estuvimos en Río y el hotel tenía esto, esto y esto”. Y a ellos, muy emocionales y pasionales, eso les dolía en el corazón. Pero mamá también se reía porque decía que después siempre volvían porque en ningún lugar los atendían como los atendíamos nosotros. Ahí surge la diferencia entre la infraestructura y los servicios. Nosotros teníamos un buen servicio pero no podíamos ofrecer lo que se encontraba en el mundo.
“Un hotel que a todo el mundo le parezca maravilloso”
–¿Así surgió la idea de hacer un hotel de lujo?
–Sí, ellos empiezan a absorber ese modernidad y empiezan a soñar: “¿Cuándo podremos hacer un hotel que nadie se queje, que a todo el mundo le parezca maravilloso? Nosotros le ponemos lo que sabemos hacer de servicio, pero nos falta ese hotel que podamos ofrecerles lo que encuentran en el mundo”. Ese era su sueño, que tuvieron por muchos años, muchos, hasta que empezaron a desear plasmarlo.
–¿Siempre la idea fue construirlo en Playa Grande?
–No, la primera estrategia fue comprar los terrenos que estaban al lado del Iruña, porque era su base de operaciones. Pero cuando se hace el primer proyecto, con los lineamientos que mi padre le había propuesto al arquitecto, no alcanzaban los metros cuadrados. Entonces, él le dijo: “Manuel, aquí no podemos hacerlo”. Entonces, llegó la pregunta: “¿Ahora qué hacemos?”.
–¿Y qué hicieron?
–No recuerdo si fueron varios días o un par de semanas que mi padre, en un almuerzo de trabajo, dice: “El hotel lo vamos a hacer. Pasé por Playa Grande y vi el terreno”. Playa Grande era muy lejos: para 1988 ó 1989 la tendencia todavía era poner hoteles en el centro de las ciudades. Pero fuimos a ver el terreno y nos pareció maravilloso. También nos generó cierta duda... Mi padre dijo: “Este es el lugar” y yo confié plenamente en su intuición. Confiamos porque la visión de mi padre siempre marcaba la diferencia. Realmente era un visionario.
–¿Y cómo fue la búsqueda del arquitecto?
–Mi papá un buen día me dice: “Buscame los mejores arquitectos que haya en la Argentina”. En ese momento eran tres los estudios más importantes. Los analizamos y el que tenía mejores desarrollos era el de Mario Roberto Álvarez. Hicimos una cita y nos presentamos: él nunca había hecho uno hotel, así que ese fue su primer poyrecto hotelero.
–¿Desde el principio lo plantearon como un cinco estrellas?
–Siempre cinco estrellas y de lujo. Y con metros cuadrados dedicados a salones para fortalecer el concepto de Mar del Plata doce meses, para congresos y convenciones. También fuimos pioneros en destinar un piso completo a lo que se llama instalaciones de bienestar, en un momento en que la plabra spa no se conocía en la Argentina. Hoy sigue siendo un hotel icónico por su área de bienestar.
Una inauguración y una ausencia
-Su padre nunca llegó a ver el Costa Galana funcionando...
-No, murió el 10 de agosto de 1994. La inauguración estaba programada para diciembre de ese año, pero lo postergamos por su fallecimiento. Finalmente, lo abrimos el 28 de enero de 1995, el día del cumpleaños de él. En honor a él. Así que el próximo 28 de enero cumplimos 30 años.
–¿Cómo fue, en ese momento, para su madre y para usted quedar a cargo de la compañía?
–El fallecimiento de mi padre fue un momento muy difícil para la compañía. Mi madre asumió un rol distinto y yo la acompañé. En esos años era bastante difícil ver a una mujer liderando una compañía. Muchos se preguntaban cuándo se caía la empresa... Nunca se lo dije a mi madre, pero eran los comentarios de la época. Yo sabía que no iba a ocurrir, que no íbamos a caer, porque conocía el talento de mi madre y confiaba en que yo iba a acompañarla con mi tenacidad. Por el contrario, la empresa creció y se transformó.
El origen del nombre
–¿De dónde sale el nombre Costa Galana?
–Queríamos un nombre que vinculara de alguna manera a las dos naciones o patrias de mis padres, que son españoles de origen pero argentinos por vocación. Amaban mucho a la Argentina. Queríamos algo que los vincule y era casi una fantasía ese deseo, hasta que pudimos encontrar en los registros históricos que Juan de Garay cuando navegaba frente a la orilla de Mar del Plata en 1581 le escribe a los reyes católicos: “He divisado muy galana costa”. Cuando vimos muy galana costa... en definitiva, esa fue la primera denominación que tuvo la ciudad... nos gustó muchísimo. Y lo transformamos: de “galana costa” a “Costa Galana”. Es, además, un nombre con un impacto enorme, muy elegante.
María del Carmen Cheda, madre de Claudia Álvarez Argüelles y uno de los pilares de este emporio hotelero que no para de crecer, continúa viviendo en el Hotel Iruña. “Nunca se quiso ir de ahí. Y la entiendo, para mí es mi casa”, señala Claudia, que cuenta finalmente que, hace 12 años, su hijo Matías Basanta Argüelles también se incorporó al grupo familiar. “Con él se incorporó la tercera generación, tiene varias áreas de la compañía a cargo y se está desarrollando para en el futuro poder conducir la empresa, pero siempre con la convicción de que primero para él tiene que ser una elección de felicidad”, dice la empresaria hotelera.
“Siempre, hasta los últimos días, mi padre vio a la Argentina como el gran país que lo recibió y que dio muchas oportunidades. Y mi madre todavía lo sigue diciendo: ‘Argentina es un gran país, con muchas oportunidades’. Ella siempre desea ver al país encaminado bajo una senda de crecimiento”, cierra Claudia.
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