La historia de Manuel Orille, un inmigrante español que vino al país a mediados del siglo pasado, y que, con trabajo y determinación, logró transformar su destino
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A los 86 años, Manuel Orille, conocido cariñosamente como ‘el gallego Manolo’, es un testimonio viviente de la historia de la inmigración en Argentina. A pesar de más de 60 años en el país, su acento gallego refleja la cercanía de sus raíces. Manuel recuerda como si fuese ayer el momento que lo trajo a Buenos Aires huyendo de las dificultades de la posguerra de su tierra natal: un viaje que comenzó cuando aún no había cumplido sus 20, impulsado por el deseo de reunirse con sus tíos, que lo hizo descartar la posibilidad de un futuro en Barcelona trabajando en la fábrica de automóviles SEAT. Fue el 15 de marzo de 1957, en el barrio de Palermo, cuando comenzó su nueva vida en la Argentina. Sin imaginarlo, y gracias a su esfuerzo, se convirtió en uno de los fundadores de un boliche icónico de la noche porteña: City Hall.
“He viajado muchas veces a España, pero Argentina es única. Me gustó y me sigue gustando”, dice Manuel desde el living de su casa.
-Manuel, ¿cuáles fueron sus primeros pasos en el país?
-Cuando llegué, empecé a trabajar de mozo en un bar en Viamonte y Reconquista. Estuve dos años y medio. Ahí atendía a la hija de Frondizi, Elenita, le vendía los sándwich y la Coca-cola. Después me establecí por mi cuenta. Me asocié con mis jefes y otros gallegos, seríamos ocho, y compramos un bar en Sarmiento y San Martín, donde ahora es el Banco de Brasil. Se llamó Guarujá, como el municipio de Brasil. Dos años después compramos el Maracaná.
-¿Otro bar?
-Una confitería que estaba en Florida 444. ¡Vendíamos seis mil café por día!
Simultáneamente, Manolo y sus socios decidieron dejar el café de Sarmiento y San Martín para trasladarse a la Plaza de Mayo. En 1977, los socios decidieron vender el Maracaná, aunque Manolo no estaba del todo convencido. ‘Yo quería esperar al Mundial del ‘78, pero los otros socios estaban decididos a vender’, recuerda.
El origen de un clásico
-¿Cómo nació City Hall?
-Una noche, fui a bailar a la confitería San Jorge y me impresionó la multitud: había más de 2,500 personas. Junto a Bamboche, en Flores, San Jorge era uno de los mejores boliches de la Capital Federal. Fue en San Jorge donde Alberto Olmedo se casó con Judith Jaroslavsky. Allí me enteré de que el lugar estaba a la venta y como acabábamos de vender el Maracaná, decidimos comprarlo.
-¿Quiénes?
-Éramos más de diez socios: Tino, Jorge, Héctor, Julio, Roberto, Luis, Carlos Silvestre, Manuel, Isauro, Marcelino... Si no recuerdo mal, lo compramos por 300.000 dólares, una suma considerable en aquel entonces. La propiedad contaba con un garage en la planta baja y el boliche en el piso superior.
La confitería San Jorge, ubicada en la esquina de Nazca y avenida Mosconi, en el barrio de Villa Pueyrredón, fue inaugurada en 1945. Manuel cuenta que originalmente, funcionaba como una asociación civil, una especie de club de barrio donde los vecinos se reunían para disfrutar de buenos momentos. Con el tiempo, San Jorge se convirtió en un lugar emblemático.
Al poco tiempo de que Manuel y sus socios compraran San Jorge, se embarcaron en una ambiciosa transformación. Su objetivo era reinventar el lugar y convertirlo en un ícono de la noche porteña, por lo que implementaron varios cambios, incluido un nuevo nombre: “Realizamos una reforma significativa del lugar, que estaba dividido en tres salones, los unificamos y cambiamos el nombre de San Jorge a City Hall. La pista, de acrílico, estaba iluminada con luces de colores que seguían el ritmo de la música. Además, había columnas de acero inoxidable y en el techo pusimos dos parrillas circulantes con luces que le daban un aire moderno, como en los Estados Unidos. Era, sin duda, algo muy innovador para la época”, dice.
-¿Por qué “City Hall”?
-Un muchacho que trabajaba en el lugar nos dio el nombre. Él nos contó que City Hall era el mejor boliche en Venezuela y, aunque ninguno lo conocía, nos gustó.
-¿Cómo se organizaban para manejar el lugar?
-Todos trabajábamos. Los fines de semana estábamos todos. Las tareas las dividíamos, cada uno se encargaba de lo que más sabía. Yo, además, trabajaba en la semana, estaba en administración y control del personal. Los que como yo se dedicaban a trabajar todos los días cobrábamos un sueldo por mes. Yo trabaja de lunes a lunes. Muchas veces, mi hija Marta me acompañaba, y cuando había cumpleaños o bodas, ella ayudaba en la cocina a preparar sándwiches de miga y canapés. Todos colaboraban, era un verdadero trabajo en equipo. Yo solía ser el primero en llegar y uno de los últimos en irme. Por las tardes, me gustaba disfrutar de un buen café en el barrio.
En la misma zona donde se encontraba City Hall, había varios locales históricos que Manolo solía visitar, como el bar “El Gavilán”, un acogedor bodegón con mesas de billar, una heladería y una tienda de artículos de electricidad: “Nos conocíamos todos. El comisario de la zona me venía a buscar y me decía ‘¿Gallego vamos a jugar al billar?’ y yo le decía ‘¿Y la comisaría?’ y él sonriendo me decía: ‘¡Que se vaya a la puta que lo parió!’ (risas) En City Hall preparábamos el chocolate del 25 de mayo y lo llevábamos a la comisaría”, explica.
-¿Cómo lograban ponerse de acuerdo entre tantos socios?
-Nos disciplinábamos unos a otros. Y lo que hacía uno no se superponía con lo que hacía el otro. Después, éramos dos o tres que manejábamos la cosa y los demás colaboraban con lo que podían.
-¿Alguno de ustedes era el DJ?
-No. Había uno histórico, parte de una familia dedicada a la música. El último fue Daniel Daciuk, quien luego se convirtió en odontólogo. Antes de él, también trabajaron su padre y un tío.
-¿Era esa la época en que las madres acompañaban a sus hijas a los bailes?
-Sí, las madres solían llevar a sus hijas y había una sección especial para ellas en el boliche. Sin embargo, las chicas no estaban muy entusiasmadas con eso. Sabíamos que muchas de ellas se escapaban por la puerta trasera para ir a un hotel que estaba a solo una cuadra, mientras sus madres permanecían en el boliche. Luego regresaban, pagaban otra entrada y continuaban como si nada. ¡La mamá cuidaba a la nena! Pero la realidad era que ya eran mayores de 18 años. Por eso, el día de la inauguración de la reforma, en 1982, decidimos que ya no permitiríamos la entrada de las madres. Esa noche, unas 200 mujeres se quedaron afuera, en la calle, y sus hijas estaban contentas. Ya no éramos un simple salón de baile; nos habíamos transformado en un boliche moderno.
En la noche de Buenos Aires, City Hall se convirtió en un santuario, un lugar donde la música cobraba vida. En el aire todo era energía y emoción. Los años 80 y 90 fueron la época dorada de este lugar. Al cruzar sus puertas, la gente entraba en un mundo deslumbrante. Una pista que se iluminaba al compás de la música disco. City Hall no era solo un boliche; era el lugar donde la música creaba recuerdos inolvidables.
City Hall era el boliche elegido por los futbolistas, principalmente de Boca Juniors, Argentinos Juniors, All Boys y Vélez Sarsfield. También solían asistir artistas como María Martha Serra Lima con Los Cinco Latinos, y Juan Alberto Mateyko. Al principio, ellos se mezclaban con el resto del público, pero luego crearon un espacio exclusivo, un VIP. El candidato presidencial Ítalo Luder incluso eligió el local para hacer un acto de su campaña electoral en 1983.
Además, el lugar era alquilado para diversos eventos, como los desfiles de moda de Adriana Costantini. “Un día Carmen Yazalde se resbaló en la pasarela y se agarró una bronca. También organizábamos sorteos, como el de una concesionaria que premiaba a sus clientes con un auto. Al principio, era común celebrar cumpleaños y bodas, pero después de la tragedia de Cromañón, las normativas cambiaron y esas actividades dejaron de ser permitidas. Si era un boliche, debía ser solo un boliche”, cuenta.
La tragedia de Cromañón marcó un antes y un después en la historia de Argentina. El incendio, ocurrido la noche del 30 de diciembre de 2004 en el establecimiento República Cromañón, en el barrio de Once, durante un recital de la banda de rock Callejeros, no solo provocó la pérdida de vidas, sino que también desató un intenso debate sobre la seguridad en los espectáculos y la responsabilidad de los organizadores, generando cambios significativos en las normativas y en la forma en que se llevan a cabo eventos masivos en el país. “Después de Cromañón cerraron todos los boliches y City Hall fue uno de los primeros en reabrir autorizados por la Ciudad porque era uno de los pocos que tenía todo en orden”, explica.
-¿Usted bailaba? O “en casa de herrero”...
-No... Y a mi señora tampoco le gustaba ir a bailar o la exposición.
Poco tiempo después de que Manuel llegara a Buenos Aires, conoció a Leonor Fernández, una asturiana que se convirtió en su gran amor. En 1961 celebraron su boda y tres años después viajaron a España para visitar a la familia, una travesía que les permitió reconectar con sus raíces. Al año siguiente, la alegría llegó a su hogar con el nacimiento de su hija Marta. Leonor falleció hace 17 años.
La clave del éxito: trabajo y austeridad
-¿Cómo llegó el final de City Hall?
-Los socios empezaron a morir y cada vez que uno se iba, a la sociedad ingresaban dos o tres de sus hijos. A eso hay que agregarle que también varios hijos murieron, entonces los sucedieron los nietos. Hubo un momento que éramos demasiados para un solo lugar, dirigir y tomar las decisiones. Entonces, muchos se retiraron, y un pequeño grupo que quería continuar decidió alquilar el espacio. Sin embargo, no les fue bien, y luego llegó la pandemia... La situación se volvió insostenible. Yo dejé hace más de 10 años, fue porque ya estaba cansado. Tal vez los que quedaron no supieron o no quisieron adaptarse a los nuevos tiempos...
-Dedicó más de 30 años de su vida a City Hall, ¿es un buen recuerdo?
-Sí, la pasé muy bien. Gracias a Dios a mi me fue bien, siempre. Claro que tuve las aspiraciones normales de la gente trabajadora. ¿Cuáles son? Tener para vivir y estar tranquilo, pero no para volverse rico o famoso. De hecho, creo que los avatares del país logramos pasarlos porque éramos austeros. Yo gané mucho dinero, pero lo gasté en viajes a España. Una vez estuve allá seis meses, hasta me llevé el coche que tenía acá.
La familia de origen de Manolo, la que quedó en España, atravesó momentos muy duros. Su único hermano, que vivía en el campo, fue diagnosticado con Parkinson y falleció a los 40 años, dejando a su esposa viuda y a sus hijos pequeños. Manolo, consciente de la difícil situación que atravesaban sus parientes, viajaba a España siempre que podía para apoyar a su cuñada y sobrinos. Estos viajes no eran de placer, sino de compromiso familiar. “En esos tiempos no había WhatsApp ni celulares, y una carta tardaba semanas en llegar. Por eso, la única manera de estar presente era viajando”, explica.
Finalmente, Manolo, sus socios y descendientes se pusieron de acuerdo y decidieron vender el lugar. La inmobiliaria Bonillo fue la encargada de facilitar la operación. Así, la historia de City Hall llegó a su fin y sus luces se apagaron. Ahora, una constructora tiene planes de construir en ese sitio un nuevo edificio, marcando el cierre de una era y el inicio de otra.
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