Aquellos días que pasamos juntos: los pájaros parecen hablarme de ti
Tu lengua en mí es un hacer de fabulosa abundancia. Con ella, mis sueños, piel y palabras hurgan hormigueos en los acantilados de un paraíso. Horas sin retorno, sin perdón, sin vergüenza alguna. Los roces se provocan en friegas de amor absoluto, en espera de espera. Ajados de años de entendimiento y tránsito por el más hermoso vértigo de placer, vivimos cada instante intentando empuñar y poseer un deseo que solo pertenece a nuestra memoria. Ella, una y otra vez, nos insta a regresar a los prados de intuición innata: elemental, fundamental, indispensable. Alertas de desnudez o arropados de inviernos en las prórrogas del amor, olvidando la razón, descendemos por caminos que exhiben, porosos de humedales, al bello animal que nos habita. Eruditos de jala, nuestros besos extendidos por las horas de los días; carnosos y despechados de ley, se duermen noche tras noche, boca a boca, en el más hermoso de los abrazos, sin dejar espacio alguno para la duda.
Es como vivir debajo de un árbol frutal milenario. Al mirar hacia lo alto se ve un vergel de frutos. Ellos no son más que las presencias de nuestros años y remembranzas.
Es el mismo agrado de la vida que me despierta cada día contigo. A veces envueltos desnudos en gruesos y antiguos tejidos de cáñamo, en las orillas de arroyadas andinas al cobijo de ñires, apretados contra la paja seca del otoño como echaderas de liebres, o nidos de cóndor en el silencio azul y frío de la cordillera.
Y allí, en el abismo del abismo, cuando hasta el aliento parece tardío, caemos suavemente envueltos de lujurias, amándonos contra un árbol, descalzos de espinas pero iracundos de esperanzas, abarcando centímetro a centímetro nuestra piel de gasas, sedas y terciopelos de índigo. Más tarde, bebiendo el té de las verbenas de Cachi, apostados en las altas ramas del mismo árbol, mirando el horizonte callados de amor, con extrema prudencia de palabra, libamos de recuerdos, mientras el mundo pasa a nuestro lado. Negado a nuestros ojos.
Nunca son muchos los días que pasamos juntos y cuando quedo solo, tendido en los pastos del sur, con el frío sol del verano, ebrio de mí, las manos sobre el pecho como una momia egipcia, comienzo a escuchar los cantos: el pato vapor haciendo nido en la arena, el huala movedizo siempre enamorado, el Martín pescador en la rama mirando el veril, las ratoneras llamándose por lombrices y el búho blanco impecable de astucia y oráculos. Los pájaros todos, con sus atractivos encantos y discreción, parecen hablarme de ti. Solo así sé que no estoy solo, aunque sí lejano, distante de todo. Estoy bien, con la embriaguez de la soledad, sana, fuerte y enérgica. Briosa como la del puma que siempre busco por los bosques y las nieves y nunca veo. Se que él me mira pasar, cansado ya de mí, de mis pasos ruidosos y mi jadear de cuestas y montañas.
A la noche, envuelto en mi manta de castilla, mirando las estrellas, pienso en mis colores preferidos; el purpúreo antiguo del terciopelo, el índigo de África, el pajizo del hemp o el negro lustroso de mis botas. Son los mismos colores que visten nuestros días juntos, que se extienden en la distancia del tiempo, acunados en la gloria de un sentir heroico.
Y lo que parece confuso e intricado es tan solo la caricia del apego. La intimidad que se extiende entre nuestras individualidades y que convive libremente entre esta hermosa distancia y tus ojos castaños que amo.
Quizá será. Nunca permitir que la rutina, con su estar pegajoso de encumbrado hastío, usurpe nuestra libertad que siempre se rigió por el sol: de alba a alba. Juntos o solos.