Aquel olor a pan en su piel: encuentro en un palacio francés
Antes de salir me miré al espejo. Tenía cara de tedio, mi camisa blanca y blazer de terciopelo negro no lograban mejorar mi ánimo. Ir a una fiesta no es mi mejor ocupación. Pocas veces lo hago, pero era un compromiso inexcusable. Me quedaría una hora. A veces, en aquellos escenarios, hasta mis amigos mas queridos y respetados también abrazan aquellos rasgos fútiles que me producen apatía, desgano y blandura.
El confinamiento de la alegría en una reunión de muchas personas a veces me angustia, una fobia a aquella levedad que parece desenmascarar los atributos mas triviales de los presentes. Sí, sé que la vida necesita también de todo aquello, lo sé.
Al llegar a la puerta, una fila de personas esperaba para entrar. Allí estaba ella. Parecía nórdica, de piel muy blanca, ojos luminosos y la más bella nariz. Nunca vista. Estaba sola. Entró delante mío. Aprovechando el tumulto, me incliné apenas sobre su cuello y sentí olor a pan, a horno, a fermento de masa madre con dejo de humo de leño de manzano con almizcle.
No conocía aquella casa, un palacio francés de doble escalera; ella subió por la derecha, mientras se miraba en un espejo. Una enorme araña iluminaba tenuemente los escalones y su vestido índigo. Su luz, reflejos y porte eran intimidantes. En el descanso paré a mirar las gotas de cristales, opalinas y ornamentos de porcelana blanca encendidas de luz ámbar. Al llegar a la parte superior me detuve por última vez a mirarla desde la altura. Su belleza residía en su escala, falta de equilibrio, una afrenta a la prudencia, ponderaba la desproporción y lograba darle al hall un aire majestuoso.
Subí los últimos escalones con apuro. Quizás encontraría alguien con quien conversar, debía esmerarme. Si no, como tantas otras veces, quedaría somnoliento en un sillón, recitando vagamente a Poe o soñando con las montañas nevadas de mi sur, llenas de búhos blancos y silencio.
La noche -entre pesadas cortinas de terciopelo, enormes floreros de calas y cuadros de David Hockney- parecía mas prometedora de lo que había anticipado. Una señora corpulenta vestida de negro al lado de una ventana parecía un plumero, se reía a carcajadas con un señor que, parado, comía de un plato y esgrimía su tenedor como un director de orquesta. Deambulé por los salones y volví sobre mis pasos saludando a personas que no veía nunca, por falta de afición.
La encontré en un pasillo, caminaba osadamente y temeraria. Le pregunté por aquel perfume aristocrático que sentí en su cuello. Me tomó la mano y me la olió como si fuera una trufa; al dejarla caer me dijo: "Hueles a ajo". Sacó de su cartera una antología de poesía francesa y comenzamos a caminar. En el trayecto, tomé una botella de vino y dos copas. Ella se sujetó a mi brazo y fuimos directamente a la escalera. Nos sentamos allí, en el último escalón, desde donde se veía aquel bellísimo artefacto luminario.
Mientras ella me leía A la misteriosa, de Robert Desnos, comencé a tararear el allegretto de la Séptima sinfonía de Beethoven. Al escuchar la melodía sonrió y descendió un escalón, resbalando sobre sus nalgas, y al quedar yo más arriba, dispuso su torso entre mis piernas.
Descendimos uno a uno los descansos como en un tobogán, entre lecturas, algún beso y la mirada augusta de los invitados. Ya en el ultimo escalón, nos fuimos caminando por la noche temprana.
Ah, el deseo.... Nunca más le sentí el olor a pan. Era noruega, Gunbritt.