Aprender a bailar sola en el piso 69
Una cronista hace una excursión nocturna a The View, una disco silenciosa en las alturas londinenses
LONDRES.- Es una ciudad que no pide a gritos mirar para arriba: se necesitan distancia y alturas modestas, como las de un autobús doble. En los últimos años, el horizonte fue cambiando, haciendo crecer verticalmente a la ciudad vieja con la construcción de edificios apodados por los londinenses como "el Walkie Talkie" o "el Rallador de Queso". También está The Shard, orgullo de muchos, odiado por otros: tiene 306 metros y es el más alto del oeste de Europa. Polémico en su construcción, con muchas oficinas, departamentos vendidos en su mayoría a inversores extranjeros y un penthouse de 77 millones de dólares, yo lo miro desde la salida de la estación de London Bridge y pienso que ahí, en el piso 69, ya deben estar bailando silenciosamente cientos de personas.
Para llegar a la pista de baile recorro un pasillo atiborrado de mapas digitales y videos mostrando la historia de Londres a través de personajes históricos: reconozco pocos porque no hay tiempo para detenerse. El tiempo es dinero y ya estoy en el ascensor para llegar hasta The View, viajando a 6 metros por segundo con mis dos nuevas amigas: una es de Nueva Zelanda y la otra de Estados Unidos, vinieron solas porque lo leyeron en el diario. Un minuto después se abren las puertas y termina nuestra amistad. Recién las vuelvo a ver, bailando por separado, dos horas después, antes de irme.
Los abrigos los dejamos y, desacostumbrada ya a la confianza inglesa y entregada fielmente a la duda argentina, me sorprende que nadie los vaya a cuidar y que no haya un número con el que pueda hacer algún reclamo después. Parece que me hubiera olvidado de las reglas implícitas del país sin Constitución. Pensando que estoy perdida, un empleado de The Shard -todo el personal lleva una amplia sonrisa estilo Disney, pero en versión adulta- me lleva a la mesa donde se entregan los auriculares, gigantes y antiestéticos: "Así los prendés, así elegís qué escuchar y cuándo, y así los apagás cuando querés irte. Los devolvés cuando bajás". Simple.
Entrar a una discoteca es siempre un momento extraño, con esos segundos de duda, escaneo general y una pronta simulación de necesidad de baño o barra. Pero en este caso es incluso más raro: desde que mostré mi entrada en el teléfono en recepción hasta el momento en el que me encuentro en la discoteca pasaron aproximadamente cuatro minutos. No haber prendido los auriculares tampoco ayuda. Cuando corrijo mi error y empiezan a sonar canciones conocidas, entiendo todo: estoy en uno de los tres canales de audio y ahí al fondo, en una mesa compartida, está mi DJ del momento, el azul, al lado de la DJ verde y la DJ roja.
En 2013, en Glastonbury, había intentado probar el fenómeno de bailar en silencio entre un recital y otro, en una carpa llena de gente dormida, pero me pareció que nada le ganaba a la música en vivo que estaban tocando mientras yo escuchaba "clásicos latinos" al lado de un desconocido en su rave personal. La experiencia duró diez minutos. Ahora, en 2015, reincido sin multitud, a las 10 de la noche y en un lugar que más que una discoteca parece una oficina con vistas imponentes de la ciudad. Ahí está el río, puedo ver Greenwich, y del otro lado los puentes de Londres, las arterias de la ciudad llenas de autos, y las luces. Pero si miro mucho me desconcentro y la verdad es que Beyoncé no me inspira la contemplación. Ya vendrán otras canciones.
Hay más gente en las barras que bailando, asumo que a todos nos da un poco de vergüenza y me regocijo en la formalidad prealcohólica de los ingleses, pero pronto descubro que el piso 69 es circular para apreciar mejor las vistas: para eso pagan casi 60 dólares las miles de personas que suben a diario. La idea de pista de baile no existe, y quizás es un alivio. Me gusta descubrir que a medida que recorro el lugar hay otros seres: grupos aislados, en su mayoría de mujeres, tímidamente entregados a algún paso de baile y buscando aliados entre los otros bailarines. Dos chicas con auriculares de luz roja se miran, abrazan y gritan algo que no entiendo, porque yo soy fiel, hasta ahora, a DJ azul.
Nuestro affaire dura una media hora, cuando decido dejar el pop y el rock, y paso a los clásicos. Bailo con algunas personas sin mucho intercambio visual, las panorámicas ahí afuera son la excusa perfecta para evitar las miradas y, después de todo, esto es Inglaterra y no nos miramos tanto. Hasta que suena Bohemian Rapsody y ahí los que estamos unidos por un color bailamos no sólo porque a ésta la conocemos todos, sino porque Queen en las alturas suena distinto.
Paso por el baño y me sorprende ver que no hay cortinas porque no hay vecinos cerca: desde mi cubículo veo la ciudad como un lago espejado y mi propio reflejo. A medida que pasa el tiempo, no me parece tan raro estar entre personas que se mueven a distintos ritmos a mi alrededor y recorro los otros dos pisos que también están abiertos y llenos, a pesar del viento. Al lado, una pareja se saca los auriculares para poder hablar: no siempre lo virtual alcanza. Me reconforta pensar cómo se producen, milagrosamente, estos encuentros, flechas que atraviesan a algunas personas, en silencio. Cuando intento hacer lo mismo que ellos, de nuevo, y veo bailar a todos sin escuchar nada más que el ruido de los bartenders y los gritos desafinados de los demás, todo me vuelve a parecer una especie de fenómeno espástico poco estético. La clave es permanecer siempre a la escucha.
Minutos más tarde estoy de vuelta al ras del suelo, volviendo a casa con los ruidos de la ciudad como soundtrack. Desde el colectivo veo una luz roja en el cielo encapotado: mis amigos nuevos siguen construyendo la postal de la modernidad, cada uno a su ritmo, en el piso 69.
Paula Salischiker
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