Dejó Buenos Aires para vivir en La Pampa, donde encontró un refugio para el alma
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Ana Domenech solía cruzar la ciudad de punta a punta para estudiar en la Universidad Nacional de las Artes, aquel rincón de La Boca que exhalaba creatividad y desde donde soñaba despierta entre lienzos, pinceles y teorías plásticas que por momentos desafiaban un mundo ordinario rígido.
A su hogar en Olivos regresaba en el último tren de la noche, exhausta, pero dispuesta a volver a empezar a la mañana siguiente, donde regalaba sus horas a algún trabajo esporádico y al negocio familiar.
Con sus veinticortos, por aquel entonces y como la mayoría de los jóvenes, Ana salía a la deriva. En aquellos tiempos no todos tenían un celular, su madre se lo prestaba cada tanto, pero en el día a día, salir por la mañana significaba emprender un camino hacia una cierta rutina, pero sin tener nada demasiado seguro a una edad donde los planes surgen en el camino y los movimientos cambian con un gran margen de incertidumbre.
“Salía cada mañana y dejaba de estar en contacto con mi gente automáticamente. De alguna manera encarabas tu día y tu agenda con vos mismo”, recuerda. “En vez de los mensajes constantes con los amigos, cuando el día terminaba todos nos encontrábamos en nuestro bar del barrio a la noche. No hacía falta comunicarse, sabíamos que íbamos a estar ahí”, dice pensativa.
Así transcurrían para Ana aquellos días en una Buenos Aires que nunca descansaba en tiempos donde las fiestas electrónicas brotaban por doquier, así como las presentaciones, muestras de arte, los espacios multiculturales, que incluían una escena alternativa que brillaba allá, entre el 2000 al 2004.
Ana se movía al ritmo de aquel movimiento, con sus propias muestras, participaciones activas en revistas de cultura joven, exposiciones de cuadros que pintaba con pasión y que pronto denotaron un estilo propio y una búsqueda interna, que, sin imaginarlo, la llevaría hacia un destino inesperado y una convicción: “Siempre hay nuevos colores por formar”.
Una revelación y una alternativa a la crisis: ¿Acaso no es la migración interna una oportunidad para abrir nuevos horizontes?
Todo comenzó cierto día, cuando en su afán por explorar los rincones desconocidos de la Argentina, Ana decidió pasar una temporada de verano en un pueblo cordobés junto a una amiga de la facultad. Para su escapada de la ciudad, se adentraron en el campo cargadas de todo tipo de elementos para desarrollar su pasión por el arte: blocs, lienzos, cartones, óleos, acuarelas y tanto más que las pudieran ayudar a expresarse, a experimentar, eran muy jóvenes y en ellas vivía esa sed por descubrir su lugar en el universo artístico.
Aquella experiencia marcó un antes y después para Ana, que allí, en suelo cordobés, percibió a la ciudad de la furia como un espejismo lejano, casi ajeno a ese otro planeta que había surgido ante ella: “Esa experiencia en Salsipuedes nos hizo entender que había algo que también podía pasar por fuera de la ciudad, esa ciudad del ruido, y que uno podía generar cosas viviendo una vida más tranquila, pero por sobre todo (y se transformó en una de mis premisas), más enfocada”.
Fue así que algunos años pasaron, pero esa certeza permaneció viva en ella, una sensación que resurgió con fuerza cuando, en plena urbe porteña, se enamoró de un hombre pampeano con el que comenzó una historia de amor que sufrió sus metamorfosis a lo largo del tiempo, pero que a ella le trajo una seguridad plena de lo que ya había descubierto: Dios no atiende solo en Buenos Aires.
Ana miró a su alrededor, varios de sus amigos y conocidos, tras la crisis del corralito, habían optado por irse del país. Ella también lo había contemplado, sin embargo, ¿era esa la única salida? ¿Acaso no era la migración interna una oportunidad para abrir nuevos horizontes?
“Él venía y yo iba hasta que, finalmente, me dije: es por acá y me quedé”, rememora. “Y cuando llegó la maternidad, cada pieza de lo que me iba dando cuenta se terminó de acomodar. No tuve dudas como madre de que me quería desarrollar en un lugar más tranquilo. Cada cosita me fue llevando a entender que hoy decido estar en un lugar que me permita vivir un día a día más calmo”.
Vivir en La Pampa y la diferencia con las alarmas de la ciudad: “Ese estado de alerta acá no se vive, es un gran refugio para el alma”
El arribo definitivo a La Pampa, en el 2004, estuvo signado por la emoción de la novedad, algo que acompaña la forma de ser de Ana, una mujer siempre atenta a explorar lo diferente.
Con su pareja consolidada y una elección segura, en un principio Ana se dedicó a su maternidad con un agradecimiento infinito. Antes de su llegada y durante los meses iniciales, investigó la escena artística y fue con el paso del tiempo que descubrió que allí, en General Pico, La Pampa, había muchos jóvenes como ella, creativos y con ganas de generar, que iban y venían, pero, por sobre todo, apreciaban ese ritmo pausado del interior en su camino para crear: “Siendo yo una chica de ciudad, siento que esto es un gran refugio para el alma, para la mente, porque la verdad es que acá uno no vive ese tránsito loco a la vuelta de un día de trabajo fuerte”.
Y así fue que Ana pronto adoptó un ritmo de vida antes desconocido. A su alrededor le decían que vivían en una ciudad, pero desde el comienzo, ella habitó a General Pico como un pueblo grande, con ese pulso que respeta el horario de la siesta sin importar el día de la semana y que crea esa atmósfera extraña y pacífica los domingos, con todos los locales y supermercados cerrados.
“Todo eso provoca una dinámica distinta a lo que es una gran ciudad”, asegura Ana. “Ahora si me preguntás, es verdad que a veces se extraña, es práctico no tener que esperar a las cinco de la tarde para hacer una compra, pero después entendés que es parte de una dinámica, que, poniéndolo en la balanza, suma. Si en una ciudad donde todo pasa todo el tiempo 24/7 no hay digestión, bueno, acá sí”, sonríe.
“Tampoco se vive esa alerta de inseguridad, que en mis épocas de estudio lo vivía al volver de La Boca, estar siempre mirando para todos lados para ver si alguien te iba a manotear la cartera. Ese estado de alerta acá no se vive, entonces creo que la mente, el cuerpo y lo que uno va accionando a lo largo del día, lo toma con otra liviandad; si entrás el auto, si salís de tu casa, hay algo que, al no pasar, hace que uno viva de una forma mucho más tranquila”.
Aportar y alimentarse del ritmo de los lugareños, en un rincón donde el tiempo juega a favor: “Uno está más enfocado en lo profesional, ¡y en los vínculos también!”
Para Ana, las emociones que la atravesaron al comienzo nunca la abandonaron. Pico siempre se presentó ante ella como una fuente de posibilidades, un lienzo en blanco para explorar y hacer, para aportar al gran pueblo sus propias visiones y alimentarse del ritmo de los lugareños.
Ella nunca se aburre, es parte de su personalidad creativa, encuentra en cada rincón un proyecto y, si es necesario, se traslada: “Es parte necesaria de vivir acá, ser un poco hormiguita viajera, porque uno va a Buenos Aires a eventos, o a visitar a seres queridos, o debe atravesar a veces distancias más largas si desea irse de vacaciones”, dice.
En su camino de emprendedora, para Ana, General Pico jugó a su favor, en especial gracias al factor tiempo, más elástico, más a disposición, y sin las distracciones de una ciudad como Buenos Aires, que por momentos pareciera fagocitarlo.
“Uno está más enfocado en lo profesional, ¡y en los vínculos también!, hay mucho desarrollo social, de las amistades, y en especial mucha vida de club, entonces los niños, desde chicos, desarrollan muchos intereses propios con sus pares. Los clubes son muy importantes en el interior y como consecuencia la vida familiar es rica, se disfruta del crecimiento de los chicos”.
“Y en lo laboral, si bien es cierto que hay más limitaciones en cuanto a las oportunidades, lo que es interesante es que se producen recambios. Pasa que a los 18 los chicos en su mayoría se van a estudiar a ciudades grandes, pero una gran porción de ellos tarde o temprano vuelven cuando sienten que quieren encarar un proyecto y tienen que decidir qué estilo de vida quieren llevar. En los veinte años que llevo acá lo he visto y en ese proceso veo que llegan con nuevas ideas y aportes y eso hace que la comunidad se enriquezca y haya otro intercambio. Aunque, por supuesto, a veces hay resistencia a lo nuevo. Y debemos, en general, pensar que esta, como otras, son ciudades muy nuevas, tienen poco más de 100 años”.
Un mundo creativo y emprendedor expansivo: “No todo pasa por el radio donde uno camina; uno tiene que ir abriéndose puertas y ventanas”
Allá a lo lejos quedaron aquellos días en los cuales Ana debía atravesar la ciudad de Buenos Aires, una odisea que podía llevar horas, pero donde la creatividad aun así fluía y las puertas a la espontaneidad de la urbe siempre estaban abiertas.
Ella no reniega de la gran ciudad, de hecho vuelve seguido a su corazón para visitar a su hija, que nació en La Pampa y a sus 18 llegó a la capital para estudiar. Ella, tal vez, el día de mañana se transforme en esa nueva camada que regrese a La Pampa con ideas frescas, que enriquecen a una comunidad cada día más abierta y creativa, y donde su madre -Ana- supo ser precursora en muchos sentidos e invita todo aquel que quiera emprender en un entorno más tranquilo, a animarse a elegir otros puntos de Argentina, más allá de su capital.
“Mi perfil creativo me ha ayudado a desarrollarme en un montón de ámbitos, siempre desde el generar, que es algo que comparto para tal vez inspirar a quien quiere acercarse: al ser ciudades nuevas siempre hay algo que se necesita, que falta”, dice Ana, quien ha desarrollado su marca de diseño de indumentaria y textil, y desde su Taller A, generó un espacio creativo donde llegan grandes y chicos que pueden expresar su arte, pero por sobre todo explorar algo diferente dentro de su rutina. Asimismo, Ana pinta murales por encargo en la ciudad y cuadros, que la conectan con su mundo vasto interno que permanece inalterable en cuanto a su dosis de curiosidad, pero jamás cesa su movimiento.
“De mi experiencia aprendí que (y es algo que día a día le transmito a mis hijas) no todo pasa por el radio donde uno camina. Uno tiene que ir abriéndose puertas y ventanas, porque el mundo es expansivo y las oportunidades son expansivas. Más allá de haber nacido en un lugar, está bueno moverse, está bueno habilitarse a poder intercambiar sus conocimientos, sus vínculos en otros espacios. Es muy nutritivo y muy evolutivo”.
“Y que la magia que uno crea la puede generar en cualquier parte del mundo. Considero que todos somos como una hormiguita viajera, con un bagaje que tiene más que ver con el amor que uno puede brindar y la disposición que tenga con el otro”.
“Las oportunidades que van apareciendo a lo largo de la vida tienen que ver con la apertura ante la vida. El mayor aprendizaje en mi camino fue ese: estar abierto al cambio, a las posibilidades, desafiarse. Ir por más. Porque siempre hay más por conocer, para divertirse, para crecer. Siempre hay nuevos colores por formar”, concluye.
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