Por Emiliano Gullo
Apolinar Moldes posa de pie en su casa del barrio Arroyito, en Rosario. A su lado, también de pie, su mujer, Herminia Mendaña. Miran de frente a la cámara de un fotógrafo de la revista Gente. Cada uno sostiene un marco. Dos meses antes, el 5 de julio de 1977, cuatro ladrones se hicieron pasar por periodistas, entraron a la casa y saquearon su colección de pinturas valuada en más de medio millón de dólares. Detrás de la pareja de jubilados, decenas de marcos vacíos todavía cuelgan de las paredes.
Desde ese momento se desconoce el paradero de las 120 pinturas que le arrancaron al exmayordomo del Museo Juan Bautista Castagnino. La historia solo dirá que se trató de un grupo de tareas militares. Que la dictadura intentó culpar a Montoneros. Que, en términos cuantitativos, fue el mayor robo de obras de arte de la historia argentina. Que la policía recién intervino dos meses después del hecho. Que a los pocos años, una noche, aparecieron 10 lienzos de la colección robada tirados en el Parque Independencia. Pero nada dirá de los descendientes del coleccionista y del destino final de las pinturas.
¿Cómo un gallego llegado a principios de siglo, apenas alfabetizado, encuentra trabajo como encargado de mantenimiento en un museo y se transforma en un coleccionista de arte sin pagar un peso? Pero que, además, ya jubilado, mantiene su colección millonaria colgada en las paredes de su casa hasta que se la roban y nunca más aparece.
Escucho la historia en el Centro Cultural Parque España, a pocos metros del río Paraná.
Llegué hace dos días para escribir una crónica sobre Rosario. Hasta que conocí la vida de Moldes estaba decidido a calzarme una remera de Rosario Central y pasear por los barrios de Newell’s, y al revés. Quería retratar la ciudad a partir de un antagonismo famoso por su ferocidad y que atraviesa todo el tejido social, cultural y político. "Te van a matar"; la advertencia titilaba, muda, en el aire. Moldes aparecía como el reverso de la elocuencia. El reverso del gran relato. Inmigración europea, ascenso social, capital simbólico: Rosario sin diluir. Todo en un solo nombre. Apolinar Moldes.
Un día de invierno de 1977, cuatro ladrones se hicieron pasar por periodistas y le robaron 120 obras al exmayordomo del Museo Castagnino de Rosario. La mitad de su colección privada.
Pablo Montini, historiador y autor del único texto sobre Moldes, presenta la vida del coleccionista mechada en una serie de relatos que expone sobre la historia del arte de Rosario. Escribió sobre él hace solo unos años para una exposición local. Pero nunca logró determinar el destino final de los cuadros. Y, llamativamente, tampoco recuerda detalles de su investigación.
–Me faltó el final. Pude reconstruir algunas cosas, pero no sé dónde terminaron las pinturas.
–¿Tendrás algún contacto o información que te haya quedado?
–No, nada. Solo te puedo dar el libro donde está la publicación. Pero mejor cambiá de tema. Hay otras cosas más interesantes en Rosario.
El escrito de Montini es, más que nada, apenas la presentación del tema; un vuelo en altura, un viaje en dron por la vida de Moldes. Antes de terminar la charla, Montini deja caer solo un dato. "Mendoza y Alvear: en algún momento, vivía un descendiente en esa zona".
Diciembre de 1968. el mayordomo Apolinar Moldes cierra por última vez la puerta del Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Había empezado a trabajar en diciembre de 1937, el mismo día de la apertura. Al principio se encargaba de tareas menores. En 1946, Rafael Ponce, el primer mayordomo, le cedió el puesto al frente de mantenimiento. Moldes se mudó un tiempo a la casa interna del Castagnino, que funcionaba donde hoy se encuentran las oficinas de administración. Algunos dirán que Ponce también le regaló pinturas. Que lo inició en la obsesión del coleccionista. Lo cierto es que después de mantener las instalaciones, de montar y desmontar cientos de muestras, de recibir a los artistas, el mayordomo Moldes deja de trabajar. Tiene 64 años, dos hijos, una casa, y más de medio millón de dólares en pinturas. Las 240 obras de su colección privada se apelmazan en los tres ambientes de Humberto Primo 1414, donde vive desde que llegó de El Barco de Valdeorras, Galicia.
En ese pueblito se quedaron sus cuatro hermanos. Nunca más los volvería a ver. Lo más cerca que estuvo fue a fines de los años 30, cuando junto a Herminia se subieron a un transatlántico. Tardaron un mes en llegar a las costas gallegas y ahí, justo cuando estaban a punto de descender, el comandante tuvo que regresar ante la convocatoria de la leva militar activada por las autoridades republicanas.
¿Cómo un gallego llegado a principios de siglo, apenas alfabetizado, encuentra trabajo como encargado de mantenimiento en un museo y se transforma en un coleccionista de arte sin pagar un peso?
Obsesivo, meticuloso, disciplinado, cordial. Los artistas estrella de Rosario se fascinaban con la figura de Moldes. Vanzo. Couchet. Pedrotti. Ouvrard. Berni. Todos le regalaron algunos de sus trabajos en gratitud a la dedicación y el cuidado con los que trataba sus obras. Las colecciones suelen representar períodos. Se organizan con un sentido. Los coleccionistas cuidan la cohesión de sus obras como un laboratorio cuida la asepsia. La colección de Moldes creció caótica y desmedidamente como una enredadera.
Casi 40 años después, la información que circula sobre Apolinar Moldes, el mayordomo que se transformó en un millonario de obras de arte, se agota en un cruce agitado de autos y peatones en un barrio céntrico de Rosario. Estoy en el cruce de Mendoza y Alvear, acabo de poner en juego el único dato que tengo.
En una esquina, una panadería. "No, ¿Moldes decís? No tengo idea". En la otra esquina, otra panadería. No. La otra, una compañía de seguros. No. Una casa. Un departamento. Otra casa.
No
No
No
Voy a desistir. Pienso que será mejor buscar en Google a ver si aparece algún pariente lejano. Mejor busco en alguna red social. Mejor en alguna aplicación que haya suplantado el directorio telefónico. Sí, voy a hacer eso. Escapo. Camino dos cuadras. Pienso de pronto en la magia del último tiro. Vuelvo. Aquella casa apretada entre edificios. Es vieja. Puede ser de los años 60, cuando Moldes hizo la primera y única exhibición de su colección en el Museo Castagnino y sumó capital simbólico al capital artístico que ya tenía.
Coleccionistas de todo el país quisieron comprarle las obras. La leyenda cuenta que no había billete ni moneda que separara al gallego de sus cuadros. Solo vendió dos pinturas y fue para costear los casamientos de su hijo, primero, y de su hija, después. A su muerte, sus descendientes serían más permeables al metal.
El timbre.
Timbre
Timbre
Timbre
Cero. Fin. Por suerte existe internet. El sol pega fuerte. Cruzo a la vereda de la sombra. Lo hago mal, casi por la mitad de la cuadra. Antes de llegar a la esquina de la compañía de seguros, la curiosidad me tuerce el cuello. El portero eléctrico de un edificio tiene números y palabras. Apellidos. Es extraño. En Rosario, como en la mayoría de las ciudades argentinas, los edificios no tienen información de las personas en los timbres. Subo una breve escalera. Acerco la vista y estiro el dedo con extrañeza y lentitud. El piso número 9 de la calle Mendoza 2318 dice en letras mayúsculas: "MOLDES".
–¿Es algo del Moldes coleccionista?
–Sí, soy la nuera de Don Apolinar.
"Don Apolinar": Libia lo va a llamar así los 20 minutos que hable conmigo a través del portero eléctrico. Recién me va a dejar entrar en su casa al otro día, cuando me contacte con su hijo Marcelo y me muestre los retazos que quedan de la colección Moldes.
Acá, en este living de tres metros por cinco donde Marcelo cuenta la historia de su abuelo, el único lugar para poner más cuadros es el piso. Las 10 pinturas que cubren las paredes no dejan espacio ni para colgar una campera. Hay lienzos de Vanzo –el artista más cercano a Moldes–, Pedrotti, Giacaglia, Couchet, algunos de los pintores más importantes de la plástica rosarina del siglo pasado.
Los dos cuadros de Ludueña y Supisiche, clavados en este mismo living, fueron los elegidos en 1967 para abrir el catálogo de la única exhibición de las obras de Moldes.
Obsesivo, meticuloso, disciplinado, cordial. Los artistas estrella de Rosario se fascinaban con la figura de Moldes. Vanzo. Couchet. Pedrotti. Ouvrard. Berni. Todos le regalaron algunos de sus trabajos en gratitud a la dedicación y el cuidado de sus obras.
El resto de la colección que conservan Marcelo y su madre aparece en cualquier rincón de este departamento. En las paredes del living, en las paredes de las habitaciones, en las paredes del pasillo, detrás de los muebles, detrás de los armarios, dentro de los armarios.
Este departamento de 97 metros cuadrados está hecho de aceite y acuarelas, de telas y marcos. Marcelo es profesor de gimnasia. Trabaja en dos colegios y, como su abuelo, tiene un departamento, dos hijos, y un importante patrimonio artístico. Aunque a diferencia de Don Apolinar, de a poco lo fue desarmando. Llegó a tener entre 50 y 60 obras. Hoy le queda la mitad. "A mí no me gusta vender las pinturas de mi abuelo. A veces lo tuve que hacer por cuestiones muy puntuales. Como esta casa, que para comprarla vendí cinco cuadros y puse algo de plata encima. Por lo general, trabajé con una casa de subastas de Buenos Aires; un par de veces también me compraron de colecciones privadas".
En 2006 se fue la joya de la corona. "Criollos", un grabado de Antonio Berni que él mismo le regaló a Don Apolinar, fue adquirido por Martín Saráchaga, uno de los revendedores de obras más grandes de la Argentina. Marcelo cuenta que, a cambio de $25.000 –poco más de US$8000 en esa época–, le entregó el cuadro más valioso de su colección.
Llamativamente, Saráchaga jura que no tocó nada de lo que perteneció a Moldes. "No tuvimos nada de esa colección", responde el comerciante por mail. Sin embargo, en internet se encuentran fácilmente más rastros, que el subastador se empeña en borrar. "Composición abstracta", de Juan Del Prete, óleo sobre cartón, firmado por el autor en 1959, figura como subastado la noche número 1 del lote 106. Lo mismo sucede con el cuadro de Juan Grela. Su "Paisaje", de 1954, también está firmado, pero con una dedicatoria especial: "Con afecto, a Moldes". Aparece subastado la noche número 3 en el lote 417. Ambas descripciones informan: "Excolección Apolinar Moldes". Marcelo asegura que vendió mucho más. Todas a esa casa y dos a un arreglador de marcos de las calles Salta y Oroño. A privados de manera directa, le vendió solo a una mujer, hace algunos años. Se fue de su departamento con tres obras bajo el brazo.
En 2006 "Criollos", un grabado de Antonio Berni que él mismo le regaló a Don Apolinar, fue adquirido por Martín Saráchaga, uno de los revendedores de obras más grandes de la Argentina.
Consigo su teléfono y al salir del departamento la llamo. Ella prefiere que no dé su nombre, pero recuerda que Marcelo y su madre le quisieron vender todo. "Me recibieron con una gran comida y mucha bebida. Les compramos tres cuadros, pero querían que nos lleváramos todo". Sería la última vez que se venderían cuadros en el departamento de la calle Mendoza. Marcelo la recuerda como una mujer joven y culta que vino con su padre porque "era el que sabía de arte".
–¿De dónde sacaron tantas pinturas para vender?
–Es que recuperamos más obras. Mi abuelo las recuperó casi todas y las volvió a enmarcar en sus marcos originales.
Los mismos marcos que fueron tajeados y vaciados por los delincuentes cuando se llevaron las 120 pinturas la mañana del 5 de julio de 1977. Ese día, solo sobrevivieron las que estaban dedicadas de puño y letra a Apolinar Moldes. Cuatro personas llegaron hasta la casa del barrio de Arroyito. Tocaron a la puerta y se presentaron como periodistas de una revista de Buenos Aires. Moldes tenía fama de ser amable y generoso para enseñar su tesoro a cualquier desconocido que se acercara. Las paredes de Humberto Primo 1414, de cuatro metros de altura, estaban forradas en obras, desde el piso al techo. Una vez adentro, encañonaron a Apolinar. Uno se llevó a Herminia a la cocina y el resto dio inicio a la minuciosa tarea de recortar 120 telas de los mejores cuadros de la casa.
En silencio, Apolinar Moldes comenzó a reconstruir su colección luego del gran robo. Según la familia, el 90% de las pinturas aparecieron extrañamente. Primero, en el Parque Independencia. Después, en el Parque Urquiza. Y, por último, en un descampado cerca del Aeropuerto. La prensa de la época remarca el "profesionalismo de los ladrones". Entonces ¿por qué unos delincuentes que arman un operativo de inteligencia, detectan los cuadros y hacen una detenida selección para llevarse los mejores, terminan desechando el botín como si fuera basura?
Marcelo sale rápido de la respuesta. Jura que a Apolinar lo ayudaron mucho. Que los delincuentes se sintieron rodeados por los investigadores y tuvieron que desentenderse del lío.
En San Nicolás, provincia de Buenos Aires, vive su tía, la única hija viva del mayordomo. De ella dice que recibió menos herencia de Don Apolinar porque su voracidad comercial era demasiado evidente. De sus 40 obras cree que le quedan pocas o ninguna. "Las fue liquidando para mantener su nivel de vida, sus viajes, sus gustos y sus excentricidades".
En silencio, Apolinar Moldes comenzó a reconstruir su colección luego del gran robo. Según la familia, el 90% de las pinturas aparecieron extrañamente.
A 750 metros del departamento, Apolinar Moldes. Está solo y esta vez no mira a la cámara. Desvía la vista hacia el ángulo inferior izquierdo. Saco gris, camisa blanca, corbata azul. Manos en el bolsillo. Está hecho al óleo y sobre tela. Mide 80x60 centímetros. Su autor, Jacinto Castillo, lo fechó y firmó en 1960. La familia lo donó en 2013 al Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Fue el único regalo que hizo. La obra no está en exhibición, pero Juliana, una especialista del museo, la rescata del depósito como un favor y la lleva al taller, ubicado sobre el ala derecha de la galería de planta baja. Juliana explica que "Retrato de Apolinar Moldes" no está colgada porque se va rotando la colección de acuerdo con criterios plásticos, para que tengan una determinada coherencia.
Sin el film que lo cubre por protección, Moldes vuelve al mirar su museo. En rigor, se encuentra en el taller, alguna vez prometido como sala de exposición para su amigo Alberto Pedrotti. Los empleados de seguridad dicen que desde hace años de noche se escuchan ruidos extraños en el taller y los pisos altos. Alguna vez suena el piano. Otras, el chirrido de las patas metálicas contra el piso. Aseguran que es el espíritu de Pedrotti que vaga furioso por no haber recibido la sala para mostrar su legado artístico.
De las 240 pinturas de la colección Moldes, la única a la que el público tiene acceso –eventualmente– es a la del propio Moldes retratado por Castillo. "Moldes constituye un ejemplo de la peculiar y sui generis simbiosis entre el hombre y la función que, cuando se logra felizmente, no se concibe una cosa sin la otra", escribió en 1966 Pedro Sinopoli, entonces director del museo. Hoy, después del saqueo en los años 70, Apolinar Moldes, el millonario que vivió como mayordomo, espera la próxima exposición pintado al óleo.