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Habían pasado unas pocas semanas luego de su muerte. Guardián y de mal carácter -no le gustaba que lo tocaran por sorpresa y gruñía cuando recibía caricias-, había convivido con la familia durante varios años. Fiel como pocos, supo alertar sobre el robo a un vecino y su ladrido hizo que los ladrones abortaran la misión cuando los curiosos se asomaron a la puerta para ver qué pasaba.
Aunque de aquel episodio había salido airoso, años más tarde se enfrentó a unos ladrones cuando ingresaron a su propia casa. Pero lamentablemente unos trozos de comida envenenada que los malhechores habían dejado a su alcance, terminaron con su vida. Duby, un perro mestizo mediano negro y oro, murió luego de varios días de agonía.
Una vida de perros
Desde pequeño, Silvio Pluda había convivido con perros. Como con Solo,que había estado a su lado más de quince años. Lo acompañaba por la mañana, cuando entraba a clases en el colegio secundario y, ya cerca del horario de salida, aparecía en el mismo lugar donde había dejado a su humano. Y volvían juntos a casa.
Después llegó Mingo, un perrito rescatado de cachorro, flaquito y muy callejero. “A la mañana temprano le preparaba un desayuno de unos manojos de comida y salía por algún espacio de la reja a la calle. Se quedaba dando vueltas siempre por el barrio. Todos los vecinos lo identificaban, saludaban y acariciaban, mimos que Mingo recibía con agrado. Por la tardecita enfilaba para mi casa y esperaba su cena y se acomodaba en su cucha hasta el día siguiente”.
“Si entra, se queda”
Esa noche, pocos meses después de haber despedido a Duby, cuando regresaba a casa, reconoció, a lo lejos, la figura indistinguible de un perro que lo esperaba en la vereda. Estaba sentado y miraba fijo al interior de la casa. “Detuve el auto, llamé a mi familia y dije: si abro el portón y entra, se queda. Acto seguido, abrí el portón. El perro entró, recorrió todo el jardín y se acostó donde lo hacía mi amigo anterior”
No era cachorro, el veterinario dijo que debería tener unos siete meses de edad. Estaba en buen estado a pesar de su delgadez, que era notoria. Silvio publicó su imagen durante varios días en las páginas de búsqueda de animales perdidos. Solo recibió una respuesta de alguien que lo había visto semanas antes rondando la estación Hurlingham del tren San Martín.
Desde ese momento, Chicho, como lo bautizaron, pasó a formar parte de la familia. Nunca entró a la casa a pesar de haberle pedido que lo hiciera. Simplemente se asoma hasta el umbral de la puerta. “Nunca logramos que entre, ni siquiera los días de calor sofocante para que disfrute el aire acondicionado”.
Es un perro activo y curioso sin duda alguna. Se ha comido mangueras de riego de caucho, su propio collar, medias de todo tipo y color -son sus preferidas, especialmente las nuevas-, algún pullover dejado en el lavadero, su chapita identificatoria plástica, cuanta rama y hojas caen de un árbol y hasta su propia frazada. “Lo único que no ha mordido es su camita, que disfruta de muy buena manera, de día cuando la ponemos al sol, de noche en el lavadero de casa”.
Jardinero, pintor y corredor profesional
De acuerdo a la actividad que haga a lo largo del día, Chicho recibe diferentes apodos. El Chicho jardinero llega cuando decide hacer pozos, comerse las plantas, tirarse a dormir sobre las pocas que quedan y destruir todo lo que se encuentra a tiro de su hocico. “¡Pero es tan simpático que después de unas cuantas quejas a los gritos, se gana las caricias de todos!”.
Chicho pintor se presentó cuando Silvio contrató a un profesional para pintar las paredes del parque en casa. El señor procedió pacientemente a encintar todo un zócalo a lo largo. Lo iba pintado de un color distinto al resto de la pared. Luego de la primera mano de pintura, al día siguiente, el parque amaneció con toda la cinta de enmascarar esparcida en el jardín (la que no se había comido), que Chicho minuciosamente se había encargado de despegar una por una. “Con los retos de rigor, bajó la cabeza como un niño que recibe los reproches de su madre y, una vez terminados los regaños, salió corriendo a buscar su juguete preferido, los dejó a mis pies, para que yo se lo arrojara y él pudiera buscarlo a las corridas”.
Un día típico comienza a las seis de la mañana, cuando empieza ansioso a saltar y dar vueltas a las carreras anticipando la llegada de su paseador. Luego del paseo matinal con sus amigos, revoloteando sobre cada uno de ellos, a la vuelta, cerca de las ocho espera el desayuno.
Entrada la mañana, luego del saludo que brinda a cada uno de los humanos exigiendo mimos y caricias, mediante mordidas de las zapatillas o sentadas cortando el paso, se echa plácido a dormir bajo el sol sobre algunos de los pozos excavados en el jardín o en su cama. O busca a Juana -la gata veterana que también vive en la casa- para divertirse. “Ella ya no sabe qué hacer para ahuyentarlo, ya que Chicho no hace caso a los golpes y arañazos que recibe buscando hacerla partícipe de sus juegos”.
Por la tarde, comienza con ladridos y rasguños a la puerta el reclamo de su paseo obligatorio antes del anochecer. “Cuando salimos a pasear siempre está dispuesto a la carrera y a pelearse reja de por medio con los otros perros. Después corre como quien sale de una travesura haciendo enojar a la gilada que está encerrada. Nos busca, cuando nos sentamos se acurruca entre quien esté sentado obligándolo a ofrecer mismos y caricias, tiene energía como para correr hasta la luna y volver, tomar agua y realizar otro nuevo viaje”. Después la cena y antes de ir a dormir, empieza a acercar sus juguetes buscando quien participe. “Hoy Chicho nos cubre de mimos, jamás creí que un perro pudiera buscar tantos mimos y caricias. Lo amamos con infinita locura, por sus travesuras, por su increíble energía y por supuesto, porque es parte de la familia”.
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