Antonio Russo de profesión, músico
Célebre como director de coros, su nombre gana peso también como compositor.
Sin obertura, como en la ópera moderna, inicio la conversación con Antonio Russo.
-Si pudiera usted hablar ahora con un músico de cualquier época, ¿con quien querría hacerlo?
-Concédame tres, por orden: Monteverdi, Bach y Mozart, si no es mucho pedir...
-¿Por qué Monteverdi?
-Porque podría aprender mucho. Además, es un enigma que una sola mente haya podido albergar un alma tan grande. No olvido que Bach pudo aprender mucho de otros grandes creadores. Pero. ¿de quién aprendió Monteverdi? Da la imagen del genio universal, como Leonardo, que abre rumbos a los demás. Todo se le debe: en armonía, clima dramático, equilibrio, riqueza de expresión anímica.
-Nada de lo humano le era extraño y en todo dejó su marca...
-Eso: era también un psicólogo.
-¿Y la orquesta?
-No la olvido. En verdad, él inventó la orquesta. Antes de él, había reuniones de instrumentos más o menos logradas, pero no orquestas.
Y mucho más argumenta Antonio Russo para ratificar mi sentimiento y convicción muy antiguos. Para sacudir su imaginación, busco un punto más sensible y personal: ¿qué ópera preferiría haber compuesto, El barbero de Sevilla o Aída?
-Así no vale; estamos ahora tan lejos de poder hacerlo...
Y así, junto a su piano, entramos en tema muy rápido. Antonio María Russo quiso ser pianista y compositor. Un accidente exigió que le aplicaran en la mano izquierda 23 puntadas: adiós al concertista. Pero pudo acompañar coros y se capacitó para dirigirlos. "Esa labor me tomó mucho tiempo, quizá demasiado."
-¿Lo lamenta?
-Dije demasiado porque me impidió componer cuanto quería. Lo hice desde joven. Por ejemplo, una misa para órgano y coro, una toccata para piano... Pero escribir música no alimenta a una familia. Por eso hice carrera en el trabajo coral. Con el Coro Bach, los dos de la Wagneriana, por fin el del Colón, con el que presenté el Requiem de Verdi, el de Dvorak, el Magnificat de Bach. En cambio, varios oratorios de Haendel, el Requiem de guerra de Britten, la Misa glagolítica de Janacek y la Cantata profana de Bartok, los oratorios Elías y Paulus, de Mendelssohn, son de mi época con la Wagneriana, sin contar lo que preparé con el de Cámara de esta entidad.
-¿Dejó por entonces de componer?
-No, por cierto: escribí obras instrumentales de cámara, un quinteto, un trío, dos tangos para gran orquesta, piezas para marimba, para cuerdas, para timbales, y... algo que nacerá en 1999, un Magnificat para el Coro Nacional de Jóvenes.
-Entretanto, dirigió orquestas y hasta óperas. ¿Las compuso o compone?
-Confieso que la composición de óperas me atrae, pero es muy ardua la representación. Por eso, no es la ópera, ahora, mi primera prioridad.
cido en Italia y arraigado aquí, ¿percibe cierto vacío del público hacia la música argentina?
-Más que vacío, se sufre -lo sufre el mismo público- una falta de conciencia artística nacional. Pesa demasiado el fuerte aporte español, italiano, árabe, hasta francés o judío, que dificultan reconocer lo propio.
-Tiene usted una receta nacionalista?
-¡Cuidado con el nacionalismo superficial! El amor a lo propio ha de ser genuino...
-...como el de José Hernández, que usaba levita y no poncho, porque lo nacional lo llevaba adentro y no en la ropa. ¿Qué debemos hacer que no hayamos hecho los argentinos?
-Siento que debemos fructificar nuestra herencia, toda ella.
-¿Conocemos lo argentino? ¿En qué consiste serlo?
-Conocemos bien nuestros defectos, pero no las virtudes. Heredamos de todos, pero no sabemos definirnos.
Dialogamos sin grabador, al correr de las ideas. Antonio Russo no altera velocidad ni tono. A veces mira a lo lejos, como entreviendo una definición más clara, que siempre consigue. Cuando enumera, nunca tiene preparada la nómina, y vuelve atrás para intercalar.
-Aunque usted llegó a ser director de coro sin buscarlo, eso no ocurrió con la dirección de orquesta, que tomó años después...
-Es cierto. Pero el paso fue natural. Aunque uno se deleite con el canto, acaba por buscar la riqueza instrumental, inmensa en la orquesta.
Y así repasa el comienzo, en 1976, con El martirio de San Sebastián, de Debussy, y enseguida I Masnadieri, seguido por Il trovatore, Rigoletto y La traviata, todas de Verdi, en el Argentino de la Plata; La flauta mágica, El barbero de Sevilla y la valiente empresa de Celos, aun del aire matan, del español Hidalgo con texto de Calderón de la Barca y régie de Ariel Blanco, que había refundido y ampliado el recordado Pedro Sáenz. Y las dos obras del suizo Frank Martin: el Requiem y Gólgota.
-Pero olvido algún trabajo, aunque no sea remoto.
-¿Algo quiso hacer que no hizo?
-Una Aída, un Otello... Sin alguna de ellas, resultamos incompletos.
Por sugestión de monseñor Héctor Aguer, surgió recientemente una misa del maestro Russo, que ya había iniciado su labor autoral con una obra de ese género. La génesis de una obra puede ser, o no, explicada por el autor.
-Es sabido que creamos obras apoyados en nuestra personal afinidad, y en mi caso respondo como un arquitecto que amara trazar puentes. Una misa es un puente que apunta a cruzar hacia lo trascendente, lo que supera nuestra vida cotidiana, manejada por el reloj y las tareas de corto alcance. Es un puente y no sólo cuatro paredes y techo. Toda obra similar da la medida de nuestra capacidad, aleja de la rutina diaria. Por algo Beethoven, al mismo tiempo que la Novena Sinfonía, creó la Misa Solemne. Las veo como dos puentes.
-¿Y usted quedó conforme con el suyo?
-Uno puede quedar conforme con una canción, si está bien hecha. Una sinfonía, una misa, una ópera, son algo muy complejo y ambicioso, donde cualquier error del creador se agiganta, desborda.
-¿Cómo ve usted el porvenir de la música?
-Nunca el porvenir es claro, y menos ahora. Pero aventuro que la necesidad interior de belleza y de amor, que pese a todo está en el fondo de nuestra alma, han de predominar. Esto no significa que desaparezca ni disminuya la necesidad de inventar y modificar, que también está en ese fondo. El combate entre la costumbre y la invención no ha de terminar nunca, esperemos. Lo contrario sería la tumba de la inteligencia.
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