Antídotos contra la soledad
Cuando se enciende el celular, se apagan el mundo y las personas. Esta afirmación del sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), lúcido e inspirado crítico de la sociedad globalizada, explica una de las causas centrales de la epidemia de soledad, dolencia típica de este siglo. En la era de la hiperconexión, cuando a través de las redes sociales se expande la ilusión de tener decenas o centenares de amigos y de pertenecer a diversos grupos y comunidades, cada vez más gente está o se siente sola. Conexión virtual, soledad real. Y quizás esa extendida sensación de ser un astronauta extraviado en el espacio infinito, lejos de la nave madre y de todo otro humano, sea la que impulsa a tantos a una desesperada necesidad de exhibirse en las redes, de mostrar sin filtro y sin pudor hasta el último e insignificante acto de la propia vida (en dónde estoy, qué hago, qué como, qué compro, mi perro, mi gato, mi ropa, etcétera). La vida por un me gusta, por un comentario, por una respuesta, por un certificado de existencia.
A mayor alienación en un mundo donde todos corren, aun sin saber a dónde ni para qué, en el que lo urgente remplaza a lo importante y el otro suele ser un estorbo, ocurre lo que dice el sociólogo alemán Hartmut Rosa, autor de Alienación y aceleración. La persona llama y el mundo no responde. La voz que pide por el otro clama en el vacío. A su vez, Ferdinand Ebner (1882-1931), maestro de escuela y filósofo austríaco, sostenía que toda palabra es respuesta, pide respuesta. Cuando no la hay, el otro es abandonado. Pero respuesta es también, y principalmente, presencia. No se responde a la distancia, no se responde sin la mirada, sin el sonido de la voz, sin el cuerpo. Etimológicamente, respuesta significa reiterar la promesa. Es decir, mantener un compromiso. No ausentarse, no abandonar, no desaparecer.
Cuando se pierde la mediación social de la palabra, el huevo de la soledad encuentra su nido propicio.
Es significativo, ante esto, que incluso en plena adicción masiva a la conexión y a las redes, se vaya convirtiendo en costumbre no responder a mensajes y llamados (sea en el plano personal, como en el laboral o profesional). Conectadas y absortas, encapsuladas en sí mismas, las personas no solo se aíslan, sino que abandonan al otro. La epidemia de soledad no proviene de un virus, no se genera desde afuera, es una patología de las relaciones humanas. La soledad es el abandono de los unos a los otros y viceversa. Cuando se pierde la mediación social de la palabra, esa gran articuladora de los vínculos, esa constructora de puentes que nos permiten salir del ensimismamiento angustioso e ir al encuentro de un prójimo (o sea un próximo), el huevo de la soledad encuentra su nido propicio. Y se propaga. En diciembre de 2018, la entonces primera ministra de Gran Bretaña, Theresa May, anunció la creación del Ministerio de la Soledad, que incluso entrena a brigadas de bomberos para actuar socorriendo a personas en condiciones de soledad extrema. En Japón y otros lugares es posible alquilar un amigo por unos días, o solo para sacarse una foto con él, y en ciertos lugares de España, y otros países, se convoca a bailes de abrazos, con el solo fin de tener contacto real con alguien real. Son apenas algunos recursos extremos contra la epidemia. Existen muchos más, desconocidos, no publicados, a los que cada uno apela cuando se siente náufrago social. Hay soledades necesarias, elegidas, terapéuticas, reparadoras, balsámicas para el alma. Pero no son la epidémica. Esta es dolorosa y padecida. Acaso la epidemia amaine en la medida en que se recuperen habilidades sociales, capacidades de encuentro, interés real por el otro, disponibilidad para la escucha, cuando se recobre tiempo para la construcción artesanal de vínculos reales que remplacen a los contactos ilusorios, virtuales y fugaces. Cuando una mirada se dirija a otra mirada y no a una pantalla y una palabra responda a otra palabra.