Al igual que lo hizo el padre Pedro Opeka en Madagascar, un joven santafesino busca sacar a todo un pueblo bonaerense de la pobreza sin caer en la “trampa” del asistencialismo.
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En las profundidades de Lima, Zárate, donde el asfalto se vuelve tierra y las chacras de fin de semana conviven con la extrema carencia de los ranchos, funciona Akamasoa Argentina, un proyecto desplegado sobre seis hectáreas de campo abierto que busca crear una urbanización nueva y sin pobreza, con una modalidad sin precedentes en el país.
Desde temprano, mientras el sol termina de derretir la escarcha del pasto, un grupo de vecinos cava los hoyos donde se colocarán los postes del alambrado de las futuras casas y algunas mujeres preparan la tierra de la huerta comunitaria. A primera vista, se ven asentadas las bases de lo que en los próximos años será un nuevo pueblo, aunque es difícil de entender cómo se logrará.
El proyecto de Akamasoa Argentina es tan amplio que resulta difícil de comparar con otras organizaciones sin fines de lucro del país. Gastón Vigo Gasparotti, su fundador, lo define como una organización humanitaria que busca abarcar toda la vida de las personas sin caer en la “trampa” del asistencialismo.
En el predio ya hay un jardín de infantes, un secundario para adultos, salas de apoyo escolar y una pequeña sala médica, todos ubicados en las viejas caballerizas y las casas de los peones de los anteriores dueños del terreno. Pero esto es solo el inicio: se espera que con el paso del tiempo el lugar llegue a tener su propio centro de atención primaria, su propias viviendas y hasta, incluso, su propia universidad. Este proyecto con nombre de origen malgache es la versión nacional -y reducida- de la obra que el padre argentino Pedro Opeka realiza en Madagascar desde hace 31 años, por el cual está nominado al Premio Nobel de la Paz de este año. Desde 1989, cuando Opeka fundó Akamasoa, su obra ha ayudado a sacar de la pobreza extrema a un aproximado de 30.000 personas.
“Acá, al igual que en Madagascar, Akamasoa va contracorriente. Mientras el sistema le dice a la gente «ustedes quédense tranquilos, no hagan mas nada, les damos un plan social», nosotros les decimos «soltalo, eso es una morfina, te está aniquilando el espíritu»”, señala Vigo Gasparotti, mientras camina en dirección a las huertas hidropónicas. En esta temporada, se está cosechando lechuga, unos 6000 kg por mes.
En total son 48 familias, un aproximado de 300 personas, las que están involucradas con la organización. Por obligación, todos los mayores de edad que no han terminado el secundario deben hacerlo para ser parte del proyecto. El predio cuenta con un secundario de adultos aprobado por el Ministerio de Educación de la Nación. También deben trabajar algunas horas en los distintos trabajos que conviven en el predio -huerta hidropónica, huerta clásica, fábrica de velas, comedor-. Algunas mujeres también son ayudantes de las maestras voluntarias del jardín de infantes Montessori que funciona dentro del terreno.
Lo llamativo es que a nadie se le paga un salario por su labor, sino que todo el dinero que se recauda por mes con de la venta de las velas y de las verduras se utiliza para la compra de los materiales de construcción para las casas, que en un principio serán 69. El trabajo en las huertas y con las velas también le sirve a los vecinos como una forma de capacitación laboral. A muchos ya los han empezado a contratar para trabajar en huertas hidropónicas de Zárate, en blanco.
Graciela Madrid, 52 años, es una de las mujeres que gracias a la huerta pudo conseguir su primer trabajo no precarizado. “Acá nos ayudan a buscar un trabajo digno. Nosotros no queremos seguir dependiendo del estado, sino de nosotros mismos”, manifiesta, mientras espera que el agua del mate hierva en un fogón, a un costado de las plantaciones.
Su gran ilusión es poder tener una casa propia. “Vivo en el quincho de mi hermano con mis tres hijas hace unos años. Ya no podía pagar un alquiler propio. Tenemos muchas ganas de tener nuestra casa acá. Mientras tanto, vamos ayudando en la huerta, aprendiendo”, cuenta.
En las últimas semanas, se han colocado las bases de las dos primeras viviendas, que fueron construidas por la misma comunidad. Muchos de los miembros han trabajado en la construcción, por lo que tienen conocimiento y lo comparten con el resto. Vigo Gaparotti tiene la esperanza de que cuando la comunidad vea las primeras dos casas el entusiasmo de los vecinos crezca aún más.
El proyecto todavía es incipiente. Empezó a fines de 2018, cuando Vigo Gasparotti, licenciado en Administración de empresas y también magíster y doctor en economía, volvió de Madagascar, donde pasó meses aprendiendo del mismo Opeka el funcionamiento de Akamasoa. Años antes de esa experiencia, con 25 años, el joven había decidido dejar la vida coorporativa para dedicarse al trabajo social, ejerciendo su profesión en organizaciones dedicadas a la desnutrición infantil y volcándose hacia la escritura académica sobre temas relacionados con la pobreza. Pero su vida dio un giro de 180 grados cuando se topó con el libro “Un Viaje A La Esperanza”, de Jesús María Silveyra, que cuenta la historia del sacerdote argentino que revolucionó Madagascar.
“Mientras lo leía, pensaba: este tipo dio en la tecla. Me mató. Arrancando en un basural, en un país que es un infierno de hambre, él logró armar un oasis de esperanza y una ciudad que sorprende al mundo”, destaca Vigo Gasparotti.
En julio de 2018, Vigo Gasparotti conoció a este padre vicentino en una conferencia que dio en la Argentina. “En un momento, él dijo: «si vas a ayudar, ayudá hasta el final». Se lo dijo a todo el mundo, pero yo sentí que me lo dijo a mi. Ese concepto me llevó a renunciar a mi trabajo e irme a Madagascar unos meses a aprender el sistema para aplicarlo acá”, cuenta.
Desde entonces, los pasos son pausados pero firmes. Todavía no hay viviendas terminadas, ni una sala de atención primaria, ni una escuela autorizada por el Ministerio de Educación, como se espera que haya en los próximos años, pero el proyecto ya está diseñado y progresa constantemente.
Joaquín Vigo Gasparotti, el hermano de Gastón, es arquitecto y fue quien armó los renders de las casas y de toda la urbanización. A diferencia de Akamasoa Madagascar, donde las casas fueron ubicadas siguiendo una lógica de manzanas cuadradas, en la versión argentina las casas estarán ubicadas de forma tal que conformen un gran círculo. En el medio habrá un anfiteatro, que será el lugar común.
“Todavía no les dije para qué familias son las dos primeras casas, eso se verá a último momento. Lo que sí saben todos es que quienes reciban una vivienda estarán comprometidos a colaborar con la construcción de todas las demás”, explica Vigo Gasparotti.
Pese a los avances, el proyecto también enfrenta complicaciones constantemente. El principal desafío, según su fundador, es lograr que los miembros de la comunidad cumplan con las obligaciones, tanto laborales como educativas. “Despertar el coraje, lograr que se comprometan y hacer entender que acá hay horarios es la tarea más difícil, mucho más difícil que conseguir las donaciones para comprar el campo y conseguir voluntarios”, afirma.
Salir adelante
La mayoría de los miembros de la comunidad de Akamasoa Argentina son mujeres y niños, lo cual es una muestra de la composición familiar de la zona. Gran parte de las jefas de hogar no ha terminado el secundario, pero lo están finalizando dentro de la organización.
Las clases son virtuales, pero la mayoría de las alumnas las cursan de manera presencial, aunque sin el docente, en las aulas de Akamasoa. Allí reciben la ayuda de Vigo Gasparotti y de algunos voluntarios. El hecho de estudiar ahí les permite tener un lugar seguro donde dejar a sus hijos mientras están en clase y hacen sus deberes.
“Quedé embarazada a los 15 y decidí que quería terminar la secundaria igual, y eso hice. La sociedad te dice que si tenés hijos ya no podés hacer nada más, pero yo no quería que fuera así. Acá, te ayudan un montón a estudiar: cuando venís, te cuidan a los nenes. A mí me sirve mucho. Si estoy en mi casa, es imposible”, cuenta Caterina Chaile, de 22 años, madre de dos mujeres.
Chaile es una de las pocas vecinas de la zona que terminó el secundario antes de incorporarse al proyecto. Desde que se unió a Akamasoa, hace dos años, decidió empezar a estudiar enfermería en una universidad de Zárate. Hoy, está sentada en el escritorio de la pequeña sala de salud del predio, terminando un trabajo práctico sobre salud mental mientras Nicole, una de sus hijas, juega en el jardín. Una vez que se reciba, ella seguramente trabajará en el centro de atención primaria de Akamasoa, anticipa Vigo Gasparotti.
Además de terminar sus estudios por su propio interés, también quiere hacerlo para ser un ejemplo para las otras mujeres del barrio y para sus dos hijas. “Mi idea es que las chicas que hayan vivido lo mismo que yo vean que estudiar no es imposible, que se puede, e incentivarlas a que lo hagan. El ejemplo lo es todo”, suma Chaile.
En los próximos 90 días, las primeras dos casas estarán construídas, anticipa Vigo Gasparotti. Ese será el principio de una nueva etapa, quizás la más importante, de este proyecto de urbanización humanitario. Para él, la clave del éxito del proyecto, es trabajar mano a mano con los vecinos, tal como siempre hizo y continúa haciendo Opeka. “Cuando el adulto tiene edad y salud, el trabajo no está en discusión. Pero no es fácil inculcarlo. Vos no podés llegar a una comunidad y decir: a partir de ahora todos trabajan y se esfuerzan. Para que respeten el proyecto, lo tenés que hacer con ellos. Eso solo se puede lograr si sudás con ellos, si estás dispuesto a sacrificarte como ellos. Eso es lo que plantea Pedro”, sintetiza.
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